18 de marzo

Hoy castigaron a Cecilia, pero ella es muy viva, y no sé qué pretexto inventó para ir a casa de una amiga. Yo la recogí allí, y nos escapamos hasta Chaclacayo. Somos unos bárbaros, pero ya pasó el susto, y creo que ha sido un día maravilloso. Llegamos a la hora del almuerzo. Comimos anticuchos, choclos, y picarones, en una chingana. Yo tomé una cerveza, y ella una gaseosa. Por la radio, escuchamos una serie de canciones de moda. Dice Cecilia que cuando empiece el colegio, nos van a invitar a muchas fiestas, y que tenemos que escoger nuestra canción. La chingana estaba llena de camioneros, y a mí me daba vergüenza cuando decían lisuras, pero Cecilia se reía y no les tenía miedo. Ellos también se rieron con nosotros. Nos alcanzó la plata con las justas, pero pudimos guardar lo suficiente para el regreso. Al salir, caminamos hasta Santa Inés. Es un lugar muy bonito, y el sol hace que todo parezca maravilloso. Nos paseamos un rato largo, y luego decidimos bajar hasta el río. Allí nos quitamos los zapatos y las medias, y nos remangamos los pantalones. Nos metimos al río, hicimos una verdadera batalla de agua. Somos unos locos. Salimos empapados, pero nos quedamos sentados al borde del río, y nuestra ropa, empezó a secarse. Cazamos algunos renacuajos, pero nos dio pena, y los devolvimos al río antes de que se murieran. Debe haber sido en ese momento que la empecé a besar. Estaba echada de espaldas, sobre la hierba. Sentía su respiración en mi pecho. Cecilia estaba muy colorada. Hacía un calor bárbaro. Nos besamos hasta que el sol empezó a irse. Nos quedamos mudos un rato largo. Cecilia fue la primera en hablar. Me dijo que nuestra ropa ya se había secado.

Era ya de noche cuando regresamos a Lima. Nadie sabrá nunca cuánto nos queríamos en el ómnibus. Nos dio mucha risa cuando ella encontró un pedazo de pasto seco entre sus cabellos. La quiero muchísimo. Volveremos a Chaclacayo y a Santa Inés.

25 de marzo

Detesto esas tías que vienen de vez en cuando a la casa, y me dicen que he crecido mucho. Sin embargo, parece que esta vez es verdad. Cecilia y yo hemos crecido. Hoy tuvimos que ir, ella donde la costurera, y yo donde el sastre, para que le bajen la basta a nuestros uniformes del colegio. La adoraba mientras me probaba el uniforme, y me imaginaba lo graciosa que quedaría ella con el suyo. Le he comprado una insignia de mi colegio, y se la voy a regalar para que la lleve siempre en su maleta. Estoy seguro de que ella también pensaba en mí mientras se probaba su uniforme.

11 de abril

Es nuestro último año de colegio. Vamos a terminar los dos de dieciséis años, pero yo los cumplo tres meses antes que ella. Estoy nuevamente interno. Es terrible. No nos han dejado salir el primer fin de semana. Dicen que tenemos que acostumbrarnos al internado. Recién la veré el sábado. Tengo que hacerme amigo de uno de los externos para que nos sirva de correo.

Estoy triste y estoy preocupado. Estaba leyendo unos cuentos de Chejov, y he encontrado una frase que dice: «Porque en el amor, aquel que más ama, es el más débil». Me gustaría ver a Cecilia.

El descubrimiento de América

América era hija de un matrimonio de inmigrantes italianos. Una de las muchachas más hermosas de Lima. ¡Qué bien le queda su uniforme de colegiala! Su uniforme azul marino de colegiala. De colegiala que ya se cansó de serlo. De colegiala con mentalidad pre-automovilística, pre-lujosa, y prematrimonial. De colegiala que se aburre en las clases de literatura, que jamás comprendió las matemáticas, y que piensa sinceramente que Larra se suicidó por cojudo, y no por romántico. Era su último año de colegio, y no sabía como ingeniárselas para que su uniforme pareciera traje de secretaria. Usaba las faldas bastante más cortas que sus compañeras de clase, y se ponía las blusas de cuando estaba en tercero de media. ¡América! ¡América! Si no hubieras estado en colegio de monjas, tus profesores te hubieran comprendido. Pero, ¿para qué?, ¿para quién?, esas piernas tan hermosas debajo de la carpeta. Refregaba sus manos sobre sus muslos, y se llenaba de esperanzas. Las refregaba una y otra vez hasta que sonaba el timbre de salida. Tomaba el ómnibus en la avenida Arequipa, y se bajaba al llegar a la Plaza San Martín. Cruzaba la Plaza San Martín y sentía un poco de vergüenza de caminar con el uniforme azul. Pero a los hombres no les importaba: «Así vestida de azul, la haría bailar», dijo un bongosero que salía de un night club. América sintió un escalofrío. Pero los músicos no eran su género, ni tampoco ese flaco con cara de estudiante de letras, que la veía pasar diariamente, rumbo a la bodega de sus padres, en el jirón Huancavelica. Pero ese flaco no estaba esperándola hoy día, y a América le fastidió un poco no verlo.

Hoy no la he visto pasar sin mirarme. Amor amor amor. Volverás. Vuelve amor vuelve. Con seguridad de amor. Vuelve amor. Porque no la he visto pasar sin mirarme y voy a pedir un café y no me estoy muriendo. Vuelve amor sentir amor amar sentir. Antes. Como antes. Luchar por amar y no culos. Verla pasar amar. No culos. Sentir amor. Me ve. No me mira. Me ve. Vuelve amor. Café café. Nervios. Nervioso. Ya debe haber pasado. No se había parado a esperarla, y de acuerdo con su reloj ya debería haber pasado. Las cosas mejoraban: había sufrido un poco al no verla. Estaba optimista. Quería amarla como amaba antes; como había amado antes. «Es posible», se decía. «Es posible», y recordaba que una vez se había desmayado al ver una muchacha demasiado todo lo bueno para ser verdad. «Es posible.» Desde su mesa, en un café de las Galerías Boza, Manolo veía a Marta que se acercaba sonriente. «Marta la fea. Inteligente. Debería quererla. No.» Marta conocía a Manolo; conocía también a América, y había aceptado presentársela. Pero antes quería hablarle; aconsejarlo. Hablar al viento.

– Siéntate, Marta.

– Ya debe haber pasado.

– Hace cinco minutos. ¿Un café?

– Bueno, gracias. ¿Y, Manolo?

– ¿Mañana?

– Estás loco, Manolo -dijo Marta, con voz maternal-. No sabes en lo que te metes.

– La quiero, Marta. La quiero mucho.

– No la conoces.

– Pero estoy seguro de lo que digo. No te rías, pero yo tengo una especie de poder, una cierta intuición. No sé cómo explicarte, pero cuando veo una cara que me gusta así, adivino todo lo que hay dentro. Ya sé cómo es América. Me la imagino. La presiento.

– Y te arrojas a una piscina sin agua. Ya lo has hecho.

– Tú y tus fórmulas.

– Ya lo has hecho.

– Era otra cosa.

– Terco como una mula -dijo Marta-. Te la voy a presentar. Después de todo, ¿por qué no? Allá tú.

– ¡Gracias, Marta! ¡Gracias!

– Pero es preciso que te diga que América es todo lo contrario de una chica inteligente.

– Uno no quiere a una persona porque es inteligente -dijo Manolo, desviando la mirada al darse cuenta de que había metido la pata.

– ¿Y con el cuerpazo de América? ¿Tú crees que eso es amor?

– ¡Nada de eso! -exclamó Manolo, fastidiado al comprobar que su mano no temblaba mientras cogía la taza de café-. Nada de eso. Sus ojos. Su cara maravillosa.

– Y esa blusita de su hermana menor…

– ¡Nada de eso! Como antes.

– ¿Como qué antes?

– No podría explicártelo -dijo Manolo-, pero tú comprendes.

– Me imagino que yo debo comprender todo.

Estas últimas palabras, pronunciadas con cierta tristeza y resignación, lo dejaron pensativo. Recordaba las veces que Marta lo había invitado a tomar té a su casa. ¡Cuántas veces le había mandado entradas para el teatro, o para el cine? ¿Y él? ¿Qué había hecho él por Marta? Era la primera vez que la invitaba y la invitaba para que le presentara a otra chica. «Hay dos tipos de mujeres», pensó: «las que uno ama, y las Martas. Las que lo comprenden todo». La miró: bebía su café en silencio. Una sola palabra suya, y la hubiera hecho feliz; la hubiera pasado al grupo de las que uno ama. Pero Manolo había nacido mudo para esas palabras. «Si un día termino con América, pensó. «América. América. Las piernas de América. No. No. Los ojos de América.»

– Toda la vida andas sin plata -dijo Marta. Y anunció-: A América le gustan los muchachos que gastan plata.

– No importa -dijo Manolo-. Vive en Chaclacayo, y allá no hay en que gastar la plata. Sólo hay que gastar en cine o en helados, y tan pelado no estoy.

– ¿Y qué vas a hacer con lo del automóvil? -le preguntó, mirándolo fijamente para observar su reacción-. ¿Te vas a comprar uno? Sin automóvil ni te mirará.

– Gracias por llamarla puta -dijo Manolo, indignado.

– No la he llamado eso. Ni siquiera lo he pensado, pero América es una chica alocada, y ya te dije que no es inteligente.

– Confío en mi suerte, y en mi imaginación.

– ¿En tu imaginación?

– Ya verás -dijo Manolo, sonriente-. Si supieras todo lo que se me está ocurriendo.

– Veremos. Veremos.

– Mañana me la presentas. Será cosa de un minuto. Después, todo corre por mi cuenta.

– Mañana no puedo, Manolo -dijo Marta-. Tengo cita con el oculista. Parece que además de todo me van a poner anteojos.

– ¿Entonces, cuándo? -preguntó Manolo, fingiendo no haber escuchado las últimas palabras de Marta.

– Pasado mañana. Espérame en la puerta del cine San Martín.

– Tú te encuentras con ella, y luego yo paso como quien no quiere la cosa. Me llamas, y ya está.

– No te preocupes -dijo Marta-. Será como tú quieras. Será fácil retenerla para que puedas conversar un rato con ella.

– Sí. Sí. Tengo que ganar tiempo. Pronto empezarán los exámenes finales, y ya no vendrá a clases.

– Te pasarás el verano en Chaclacayo.

– ¡El verano es mío! -exclamó Manolo, sonriente-. Eres un genio, Marta.

– Bueno, Manolo. Este genio se va.

– No te vayas -dijo Manolo, satisfecho al darse cuenta de que la partida de Marta lo apenaba-. Vamos al cine.

– No hay una sola película en Lima que yo no haya visto -dijo Marta, con voz firme.

Manolo se puso de pie para despedirse de ella. Había comprendido el mensaje que traían sus últimas palabras, y sabía que era inútil insistir. Como de costumbre, Marta había «olvidado» su paquete de cigarrillos para que Manolo lo pudiera coger. No sabía que decirle. Le extendió la mano.

– Adiós, Manolo. Hasta pasado mañana.

– Adiós, Marta.

– ¿Vendrás mañana a verla pasar? -preguntó Marta.

– Es el último día que pasa sin conocerla -respondió Manolo-. ¿Tú crees que me voy a negar ese placer?