Miércoles. «Mañana se cierran las inscripciones.» El amigo con permiso empieza a inquietarse por el amigo sin permiso. Era uno de esos momentos en que se escapan los pequeños secretos: «Mi madre dice que ella va a hablar con mi papá, pero ella también le tiene miedo. Si mi papá está de buen humor… Todo depende del humor de mi papá». (Es preciso ampliar, e imaginarse toda una educación que dependa «del humor de papá»). Miércoles por la tarde. El enemigo con permiso empieza a mirar burlonamente al enemigo sin permiso: «Yo iré. Él no». Y la mirada burlona y triunfal. Miércoles por la noche: la última oportunidad. Alumnos de trece años han descubierto el teléfono: sirve para comunicar la angustia, la alegría, la tristeza, el miedo, la amistad. El colegio en la línea telefónica. El colegio fuera del colegio. Después del colegio. El colegio en todas partes.

– ¿Aló?

– Juan?

– He mejorado en inglés.

– Irás, Juan. Iremos juntos. Tu papá dirá que sí. Le diré a mi papá que hable con el tuyo. Iremos juntos.

– Sí. Juntos.

– Yo siempre le hablo a mis padres de ti. Ellos saben que eres mi mejor amigo -un breve silencio después de estas palabras. Ruborizados, cada uno frente a su teléfono, Juan y Pepe empezaban a darse cuenta de muchas cosas. ¿Hasta qué punto esa posible separación los había unido? ¿Por qué esas palabras: «Mi mejor amigo»? La angustia y el teléfono.

– Mi padre llegará a las ocho.

– Te vuelvo a llamar. Chao.

Miércoles, aún, por la noche. Alegría y permiso. Tristeza porque no tiene permiso. Angustia. Angustia terrible porque quiere ir, y su padre aún no lo ha decidido.

– ¿Aló?

– ¿Octavio? No, Octavio. No me dejan ir.

«Yo también me quedo. Tengo permiso, pero no iré…», pensó Octavio.

– Si prefieres mi bicicleta, puedes usarla.

– Usaré la mía -fue todo lo que se atrevió a decir.

– Chao.

Jueves. Van a cerrar las inscripciones. Tres nombres más en la lista. Las inscripciones se han cerrado. Nueve no van. Van veinticinco. El hermano Tomás, ayudado por un alumno de quinto de media, tendrá a su cargo la excursión. «¡Rah!» El hermano Tomás es buena gente. Instrucciones: un buen desayuno, al levantarse. Reunión en el colegio a las ocho de la mañana. Llevar el menor peso posible. Llevar una cantimplora con jugo de frutas para el camino. Llegaremos a Chaclacayo a la hora del almuerzo. «¡Rah!»

Jueves: aún. Ya no se habla de permisos. Todo aquello pertenece al pasado, y son los preparativos los que cuentan ahora. «Afilar las máquinas.» Alumnos de trece años consultan y cambian ideas. Piensan y deciden. Se unen formando grupos, y formando grupos se desunen. «Tengo dos cantimploras: te presto una.» Pero, también: «Mi bicicleta es mejor que la tuya. Con ésa no llegas ni a la esquina». Víctor ha traído un mapa del camino. ¡Viva la geografía!

Pero es jueves aún. Todo está decidido. Las horas duran como días. Jueves separado del sábado por un inmenso viernes. Un inmenso viernes cargado de horas y minutos. Cargado de horas y minutos que van a pasar lentos como una procesión. En sus casas, veinticinco excursionistas, con las manos sucias, dejan caer gotas de aceite sobre las cadenas de sus bicicletas. Las llantas están bien infladas. El inflador, en su lugar.

Viernes en el timbre del reloj despertador: unas sábanas muy arrugadas, saliva en la almohada, y una parte de la frazada en el suelo, indican que anoche no se ha dormido tranquilamente. Se busca nuevamente la almohada y su calor, pero se termina de pie, frente a un lavatorio. Agua fresca y jabón: «Hoy es viernes». Una mirada en el espejo: «La excursión». El tiempo se detiene, pesadamente.

Viernes en el colegio. Este viernes se llama vísperas. Imposible dictar clase en esa clase. El hermano Tomás lo sabe, pero actúa como si no lo supiera. «La disciplina», piensa, pero comprende y no castiga. Hacia el mediodía, ya nadie atiende. Nadie presta atención. Los profesores hablan, y sus palabras se las lleva el viento. El reloj, en la pared de la clase, es una tortura. El reloj, en la muñeca de algunos alumnos, es una verdadera tortura. Un profesor impone silencio, pero inmediatamente empiezan a circular papelitos que hablan en silencio: «Voy a sacarle los guardabarros a mi bicicleta para que pese menos». Otro papelito: «Ya se los saqué. Queda bestial».

Todo está listo, pero recién es viernes por la tarde. Imposible dictar clase en esa clase. El hermano Tomás lo sabe, pero actúa como si no lo supiera. Las horas se dividen en minutos; los minutos, en segundos. Los segundos se niegan a pasar. ¡Maldito viernes! Esta noche se dormirá con la cantimplora al lado, como los soldados con sus armas, listos para la campaña. Pero aún estamos en clase. ¡Viernes de mierda! Barullo e inquietud en esa clase. El hermano Tomás se ha contagiado. El hermano Tomás es buena gente y ha sonreído. ¡Al diablo con los cursos! «Aquí hay un mapa.» El hermano Tomás sonríe. Habla, ahora del itinerario: «Saldremos hacia la carretera por este camino…».

Suena el despertador, y muchos corren desde el baño para apagarlo. ¡Sábado! El desayuno en la mesa, jugo de frutas en la cantimplora, y la bicicleta esperando. Hoy todo se hace a la carrera. «Adiós.»

Veinticinco muchachos de trece años. Veinticinco bicicletas. De hermano, el hermano Tomás sólo tiene el pantalón negro: camisa sport verde, casaca color marrón, y pelos en el pecho. El hermano Tomás es joven y fuerte. «Es un hombre.» Veintiséis bicicletas con la suya. Veintisiete con la de Martínez, alumno del quinto año de media que también parte. «Ocho de la mañana. ¿Estamos todos? Vamos.»

Cinco minutos para llegar hasta la avenida Petit Thouars. Por Petit Thouars, desde Miraflores hasta la prolongación Javier Prado Este. Luego, rumbo a la Panamericana Sur y hacia el camino que lleva a la Molina. Por el camino de la Molina, hasta la carretera central, hasta Chaclacayo. Más de treinta kilómetros, en subida. «Allá vamos.»

Una semana había pasado desde aquel día. Desde aquel sábado terrible para Manolo… Aquel sábado en que todo lo abandonó, en que todo lo traicionó. El profesor de castellano les había pedido que redactaran una composición: «Un paseo a Chaclacayo», pero él no presentó ese tema. Manolo se esforzaba por pensar en otra cosa. Imposible: no se olvida en una semana lo que tal vez no se olvidará jamás.

Se veía en el camino: las bicicletas avanzaban por la avenida Petit Thouars, cuando notó que le costaba trabajo mantenerse entre los primeros. Empezaba a dejarse pasar, aunque le parecía que pedaleaba siempre con la misma intensidad. Llegaron a la prolongación Javier Prado Este, y el hermano Tomás ordenó detenerse: «Traten de no separarse», dijo. Manolo miraba hacia las casas y hacia los árboles. No quería pensar. Partieron nuevamente con dirección a la Panamericana Sur. Pedaleaba. Contaba las fachadas de las casas: «Ésta debe tener unos cuarenta metros de frente. Ésta es más ancha todavía». Pedaleaba. «Estoy a unos cincuenta metros de los primeros.» Pero los de atrás eran cada vez menos. «Las casas.» Le fastidió una voz que decía: «Apúrate, Manolo», mientras lo pasaba. Sentía la cara hirviendo, y las manos heladas sobre el timón. Lo pasaron nuevamente. Miró hacia atrás: nadie. Los primeros estarían unos cien metros adelante. Más de cien metros. Miró hacia el suelo: el cemento de la pista le parecía demasiado áspero y duro. Presionaba los pedales con fuerza, pero éstos parecían negarse a bajar. Miró hacia adelante: los primeros empezaban a desaparecer: «Algunos se han detenido en un semáforo». Pedaleaba con fuerza y sin fuerza; con fuerza y sin ritmo. «Mi oportunidad.» Se acercaba al grupo que continuaba detenido en el semáforo. «El hermano Tomás.» Pedaleaba. «Luz verde. ¡Mierda!» Partieron, pero el hermano Tomás continuaba detenido. Lo estaba esperando.

– ¿Qué pasa, Manolo?

– Nada, hermano -pero su cara decía lo contrario.

– Creo que sería mejor que regresaras.

– No, hermano. Estoy bien -pero el tono de su voz indicaba lo contrario.

– Regresa. No llegarás nunca.

– Hermano…

– No puedo detenerme por uno. Tengo que vigilar a los que van delante. Regresa. Vamos, quiero verte regresar.

Manolo dio media vuelta a su bicicleta, y empezó a pedalear en la dirección contraria. Pedaleaba lentamente. «Ya debe haberse alejado. No me verá.» Había tomado una decisión: llegar a Chaclacayo. «Aunque sea de noche.» Cambió nuevamente de rumbo. Pedaleaba. «Ya me las arreglaré con el hermano Tomás; también con los de la clase.» Se sentía bastante mejor, y le parecía que solo estaría más tranquilo. Además, podría detenerse cuando quisiera. Pedaleaba, y las casas empezaban a quedarse atrás. Cada vez había menos casas. «Jardines. Terrenos. Una granja.» El camino empezaba a convertirse en carretera para Manolo. Carretera con camiones en la carretera. «Interprovinciales.» Pedaleaba, y un carro lo pasó veloz. «Carreteras.» Pedaleaba. Alzó la mirada: «Estoy solo».

Estaba en el camino de la Molina. «Es por aquí.» Lo había recorrido en automóvil. No se perdería. Perderse no era el problema. «Mis piernas», pero trataba de no pensar. A ambos lados de la pista, los campos de algodón le parecían demasiado grandes. Miraba también algunos avisos pintados en ¡os muros que encerraban los cultivos: «Champagne Poblete». Los leía en voz alta. «¿Cuántos avisos faltarán para llegar a Chaclacayo?» Pedaleaba. «El Perú es uno de los primeros productores de algodón en el mundo. Egipto. Geografía.» Nuevamente empezó a contar los avisos: «Vinos Santa Marta», pero su pie derecho resbaló por un costado del pedal, y sintió un ardor en el tobillo. Se detuvo, y descendió de la bicicleta: tenía una pequeña herida en el tobillo, bajo la media. No era nada. Descansó un momento, montó en la bicicleta, y le costó trabajo empezar nuevamente a pedalear.

Había llegado a la carretera Central. Eran las once de la mañana, y tuvo que descansar. Descendió de la bicicleta, dejándola caer sobre la tierra, y se sentó sobre una piedra, a un lado del camino. Desde allí veía los automóviles y camiones pasar en una y otra dirección: subían hacia la sierra, o bajaban hacia la costa, hacia Lima. Le hubiera gustado conversar con alguien, pero, a su lado, la bicicleta descansaba inerte. Pensaba en su perro, y en cómo le hablaba, a veces, cuando estaban solos en el jardín de su casa. Cogió una piedra que estaba al alcance de su mano, y vio salir de debajo de ella una araña. Era una araña negra y peluda, y se había detenido a unos cincuenta centímetros a su derecha. La miraba: «Pica», pensó. Vio, hacia su izquierda, otra piedra, y decidió cogerla. Estiró el brazo, pero se detuvo. Volteó y miró a la araña nuevamente: continuaba inmóvil, y Manolo ya no pensaba matarla. Era preciso seguir adelante, pues se hacía cada vez más tarde, y aún faltaba la subida hasta Chaclacayo. «La peor parte.» Se puso de pie, y cogió la bicicleta. Montó, pero antes de empezar a pedalear, volteó una vez más para mirar a la araña: negra y peluda; la araña desaparecía bajo la piedra en que acababa de estar sentado. «No la he matado», se dijo, y empezó a pedalear.