Su mejor negocio

Esperaba impaciente y nervioso la hora de la cita. Encerrado en su dormitorio, contaba los minutos que faltaban para las dos de la tarde. Por momentos se sentaba sobre la cama, por momentos se acercaba a la ventana, miraba hacia el jardín de enfrente. Miraba también hacia ambos lados de la calle, pero Miguel no aparecía aún. Miguel era el jardinero de muchos jardines en ese barrio. «Un artista», pensaba Manolo, mirando hacia el jardín de la casa de enfrente.

«Si no se atrasa, llegará dentro de un cuarto de hora», pensó. Estaba nuevamente sentado sobre su cama, y pensaba que aquel negocio sería cosa de unos minutos. Luego, a Lima. De frente a Lima, y hasta esa tienda, hasta esa vidriera. Aquel saco de corduroy marrón parecía esperarlo ya demasiado tiempo. Hacía tres semanas que lo habían puesto en exhibición, y era un riesgo dejar pasar un día más: alguien podía anticipársele. Manolo sentía que el sastre lo había cortado para él; a su medida. Ese saco de corduroy marrón era suyo; suyo desde que decidió vender su bicicleta para obtener dinero. No quería ni un real más (Miguel era su amigo), pero tampoco podía aceptar un real menos, y temblaba al pensar que Miguel no tardaría en llegar.

Hacía años que se conocían. Cuando la familia de Manolo vino a vivir a ese barrio, ya Miguel se encargaba de muchos jardines. Lo veía trabajar cuando regresaba del colegio, pero no recordaba bien cómo habían empezado a hablar. Recordaba, eso sí, cómo le enseñaba a manejar unas viejas tijeras para podar, en cuyas asas de madera, el uso parecía haber grabado la forma de sus manos. Recordaba, también, que no le permitía jugar con la máquina para cortar el pasto: «Es muy peligroso, le decía. Cuando seas más grande.» Miguel le llamaba Manolo. Manolo, al comienzo, le decía «Maestro», pero luego también empezó a llamarlo por su nombre.

Jugaban al fútbol, por las tardes, cuando Manolo regresaba del colegio. Venían, también, dos mayordomos de casas vecinas, y algunos muchachos del barrio con sus amigos. Cuando no eran suficientes para un «partidito», jugaban a «ataque y defensa». La pelota era de Manolo. Jamás formaron un club, ni siquiera pensaron en ello, pero durante años fueron los mismos los que se reunieron para el partido. A veces, pasaban por allí grupos de muchachos extraños al barrio, y entonces era «nosotros contra ustedes». Al comienzo, Manolo tuvo alguna dificultad para ponerse al día en cuestión lisuras, pero con el tiempo, las usaba hasta por gusto. Miguel lo escuchaba sonriente: «Tu mamá nos va a echar la culpa», decía, sin darle mayor importancia al asunto.

Un día, Manolo regresó del colegio, y como de costumbre, encontró a todo el equipo esperándolo en la puerta de su casa. «Hoy no puedo jugar les dijo. Voy al cine con unos amigos.» Lo miraron desconcertados. «No se vayan. Voy a sacar la pelota. Jueguen ustedes.». Aquel día, Miguel y los demás pelotearon un rato, hasta que lo vieron partir al cine. Luego, devolvieron el balón, y se marcharon.

Los días llegaron en que Manolo se reunía a menudo con sus amigos del colegio. Miguel, por su parte, tenía más jardines que cuidar, y los partidos callejeros eran menos y menos frecuentes. Rara vez estaba el equipo completo, aunque Miguel no faltaba nunca cuando había partido. Parecía adivinar los días en que Manolo podía jugar. Pero un día pasó por el barrio una patota de palomillas de todas las edades, y el desafío se produjo. Manolo, Miguel y los suyos, tomaron las cosas como si hasta ese día, y desde que empezaron a jugar, se hubieran estado entrenando para esa ocasión. Se jugaba fuerte. Demasiado fuerte. Las lisuras resonaban en las casas vecinas hasta que Manolo rodó por tierra, cogiéndose la pierna con un gesto terrible de dolor. Alcanzó, sin embargo, a ver cómo Miguel se abalanzaba furioso contra el que lo había pateado. Luego, todo fue una gresca, una pelea callejera, que él contemplaba sin poder intervenir. No olvidaría el rostro de Miguel bañado en sangre, ni olvidaría tampoco cómo la gente salía de sus casas, mientras los palomillas huían despavoridos. Poco tiempo después, dejaron de jugar. Manolo salía casi a diario con sus amigos del colegio, y ya nadie venía a esperarlo. Un día, la pelota amaneció desinflada, y nadie se encargó de repararla.

Miguel no venía a verlo. Por ahí decían que tenía demasiado trabajo, y que necesitaba una bicicleta para desplazarse de un jardín a otro. Manolo lo recordaba siempre, y a veces, cuando caminaba por el barrio, lo veía regando un jardín o podando plantas. «Miguel», le decía y éste volteaba sonriente, pero ya nunca lo llamaba por su nombre: «Trabajando, trabajando», le respondía. Una tarde Manolo escuchó que le decía: «Trabajando, niño», como si ya no se atreviera a llamarlo Manolo, como si el «usted» no viniera al caso, y como si se tratara de detenerlo en la época en que jugaban al fútbol juntos.

«Miguel», pensaba Manolo, mientras comprobaba que eran las dos de la tarde. Miraba hacia el jardín de enfrente, y le parecía ver a Miguel en cuclillas, regando cuidadosamente una planta. Le parecía verlo vestido siempre con un comando color kaki, con el cuello abierto, y el rostro color tierra seca. Recordaba sus cabellos, negros, brillantes y lacios, perfectamente peinados como actor de cine mejicano. Nunca se puso otra ropa, nunca dejó de tener el cuello abierto, nunca estuvo despeinado. A veces, cuando hacía calor, dejaba caer el agua fresca de la manguera sobre su cabeza y sobre la nuca. Inmediatamente después, sacaba un peine de bolsillo posterior del pantalón, y se peinaba nuevamente sin secarse.

Estaba mirando hacia el jardín de enfrente, cuando escuchó el timbre. Miró hacia abajo: Miguel, perfectamente peinado como un actor mejicano, llevaba puesta una corbata color kaki. «El saco de corduroy», pensó Manolo, y corrió con dirección a la escalera. «Y si quiere pagarme menos.»

Estaban en el garaje de la casa y Manolo tenía la bicicleta cogida por el timón, mientras Miguel, en cuclillas, la examinaba detenidamente. Se habían saludado dándose la mano, pero desde entonces, habían permanecido en un silencio que empezaba a ser demasiado largo.

– ¿Qué te parece, Miguel?

– Está bien, niño.

– Está recién pintada, y las llantas son nuevas -se atrevió a decir Manolo.

– Está bien, niño -dijo Miguel, permaneciendo en cuclillas, y sin alzar la cabeza.

Manolo lo observaba: sus cabellos negros y brillantes estaban perfectamente bien peinados. Sabía que le sería imposible regatear, y que aceptaría cualquier suma de dinero, aunque no fuese lo suficiente para el saco de corduroy. Sólo le interesaba terminar con el asunto lo más rápido posible. Estaba en un aprieto, pero Miguel no parecía darse cuenta de ello: continuaba examinando detenidamente la bicicleta.

– Sabes, niño -dijo-, a mí me va a servir para trabajar.

– Todos dicen que está como nueva, Miguel.

– Está bien, niño -asintió. Continuaba en cuclillas, y hablaba sin alzar la mirada-. ¿El precio?

– Doscientos cincuenta soles -dijo Manolo, con voz temblorosa. «Se la regalaría», pensó pero sabía que luego sería imposible comprar el saco de corduroy.

Miguel se incorporó. Nada en su rostro indicaba si estaba o no de acuerdo con el precio. Permanecía mudo. Miraba, ahora, hacia el techo, y Manolo sentía que eso ya no podía durar un minuto más.

– Está bien -dijo Miguel. Introdujo la mano en el bolsillo posterior del pantalón, sacó una viejísima billetera negra. Al hacerlo, dejó caer su peine sobre el suelo, y Manolo se agachó instintivamente para recogerlo.

– Gracias -dijo Miguel, mientras recibía con una mano el peine, y entregaba el dinero con la otra.-. Gracias niño.

– Ya me estaba cansando de tanto caminar.

No encontraban las palabras necesarias para concluir. Era Miguel, ahora, quien tenía la bicicleta cogida por el timón, mientras Manolo buscaba alguna fórmula para liquidar el asunto. Fue en ese momento que ambos miraron hacia el mismo rincón, y que sus ojos coincidieron sobre una vieja pelota de fútbol, desinflada y polvorienta. Manolo se lanzó sobre la puerta del garaje, abriéndola para que Miguel saliera por allí. Sus ojos se encontraron un instante, pero luego, cuando se despidieron, uno miraba a la bicicleta, y el otro hacia la calle. «Y ahora, a Lima», pensó Manolo, y esa misma tarde compró el saco de corduroy marrón.

Sábado en el espejo de su dormitorio. Sábado en su mente, y sábado en su programa para esa tarde. El espejo le mostraba qué bien le quedaban su saco de corduroy marrón, su pantalón de franela gris, su camisa color verde oscuro, y su pañuelo guinda en el cuello (él creía que era de seda). Alguien diría que era demasiado para sus catorce años, pero no era suficiente para su felicidad.

– ¡Manolo! -llamó su madre-. Tus amigos te esperan en la puerta.

– ¡Ya voy! -gritó, mientras se despedía de Manolo en el espejo. Corrió hasta la escalera, y bajó velozmente hasta la puerta de calle.

Sus amigos lo esperaban impacientes. De pronto, la puerta se abrió, y apareció para ellos Manolo, con su confianza en el saco de corduroy marrón, y su sonrisa de colegial en sábado.

– Apúrate -dijo uno de los amigos.

– Kermesse en el Raimondi -añadió otro.

– Irán también chicocas del Belén. Apúrate.

Sábado.

El camino es así

(Con las piernas, pero también con la imaginación)

Todo era un día cualquiera de clases, cuando el hermano Tomás decidió hacer el anuncio: «El sábado haremos una excursión en bicicleta, a Chaclacayo». Más de treinta voces lo interrumpieron, gritando: «Rah». «¡Silencio! Aún no he terminado de hablar: dormiremos en nuestra residencia de Chaclacayo, y el domingo regresaremos a Lima. Habrá un ómnibus del colegio, para los que prefieran regresar en él. ¡Silencio! Los que quieran participar, pueden inscribirse hasta el día jueves.» Era lunes. Lunes por la tarde, y no se hace un anuncio tan importante en plena clase de geografía. «¡Silencio!, continúo dictando, la meseta del Collao es… ¡Silencio!»

Era martes, y alumnos de trece años venían al colegio con el permiso para ir al paseo, o sin el permiso para ir al paseo. Algunos llegaban muy nerviosos: «Mi padre dice que si mejoro en inglés, iré. Si no, no». «Eso es chantaje.» El hermano Tomás se paseaba con la lista en el bolsillo, y la sacaba cada vez que un alumno se le acercaba para decirle: «Hermano, tengo permiso. Tengo permiso, hermano».