Talos intentó entonces atacar a Kazikli, pero Jabbar lo interceptó. Los dos ÿinn se sujetaron el uno al otro por las muñecas y, girando como peonzas alrededor de un centro común, se elevaron en el aire para ir a estrellarse contra el techo del santuario. La energía chisporroteaba entre sus dedos y los envolvía haciéndolos relucir en la penumbra, saltaba de sus cuerpos y culebreaba sobre las piedras. Sus rostros estaban fruncidos como el de dos felinos enloquecidos, desfigurados hasta tal punto que era difícil recordar el aspecto humano que una vez habían tenido. Mientras luchaban, el mismo aire parecía incendiarse a su alrededor.

Jabbar se revolvió como un gato acorralado y clavó sus uñas en el brazo de su enemigo. Sin soltar su presa, golpeó el descarnado cuerpo del Mujer Serpiente, una y otra vez contra las losas que formaban la falsa bóveda, hasta que la piedra se agrietó por los impactos. Luego giró sobre sí mismo, mientras mantenía la muñeca del anciano bien aferrada, y lo lanzó con extraordinaria violencia contra el suelo. El cuerpo de Talos reventó las baldosas de mármol y las esquirlas volaron por todas partes como proyectiles. Intentó ponerse en pie, pero Jabbar se abatió sobre su espalda. Rodeó al anciano con ambos brazos y lo mantuvo pegado contra el suelo de mármol, mientras la energía que rezumaba de su cuerpo abrasaba su carne humana.

Kazikli seguía el combate con toda su atención, inmóvil frente a los dos ÿinn que forcejeaban envueltos en llamas, a unos pasos de él.

– Debes escucharme -dijo Lisán-. Debes detener esto.

Kazikli se volvió hacia su antiguo compañero de viaje y le gritó:

– ¡No des un paso más!

Pero el andalusí ya estaba junto a él. Hizo un rápido movimiento y clavó el dardo de oro en el pecho del mago, justo en su corazón.

Kazikli intentó apartarse. Sus piernas se doblaron bajo él, como si de repente se hubieran transformado en dos rollos de trapo. Se derrumbó contra el suelo.

– Tú… -dijo con la boca llena de sangre-. No puedes…

Intentó alzar una mano hacia el andalusí, pero se detuvo en mitad del movimiento. Su cabeza cayó hacia atrás y quedó inmóvil. Estaba muerto, Jabbar alzó la vista y vio a Kazikli atravesado por la flecha dorada. Su rostro, casi inhumano ya, reflejó entonces una gran confusión y aflojó un poco su presa. Talos reaccionó, se incorporó de un brinco y sus manos se cerraron en torno al cuello de su enemigo como dos tenazas al rojo que hacían crepitar los pocos restos de piel que aún cubrían sus cuerpos. La energía pura del chu'lel los envolvía a ambos, y la frágil carne humana hervía y se evaporaba.

– No hay salida -dijo entre dientes-. La vida perdura sólo devorando a la vida.

Con su enemigo aferrado entre sus manos, Talos se precipitó a una cegadora velocidad contra la bóveda de piedra del santuario. Esta vez chocaron ambos con una violencia tal que la piedra misma se incendió y estalló desintegrándose en millones de fragmentos.

Lisán fue alcanzado por la onda expansiva y lanzado hacia la espalda de la estatua de Huitzilopochtli. Mientras la nube de fuego y roca pulverizada lo envolvía, tuvo una nueva visión: los cuerpos de Jabbar y el sacerdote reventando como si fueran dos muñecos rellenos de pólvora, y un chorro de pura energía que destrozaba el tejado del santuario y se elevaba como una flecha hacia el cielo.

El cometa fue golpeado por aquel ariete de poder mientras penetraba en la región aérea de la Tierra. Y este último impacto, unido a la energía concentrada del chu'lel que seguía abatiéndose sobre él, fue como soplar el fuego de una antorcha contra una bola de nieve. El hielo del cometa se transformó en un instante en vapor y estalló violentamente. Su parte sólida eran unas rocas atrapadas en el interior del hielo, y la mayoría se dispersaron por la explosión, rebotando contra la atmósfera de la Tierra.

Sólo una de ellas, la de menor tamaño, logró alcanzar la superficie del mundo y se estrelló contra el lago que rodeaba Tenochtitlán. No era mayor que el puño de un hombre, pero su impacto formó una ola que saltó por encima de los diques y se abatió contra la ciudad, barriendo las calzadas y penetrando por las calles que conducían hacia la Plaza Central. Los campos de maíz, tanto en la orilla del lago como en las islas creadas artificialmente, fueron arrasados; las casas y los jardines, inundados, y los hombres que llenaban las calles se vieron arrastrados como hormigas en un torrente.

Unas manos sujetaron a Lisán por los brazos y lo ayudaron a ponerse en pie. El andalusí estaba rodeado por los fragmentos de la estatua hecha de sangre coagulada y semillas. Estaba aturdido, tosía sin poder contenerse, pero al alzar el rostro vio a Sac Nicte.

– Vamos -le dijo la mujer-. Tenemos que salir de aquí.

Koos Ich estaba junto a ella y retuvo a Lisán cuando sus piernas se doblaron incapaces de mantenerlo erguido. Los cuerpos de los dos ÿinn se habían desintegrado. Al fondo, Ahuítzotl, confuso y con una brecha en la cabeza, empezaba a incorporarse.

– Esperad -pidió el andalusí.

Se arrodilló junto al cadáver de Kazikli y recuperó el disco de oro que seguía colgado de su cuello. Después intentó levantarse, pero las fuerzas lo abandonaron y a punto estuvo de derrumbarse sobre el cuerpo del mago. Koos Ich lo sujetó y después tuvo que cargarlo en sus brazos para sacarlo del santuario.

Afuera esperaban Na Itzá y Piri. El turco estaba sentado en el suelo, parecía aturdido por el golpe que había recibido y sangraba por la frente, pero milagrosamente había sobrevivido.

– ¿Qué ha pasado ahí dentro? -preguntó.

– No estoy seguro… -dijo Lisán frotándose los ojos-. ¿Qué habéis visto vosotros?

– El cielo pareció estallar en miles de fragmentos -dijo Koos Ich-. Pensamos que todo había acabado, pero no ha sido así.

Lisán alzó los ojos y no logró distinguir gran cosa. Sintió que su vista estaba empeorando.

– ¿Qué es lo que veis ahí arriba?

– Nada -oyó decir a Piri-. Hay una neblina rojiza que lo cubre todo, pero el cometa ya no está.

– ¿Significa eso que el mundo va continuar? -preguntó Koos Ich.

Lisán no respondió. Se sentía enfermo y agotado, como si todo lo que había vivido en las últimas horas cayera de repente sobre sus hombros.

Cerró los ojos y se derrumbó en brazos de sus amigos.