– ¿Cómo?

El ÿinn sonrió como lo haría un tiburón ante su presa.

– Gracias a vosotros… a vuestra sangre… ¿Lo ves? Al final sí vais a servir para algo…

El rostro de Talos se transformó entonces en un mosaico de motas brillantes que empezaron a disgregarse como un puñado de arena arrastrada por el viento. A su alrededor, el navío de espectros también se desvaneció. Lisán extendió un brazo, como si pretendiera sujetar a Talos, pero todo fue borrado por el torbellino que lo envolvió.

Se encontraba de nuevo en la azotea del palacio mexica , sentado y con la espalda apoyada contra el muro estucado. Miró hacia el cielo y vio que el cometa seguía cruzándolo de parte a parte. Apenas había pasado unos instantes sumergido en el chu'lel… y había conseguido regresar. Estaba agotado, como si no hubiera dormido en meses.

Cerró los ojos e intentó descansar.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Koos Ich descargó su macana contra aquel desdichado, que cayó hacia atrás con los ojos dilatados por la sorpresa y las manos apretadas contra su garganta, como si intentara contener la vida que se le escapaba a borbotones.

Estaban en un callejón estrecho y oscuro, ocultos a cualquier mirada. Koos Ich retrocedió tambaleándose y apoyó la espalda contra una pared de adobe para no caer.

El dzul empezó a registrar al moribundo.

– Jamás pensé que yo pudiera hacer algo así -musitó Koos Ich. Y en su voz había verdadera incredulidad.

¿Qué quedaba de él ahora? Se había apartado de su camino de guerrero y acababa de perder el último rastro de dignidad que aún mantenía. Era como si hubiera muerto en la batalla. Desde entonces sólo había sido un cadáver que se movía, que caminaba de forma mecánica para llegar hasta el lugar de su sacrificio. Así debía ser. Pero aquel mago se había presentado, había arrancado al cuerpo del guerrero muerto de su descanso y lo había llevado con él para que le sirviera en sus oscuros propósitos. Y él no tenía ni fuerza ni voluntad para resistirse. Su vida había terminado en el mismo momento en que fueron derrotados por el ejército mexica . Ya no deseaba otra cosa que acostarse y dormir eternamente.

Mientras tanto, Kazikli halló lo que buscaba y lo elevó triunfante en el aire.

– Mira -dijo-. ¿Qué crees que es esto?

Era un cañón de pluma repleto de polvo de oro.

– He matado a un hombre inocente… -dijo Koos Ich con amargura-. He perdido mi honor de guerrero sólo para que tú le robaras.

– Nadie es inocente aquí -dijo Kazikli mientras seguía buscando.

– No entiendes lo que significa esto, ¿verdad?

– Ellos arrasaron tu ciudad. No tuvieron piedad ni con los ancianos ni con los heridos… y ahora sientes remordimientos por haber acabado con la vida de uno de ellos… ¡Os queda tanto por aprender!

– Eso fue parte de la guerra y así está establecido… pero ese hombre no era un guerrero, no era mi enemigo…

El mexica se había quedado al fin inmóvil. Kazikli encontró una bolsa de tela de algodón colgando de su taparrabos. La abrió y comprobó que contenía un buen puñado de semillas de cacao.

– Hemos tenido suerte -dijo poniéndose en pie-. Vamos a comprar algo de comida.

Koos Ich vio que, mientras caminaba, el dzul se iba colocando un trapo sobre la cabeza, semejante a la capucha que usaban algunos sacerdotes, sin duda para ocultar su extraño aspecto y los pelos que le crecían en el rostro. Lo siguió.

Los dos salieron a una calle más concurrida, donde ya se estaban montando algunos puestos. La actividad en la ciudad era impresionante. Brigadas de carpinteros y floristas trabajaban por todas las calles que conducían hacia el nuevo templo. La multitud se atropellaba para escoger los mejores sitios. Algunas mujeres con los dientes teñidos de rojo les dirigieron señales insinuantes mientras contoneaban el cuerpo frente a ellos.

– ¿Cómo es posible que hayan logrado reunir a tanta gente? -se preguntó Kazikli.

– Antes oí que se había amenazado con pena de muerte a la gente de los pueblos vecinos que no acudiera a la ceremonia.

– Pues eso lo explica todo.

Se pararon frente a un puesto ambulante. Una mujer cocinaba en un brasero de carbón. Una gran olla mantenía calientes unos tamales cuidadosamente envueltos en hojas de maíz.

– Una buena comida es lo que necesitas para alejar todos esos remordimientos de tu mente -dijo Kazikli.

Hay algo más en mi mente , pensó Koos Ich, recordando el sueño que lo había asaltado cada noche desde que llegara al lago de Texcoco: la boda de la hermosa princesa con el cacique mexica del pasado…

Compraron tamales y tortillas rellenas de frijoles.

– ¿Crees que Utz Colel seguirá con vida? -preguntó Koos Ich.

– Sin duda. Todos seguirán con vida. Los separaron de vosotros para que no sufrieran ningún daño hasta el momento de la ceremonia.

Después de comer, los dos hombres se mezclaron con la multitud.

13

Se dice que un marino huele una tormenta al igual que un perro huele el miedo.

Piri Muhyi interpretó la llegada de los guardias mexica esa madrugada, antes de que saliera el sol, y no tuvo duda alguna de que sus intenciones no eran las de todos los días.

Uno de ellos le hizo una reverencia a Utz Colel y dijo:

– Tú, cihuatzin , [34] debes acompañarnos. Debes venir con nosotros a la Casa del Canto, donde serás preparada para la Ceremonia.

La chica le dirigió una leve inclinación y se volvió hacia Na Itzá.

– Era mi destino, padre -musitó-, al fin me ha alcanzado. Pero lamento que haya sido demasiado tarde para salvar a nuestro pueblo.

– Los dioses han querido que viese el fin de todo lo que he amado -dijo él, tapándose el rostro con las manos para ocultar las lágrimas-. ¿Qué sentido tiene esto? ¿Qué puede hacer un hombre para cambiar la voluntad del cielo?

En ese momento, el crujido de la madera al hacerse astillas los hizo volverse a todos. Piri había destrozado uno de los biombos a patadas y de los restos extrajo un par de estacas bastante afiladas.

– ¿Quieres librarte de ir a galeras? -le preguntó a Jabbar.

– Sí -respondió éste.

– Entonces coge esto. -Le lanzó una de las estacas-. Ha llegado la hora de pelear.

– ¿Qué estás haciendo? -exclamó Lisán mientras se aproximaba al turco.

– No -respondió Piri alzando su arma improvisada-, la pregunta es: ¿qué estáis haciendo vosotros? Actuáis como si ya estuvierais muertos… Y no es así.

– ¿Has perdido el juicio por completo, Piri? ¿Te has dado cuenta de que estamos cautivos en el centro de una ciudad enorme, en medio de un país enemigo? ¿Piensas abrirte paso con ese palo a través de miles de guerreros?

– No, faquih . Ciertamente no creo que lo logre -dijo Piri con tranquilidad-. En realidad ni me lo planteo, porque si estudias tus posibilidades de éxito es que ya has fracasado. Jamás he calculado si podía vencer o no, sólo si debía luchar o no. Y eso es lo que voy a hacer ahora, porque no me voy a quedar con los brazos cruzados mientras se la llevan al sacrificio.

Y dicho esto, el corsario saltó hacia los guardias. Descargó un fuerte mazazo contra el estómago del primero y, antes de que el mexica pudiera recuperarse del ataque, trató de hacerse con la macana que llevaba en las manos. No lo consiguió. Otro de los guardias lo golpeó con su maza en los omóplatos y Piri cayó de rodillas.

El andalusí tuvo que interponerse entre el turco y los mexica para evitar que lo matasen allí mismo. Aunque eso sería lo mejor , pensó.

La imagen del vizcaíno entregándole un cuchillo en la misma playa en la que habían naufragado acudió a su mente como un relámpago.

Sí, quizá fuera lo mejor…

Miró a su alrededor: Jabbar también había intentado luchar, pero había sido inútil. Los guardias mexica lo rodeaban y al turco no parecían quedarle fuerzas para ayudar a su amigo.

Utz Colel se acercó a Piri y se arrodilló frente a él.

– Los mexica llaman al sacrificio nextlaoaliztli , que significa «el pago» -le dijo-. Dicen que los que mueren bajo el cuchillo de obsidiana tienen asegurada una futura vida mejor. En una ocasión tú me hablaste de algo parecido, ¿recuerdas? Me contaste que en tu mundo los que mueren luchando contra los infieles tienen un lugar en el paraíso.

– Beey.

– Por eso has luchado durante toda tu vida, y quieres seguir haciéndolo ahora. Pero hay algo más importante que la recompensa en una vida futura, y es que hay una forma honorable de morir y otra que no lo es. ¿Entiendes eso?

– Beey.

Por supuesto que lo entendía. De hecho era la única cosa que podía asegurar que le había enseñado su tío Kemal: que la vida no vale nada, que la muerte te puede sorprender en cualquier momento, y que la forma en que te enfrentes a ese último instante define todo lo que has sido, o todo lo que hubieras podido ser.

– Te aseguro que si peleas ahora -siguió diciendo Utz Colel-, si me tienen que arrastrar por la fuerza hasta la piedra del sacrificio… eso no evitará mi muerte, pero la despojará de todo su honor. Por favor, no me quites eso.

El corsario asintió y dejó caer la improvisada arma que apretaba entre sus manos. Utz Colel se acercó más al joven turco y lo miró a los ojos:

– Puedes hacer algo por mí. ¿Quieres hacerlo?

– Dime. Haré cualquier cosa para ayudarte.

– Tú no eres de este mundo y no estás sujeto a nuestras reglas. Huye, tal y como intentaste hacer en la playa, escapa de esta ciudad, sobrevive. Sálvate tú y llévame siempre en la memoria.

Piri bajó los ojos. Lo que le pedía era ya imposible, pero asintió. Entonces, sin decir nada más, ni mirar de nuevo a los suyos, la muchacha se puso en pie y caminó hacia la puerta.

Salió con dignidad de la habitación, como una princesa escoltada por sus guardias.

A los demás los obligaron a abandonar el palacio no mucho después, y los condujeron hasta la Plaza Central de Tenochtitlán. Allí aguardaron, al pie del Templo Mayor, rodeados por un numeroso grupo de guerreros y hombres-jaguar.

A primera hora de la mañana, los millares de cautivos fueron sacados de los corrales, pintados y emplumados. Luego se les hizo formar en interminables colas a lo largo de las tres calzadas que entraban en la ciudad, desde el norte, el sur y el oeste.

Ahuítzotl, vestido con el atuendo de caza del dios Huitzilopochtli, con un arco y unos dardos de oro en las manos, salió ceremoniosamente de su palacio. Iba acompañado por los señores de las otras dos ciudades de la Triple Alianza, Texcoco y Tacuba, ataviados con mantas cubiertas de joyas de turquesa y carey, con collares y cinturones de oro que representaban serpientes y cráneos humanos. Tras ellos, el Mujer Serpiente, caminaba con Utz Colel sujeta de su brazo izquierdo. El Gran Sacerdote llevaba los atributos del Tezcatlipoca Negro y Utz Colel iba cubierta por un manto de plumas preciosas, como la diosa Toci, a la que los mexica llamaban «nuestra abuela», la madre de los dioses. La comitiva se cerraba con un pequeño ejército de más de cien sacerdotes que avanzaban hombro con hombro.

[34] Venerada señora.