– ¿Y cuándo se va a producir ese acontecimiento?

– Durante los próximos días. Nos esconderemos hasta entonces. Debemos estar preparados para intervenir en el momento preciso. Por eso te necesito, tú me protegerás mientras yo acabo con el teule .

– ¿Cómo se mata a un teule ? Pensé que eran invencibles.

– Tengo a un genio encerrado en una botella -dijo Kazikli de forma enigmática.

Koos Ich no entendió a qué se refería, pero se había cansado de hablar. Los dos siguieron remando hacia Tenochtitlán.

El tlatoani había estado muy ocupado. Casi todos los dignatarios extranjeros eligieron la noche para entrar secretamente en Tenochtitlán. Habían acudido por las amenazas y los ruegos de los embajadores de la Triple Alianza, pero ninguno lo había hecho de buena gana. Para la forma de pensar de sus pueblos, las naciones eran dominantes o sometidas, el concepto de una tregua amistosa no entraba en su ordenación del mundo. Tampoco en la de Ahuítzotl, pero el Mujer Serpiente había insistido en la importancia de que todos acudieran.

El señor de los belicosos tarascos atravesó la sala principal del palacio del tlatoani y se plantó frente a él con descaro.

– Vosotros los mexica debéis de estar locos -le dijo con una mirada despectiva-. Ahora queréis la guerra, ahora queréis la paz… ¿Cómo vamos a sentarnos a comer tranquilamente con vosotros, después de todas las calamidades que han sucedido entre nuestras dos naciones?

– Noble amigo -le dijo Ahuítzotl-, hay un tiempo para solucionar las enemistades y otro para cumplir con las obligaciones comunes que todos tenemos para con los dioses. Hay que solemnizar la gran fiesta de la renovación del Templo Mayor. Acepta pues mi invitación y mis regalos y únete a nosotros en esta celebración.

Así pasó casi toda la noche, recibiendo a una delegación tras otra. Ofreciéndoles su talante más diplomático y su sonrisa más amable. Todo para seguir las indicaciones del Mujer Serpiente -tal era su fidelidad hacia el anciano-, aunque a muchos de aquellos descarados les hubiera dado una lección de cortesía con su propia macana.

Unas horas antes del amanecer, abandonó el palacio y empezó a ascender lentamente los ciento trece escalones de una de las dos escaleras gemelas del Templo Mayor. Su ángulo era demasiado empinado para escalarlas con facilidad y el tlatoani , a pesar de su fuerza y juventud, tuvo que pararse a descansar en mitad del trayecto.

Por un momento se sentó sobre una de las gradas y admiró la impresionante Tenochtitlán tendida a sus pies. Las múltiples calzadas que unían las dos ciudades principales, sus calles rectas; su red de canales, que ahora parecían tensados hilos de plata, las grandes casas de tejados planos con jardines plantados en sus azoteas, la vegetación de brillantes colores; el lago, cuya superficie era como un espejo negro salpicado de canoas, los pueblos situados al otro extremo del lago, los volcanes a lo lejos…

A pesar de lo temprano de la hora, la actividad era frenética; miles de antorchas y braseros corrían de un lado a otro como hormigas de fuego, iluminando a los carpinteros y albañiles que trabajaban día y noche para que todos los edificios estuvieran bien reparados y pintados. Los joyeros, orfebres y artistas de plumería se esforzaban preparando sus obras, para que los bailes y fiestas que iban a celebrarse en cada rincón de Tenochtitlán tuvieran el esplendor apropiado para lo solemne de la ocasión.

Nada podía fallar, porque Ahuítzotl sabía que ésta era una oportunidad de demostrar el verdadero alcance de su poder, tanto a los reinos amigos como a los enemigos. No había escatimado esfuerzos para que asistieran todos los embajadores invitados, incluso había enviado a su propia guardia personal para protegerlos a través de los caminos más remotos de su Imperio. Por eso no había excusa para rechazar su invitación. Pero, durante la desdichada época de su primo Tízoc, el prestigio del Imperio había caído tan bajo que muchos se habían atrevido a hacerlo. Sus vecinos de Tlaxcala, por ejemplo, habían respondido a los embajadores que ellos podían celebrar una fiesta en cualquier momento, en su ciudad y a su propia conveniencia. Esto era un insulto, y también un buen pretexto para una futura campaña de castigo.

Pero eso será después de los festejos, por supuesto , pensó Ahuítzotl mientras se ponía en pie y seguía subiendo.

Al fin llegó a la plataforma de piedra situada en la cima del Templo. Admiró los dos santuarios gemelos, uno al norte, dedicado a Tlaloc y otro al sur, para Huitzilopochtli. La lluvia y el sol, las dos fuerzas que determinaban la prosperidad de la tierra. Frente a los dos santuarios, los jardineros trabajaban dirigidos por el propio Mujer Serpiente. Había tenido un gran cuidado con las decoraciones florales, tanto en el templo donde se celebrarían los sacrificios como en las tribunas desde las que los presenciarían los invitados. Cada detalle, hasta el más insignificante de los adornos, había sido supervisado por el sacerdote en persona.

– Trabajas demasiado, amigo mío -le dijo Ahuítzotl-. Incluso tú debes de necesitar descansar de vez en cuando.

El Mujer Serpiente se volvió y saludó al tlatoani cruzando el brazo sobre el pecho.

– En realidad, sí. -Sonrió-. Pero puedo permanecer despierto años enteros y luego dormir durante otros tantos. Eso forma parte de mi naturaleza.

Ahuítzotl colocó las manos a la espalda y aspiró profundamente el aire de la mañana.

– Es una obra magnífica. Seremos recordados por esto.

– Seremos recordados por lo que vamos a lograr desde aquí. Esto es sólo una plataforma, pero es perfecta. Todo ha sido ajustado con precisión para cuando llegue el momento.

Todo , pensó Ahuítzotl. Hasta el mínimo detalle.

La forma del Templo Mayor recordaba al monte de Coatepec, el monte de las serpientes que simbolizaba el orden celestial. Cuatro plataformas lo sostenían. Las tres inferiores estaban divididas en doce secciones y la superior, y decimotercera sección, sostenía a los dos santuarios. Era una gran máquina para canalizar las energías del chu'lel , todo matemáticamente sincronizado al movimiento y relación de los astros del cielo.

– Nada puede salir mal, ¿verdad? -dijo.

– Muy pocas cosas, tlatoani . Pero he trabajado para mantenerlas bajo control.

– Dime, ¿por qué has permitido que el teule entrara en la ciudad?

El Mujer Serpiente meditó un momento antes de responder.

– Ha viajado desde el otro lado del mundo para llegar hasta mí y ahora prefiere permanecer escondido y actuar como un humano. Por más que lo pienso, no lo puedo entender, y por eso me desconcierta tanto ese comportamiento.

– ¿Por qué no te limitas a destruirlo?

El Mujer Serpiente sonrió por la ingenuidad del tlatoani.

– ¿A un teule ? No es tan fácil, y sí muy peligroso. Si luchamos ahora, en unas condiciones de igualdad, quizá yo pudiera vencerlo… Quizá… Pero mi victoria sería muy amarga. Si él muere en el combate, su alma de teule podría llegar a contaminar el chu'lel de toda esta región… Y eso significaría la muerte de tu imperio.

– Pero, si es tan poderoso y tan temible…, ¿por qué ha aceptado dócilmente ser nuestro prisionero?

El Mujer Serpiente sacudió la cabeza.

– No lo sé, y eso es lo que me preocupa. Siempre me asustan las cosas que no entiendo, pero también me intrigan y me hacen desear desentrañar su misterio. De momento me siento más tranquilo sabiendo dónde está. No puedo hacer más que mantenerlo aquí y esperar.

– Esperar ¿qué?

– Que cuando llegue la hora en que se decida a actuar, yo sea capaz de hacerle frente y detenerlo.

– ¿Podría arruinar la ceremonia?

– No. En ese momento es cuando más poder habrá en mí. Yo controlaré todo el flujo del chu'lel , y él tendría que estar loco para atacarme entonces.

Ahuítzotl miró intensamente al sacerdote.

– Él es como tú. ¿No es así?

La sonrisa del Mujer Serpiente fue tan breve que pareció un espasmo en su rostro.

– Sí, tlatoani.

– Dime, ¿cómo es ver pasar las eras y los mundos ante tus ojos?

El cielo empezaba a clarear tras las montañas. La feroz silueta del volcán Cilatepetl ya destacaba contra el cielo cárdeno.

Algunos jóvenes novicios llegaron a la cima de la pirámide cargando bolsas llenas de resinas aromáticas y colorantes para añadir a los braseros. Varias muchachas los acompañaban. Llevaban tortillas calientes para los sacerdotes que habían pasado toda la noche en vela. Éstos saludaron el nuevo día haciendo sonar sus conchas y se oyó el repiqueteo de un tambor que marcaba la salida del sol, mientras el humo azul salía de los braseros para encaramarse sobre el cielo de Tenochtitlán.

– A veces -respondió al fin el Mujer Serpiente- creo que sólo es la oportunidad de cometer los mismos errores una y otra vez.

12

Habían pasado dos días encerrados en aquel palacio de techos de cedro y suelo de piedra negra. Sus guardianes los alimentaban y se mostraban extremadamente corteses, pero no respondían a ninguna de sus preguntas ni les permitían abandonar el recinto.

Lisán estuvo en cada momento al lado de Sac Nicte, apartado del dolor de Na Itzá, la rabia de Piri y la indiferencia de Jabbar. Los dos habían acordado no pensar en ese cercano y terrible día, y hablar tan sólo de su pasado, de tantos detalles que desconocían el uno del otro.

De vez en cuando el andalusí extendía la mano y acariciaba a la mujer, en la mejilla o en el brazo, o hundía los dedos entre sus cabellos. En una ocasión, ella sonrió y le preguntó por qué hacía eso.

– Estás aquí. Te puedo tocar. Eres real. Me amas… Y todavía seguimos juntos.

Al llegar la noche del segundo día, Lisán sintió que el próximo amanecer iba a traer lo que tanto temían. Lo notaba en el ambiente, en los sonidos de los preparativos para el acontecimiento, que se habían vuelto más frenéticos, en el olor a muchedumbre y a guisos callejeros que llenaba la ciudad. Tenochtitlán no dormía, mantenía la respiración aguardando lo que iba a suceder al día siguiente, y el andalusí sentía en sus propias tripas el nerviosismo de tantos millares de personas. Y también recordaba la fecha señalada por el disco dorado…

Subió a la azotea del palacio y contempló el gran arco plateado que trazaba el cometa por el cielo nocturno. Varios surtidores brotaban de su núcleo y eran claramente visibles como pequeñas colas incipientes. Dos días antes se había eclipsado detrás de la luna, que había quedado rodeada por un espectacular halo blanco, pero la noche anterior había reaparecido y la cola cruzaba ahora el cielo como el tajo de una cimitarra.