A la mañana siguiente se dirigieron hacia Tenochtitlán.

10

El paisaje era muy extraño, como surgido de un sueño. Salpicado de pirámides que se reflejaban en las aguas del lago, de tal modo que a Lisán le recordaron la imagen del supramundo y el inframundo que el Uija-tao le había mostrado. Mientras el sol se elevaba perezoso en el cielo, una bruma amarillenta se deslizó por encima de aquella inmensa superficie líquida. Los edificios que habían sido construidos en el interior del lago adquirieron entonces una apariencia verdaderamente sobrecogedora.

Ellos caminaban por calzadas rodeadas de agua, como si de una fantasmagórica Venecia se tratara. Eran transitadas por cientos de personas que se apartaban de su paso con rapidez. Algunos cargaban pesados bultos a sus espaldas, colgados de una escalerilla de palos que sujetaban entre los hombros. Otros detenían sus quehaceres para contemplar su paso. Eran gentes más altas y de rasgos más angulosos que los pueblos del sur. También había un frío orgullo en sus expresiones, incluso los más pobres se sabían parte de la raza más poderosa de su mundo. Sin embargo, Lisán no pudo dejar de advertir cierto parecido con los itzá.

– Nuestros antepasados también llegaron del norte -le explicó Sac Nicte cuando él le planteó esto-. Se dice que de Teotihuacan, aunque quizás esto sea sólo una leyenda. Pero hace muchas generaciones que nuestra raza norteña se ha venido mezclando con las gentes del sur, y ese mestizaje es lo que ha dado lugar a los actuales itzá.

Llegaron a Iztapalapa, una ciudad situada a orillas del lago. Una línea interminable de empalizadas, levantada junto a la ciudad, formaba un amplio corral, donde estaban encerrados miles de prisioneros.

– Allah Misericordioso -musitó Lisán estremeciéndose.

Había comprendido que los parches negros que había visto desde lo alto de la cordillera eran otros tantos cercados como aquél, repletos de seres humanos hacinados como ganado. ¿Cuántos desdichados había en el interior de cada una de aquellas cercas? ¿Y cuántas cercas había divisado? No las había contado, pero la cifra de hombres enjaulados debía de sumar un número formidable.

Allí mismo, la caravana se dividió. Los prisioneros itzá y tutul xiu fueron conducidos hasta una de las empalizadas. Lisán tuvo que ver cómo eran encerrados como animales los hombres que habían luchado junto a él. Pensó que, desde lejos, la desdicha humana podía ser contemplada con fría curiosidad, pero cuando afectaba a gente conocida, todo resultaba muy distinto. Sac Nicte se colocó junto a él y apretó su mano con fuerza. Koos Ich estaba en medio de todos esos desdichados, héroes reducidos a dóciles ovejas confinadas en un sucio corral.

Después, los guardias los condujeron hasta la cabeza de la caravana.

Los nobles y el tlatoani habían abandonado sus literas y aguardaban frente a un templo situado al pie de un volcán apagado. Ahuítzotl se había ataviado de una forma suntuosa, con una rica manta bordada de oro atada sobre el hombro derecho. Llevaba un bezote de jade con la figura de un colibrí en el labio inferior. Grandes pendientes de oro le colgaban de las orejas y ornamentos de turquesa en la nariz. Y un collar de cráneos de ámbar de los que colgaban conchas de oro. Los sacerdotes se acercaron a él y le clavaron largas espinas de maguey en diferentes partes del cuerpo. El poderoso monarca aguantó estoicamente la sangría, y también cuando los sacerdotes frotaron puñados de paja contra las heridas, para empaparlas con su sangre. Luego quemaron la paja en un pequeño altar situado en el templo.

– Ese volcán debe de ser el Citlaltépetl, el «monte de la estrella» -le explicó Sac Nicte-. Cada cincuenta y dos años los mexica celebran en este lugar la ceremonia del fuego nuevo. Aquí atan los años.

– Entonces, su calendario es igual al vuestro.

– No exactamente. Y su concepto del tiempo es también distinto. Para nosotros el tiempo es una gran rueda que gira y gira, y siempre regresa al mismo punto. Ellos representan el tiempo como una pira en la que los hombres arden. Atan los años sólo para señalar lo cercano que está el fin de este universo.

Una vez concluida la ceremonia, el tlatoani se metió en una litera con dosel de plumas verdes y la comitiva se puso nuevamente en marcha hacia Tenochtitlán. Unos nobles cargaron a Ahuítzotl, mientras otros iban delante barriendo el suelo.

Ellos fueron obligados a caminar detrás de la procesión y así recorrieron una amplia calzada construida sobre el agua que se dirigía directamente hacia la ciudad. Lisán calculó que ocho jinetes podrían cruzar por allí, los unos al lado de los otros, sin molestarse. Algunos tramos habían sido sustituidos por puentes de vigas de madera que podían quitarse para dejar pasar las embarcaciones de un lado a otro. A intervalos regulares habían dispuesto letrinas al borde de la calzada, rodeadas por un parapeto de cañas para proteger la intimidad de sus usuarios. Todo el lago estaba lleno de canoas; unas pequeñas, con un único remero, y otras con capacidad para un centenar de personas. Se acercaban a la calzada para poder ver a su emperador y a los extraños prisioneros barbados que caminaban detrás de él, junto al jefe de algún remoto pueblo vencido por los mexica.

Lisán miraba a un lado y a otro, fascinado por aquel complejo mundo que lo rodeaba como un calidoscopio de imágenes multicolores y sonidos cambiantes. El constante rumor de los remos al entrar y salir del agua, las brillantes pirámides cubiertas de estuco, pintadas en tonos de rojo y azul, que se extendían como atalayas por el lago.

En las orillas había hombres que cazaban pájaros con redes tensadas en un marco de madera. Y pescadores que ensartaban a los peces lanzando sus jabalinas hacia el agua. Algunas canoas iban cargadas hasta los topes de excremento humano, lo recogían de las letrinas del camino y lo transportaban hacia la ya cercana ciudad. Sac Nicte le explicó que era para usarlo como abono y para curtir las pieles.

La calzada se interrumpió de pronto al pie de un fuerte con dos torres, cada una rodeada por un muro de doce codos de altura. Se detuvieron.

– ¿Qué sucede ahora? -preguntó Lisán.

– Creo que es aquí donde son recibidos los héroes -dijo Sac Nicte.

Las puertas del fuerte se abrieron y una multitud de nobles vestidos suntuosamente salió a recibir a su señor, acompañados por sacerdotes con capuchas blancas y braseros con carbones encendidos para iluminar su paso. Colocaron unas alfombras junto a la litera de Ahuítzotl; éste desmontó y caminó sobre ellas. Los nobles tocaban las alfombras con las manos, allí donde había pisado el tlatoani , y luego se las besaban.

Unos esclavos iban colocando alfombras frente a Ahuítzotl mientras otros las retiraban detrás. Así cubrieron el tramo que iba desde el fuerte hasta las puertas de Tenochtitlán.

Entraron en la ciudad a través de una avenida ancha y recta, con el suelo de tierra batida y un canal de desagüe en medio. La calle estaba bordeada por casas de dos plantas de adobe blanqueado, con amplios patios cubiertos con toldos de algodón. Jardines con flores hermosas y estanques, con viveros de peces y huertos de hortalizas. Las canoas de sus propietarios podían entrar en los huertos a través de unas empalizadas dispuestas para tal fin.

– Nos han traído hasta Venecia -dijo Jabbar con desánimo-. Ya no tenemos escapatoria posible, pasaremos el resto de nuestra vida remando en alguna galera de su flota.

– No, amigo -dijo Piri, admirado-, esto no es Venecia, ni nada que hayamos visto jamás. Debe de ser la mayor ciudad del mundo. Ni siquiera Constantinopla podría comparársele.

Una muchedumbre se apostaba a ambos lados de la avenida y sobre las terrazas de las viviendas, ansiosa por contemplar desde primera fila la llegada triunfal. El diseño de las ropas de aquella gente indicaba claramente su clase social. Los más ricos llevaban anudadas mantas más largas, con borlas, bordados y flecos. Las mujeres lucían faldas blancas de fibra de maguey, cubiertas por una blusa larga. Se recogían el cabello en trenzas que ataban con cintas de colores.

A pesar de saberse en peligro, la mente curiosa de Lisán no podía dejar de sentirse fascinada por todo aquello que lo rodeaba. Observó que algunas mujeres tenían los dientes teñidos de rojo, llevaban los cabellos sueltos y hacían movimientos provocativos, contoneándose con descaro frente a ellos. Al advertir su mirada, Sac Nicte le explicó que eran putas, mujeres esclavizadas de algún pueblo vencido y llevadas a Tenochtitlán para que ejercieran esa profesión. Al parecer, los mexica eran muy puritanos y no les gustaba ver a sus propias mujeres ejerciendo la prostitución. Lisán imaginó el odio que aquel joven imperio en expansión estaría generando entre sus pueblos vecinos, con prácticas como ésa.

Conforme se acercaban al centro de la ciudad, las casas de adobe se iban transformando en palacios con patios y pequeños huertos en los que cultivaban frutas y árboles ornamentales. Los tejados eran planos y casi todos tenían hermosos jardines sobre ellos. A Lisán le asombraba la semejanza de todo esto con su al-Andalus, hasta tal punto que cruzó por su mente la extraña idea de que allí podría haber sido feliz y no echar de menos su tierra.

Unos cuantos ancianos, hombres y mujeres, los seguían. Iban casi desnudos, con sólo un diminuto taparrabos cubriéndoles las vergüenzas.

– Son pecadores que se han confesado a Tlazoltéotl, la diosa que come los pecados -explicó Sac Nicte-, y cumplen una penitencia.

– ¿Es que aquí no pecan mas que los viejos?

– No, pero sólo se permite una única confesión en la vida… Y la reincidencia supone la muerte por lapidación. Así que todos esperan el máximo de tiempo posible para hacerla.

Un pueblo despiadado, aceptó Lisán. Incluso con su propia gente. Pero a la vez complejo y refinado… Allí la contradicción parecía la norma y le recordaba que estaba muy lejos de su hogar. Lejos y en un mundo extraño y desconcertante.

11

Tenochtitlán estaba dividida por cuatro anchas avenidas que conducían a la gran Plaza Central. Pero Lisán y el resto de los prisioneros no llegaron hasta allí, pues fueron desviados por una calle que desembocaba en un hermoso palacio de paredes de alabastro.

Era un amplio recinto cercado por un muro que rodeaba varias viviendas individuales, cada una con habitaciones, que daban a un patio abierto en su centro. Entraron en la más cercana. Las losas del suelo eran de piedra negra con vetas rojas y blancas, y las paredes estaban decoradas con pinturas de águilas y jaguares. Los techos eran de madera de cedro; con unos acabados que envidiarían los mejores carpinteros de Granada, consideró Lisán. Encima de la puerta, el símbolo de un venado marcaba el día en que se había terminado de construir el edificio. No había muebles, sólo esteras en el suelo para sentarse o tumbarse y unos biombos que permitían dividir el espacio.