Como cada noche, soñó con la boda entre la princesa y el cacique mexica.

En su sueño vio cómo Achitomel, el señor de Culhuacan, era invitado a participar en las celebraciones de la boda. Y cómo éste llegaba al humilde templo de los mexica acompañado de numerosos príncipes y nobles, cargado de regalos.

El recinto era bastante miserable, comparado con los otros templos de su ciudad, apenas un cuadrado con base de piedra y paredes y techo de cañas. Pero los mexica parecían muy orgullosos de su humilde templo y de sus ingenuos dioses, y Achitomel no quiso contrariarlos; alabó todo aquello que pudo, mientras los nobles de su cortejo contenían las risas.

Una gran manta, dispuesta para el banquete, había sido tendida en el centro del templo. El señor de Culhuacan se sentó junto al cacique mexica , y sus nobles lo hicieron también en torno a ellos. No vio a su hija, ni al extraño sacerdote que había acompañado al cacique.

– Pronto los verás -le explicó éste cuando Achitomel le preguntó-. Así son nuestras costumbres. Debes respetarlas, pues ahora eres tú nuestro invitado.

Acto seguido, como un perfecto anfitrión, el cacique fue descubriendo los cuencos repletos de carne guisada con chiles y flor de calabaza. Todos comieron y alabaron, ahora sinceramente, la excelencia de aquel plato. El banquete duró varias horas y los manjares se fueron sucediendo hasta que ninguno de los invitados pudo comer más. Entonces, el cacique le indicó al señor de Culhuacan que había llegado el momento de hacer las ofrendas.

Achitomel asintió y se puso en pie con dificultad, pues su estómago estaba demasiado lleno. Se acercó al altar situado al fondo del templo, un lugar que apenas estaba iluminado. Tomó el hule, el copal, las flores, el tabaco y la comida, y los puso ante el dios de los mexica como ofrenda. Degolló también a las codornices, pero todavía no veía bien frente a quién las sacrificaba. Después encendió un incensario para quemar el copal, y la llama alumbró el altar. El sacerdote de los mexica estaba apostado junto a él. Achitomel lo reconoció. Sus ojos relucían diabólicamente al reflejar las brasas del incensario… y estaba ataviado con… ¡La piel desollada de su hija cubría el flaco cuerpo del sacerdote!

Y comprendió que era también su carne la que le habían servido en el banquete…

Temblando de rabia y horror, con los ojos llenos de lágrimas y de pena, se volvió hacia sus copríncipes y sus vasallos, y los llamó a gritos:

– ¿Qué clase de hombres sois vosotros, oh culhuacanos? ¿Es que no veis que han desollado a mi hija? ¡Estos bellacos no tienen que seguir con vida! ¡Matadlos, destruid a esta raza de desalmados y que perezcan todos aquí y ahora!

Inmediatamente se iniciaron los combates, y los mexica asesinaron hasta al último de sus invitados…

Koos Ich se agitó en su sueño, pero siguió durmiendo.

14

El quinto día se inició con una extraña danza sobre la plataforma de los santuarios. Bailarines sobre zancos junto a bailarines sin piernas que se sostenían con gran habilidad sobre las manos, evolucionaban al ritmo frenético del huéhuetl [36]

El Mujer Serpiente se acercó a Utz Colel y le tendió la mano para que la muchacha lo acompañara. Juntos se dirigieron hacia la puerta del templo de Huitzilopochtli. Al pasar junto a él, el sacerdote le dijo a Ahuítzotl:

– Ha llegado el momento de celebrar mi boda con Toci.

El tlatoani asintió y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Que los dioses bendigan vuestra unión -dijo.

Y el sacerdote y Utz Colel desaparecieron juntos en el interior del templo.

Lisán observó nervioso el hueco negro y rectangular que era la puerta del templo de Huitzilopochtli. Frente a ella, los sacrificios continuaron, pero se preguntaba qué estaría sucediendo en su interior. Miró de reojo a Sac Nicte, que lloraba en silencio, con las lágrimas resbalando lentamente por las mejillas sin que ella hiciera el menor gesto por limpiárselas.

– ¿En qué consiste…? -empezó a decir el andalusí.

Y se detuvo aliviado, pues en ese momento Utz Colel había reaparecido en el umbral.

No pasa nada, ella está bien… Pero, cuando la chica avanzó un paso y la luz la iluminó por completo… Lisán descubrió, con un horror que superaba a todo lo que había sentido hasta ese momento, que aquella figura no era Utz Colel.

Talos caminó hacia el centro de la plataforma cubierto por la piel sangrante de la mujer. El ponerse y quitarse pieles humanas simbolizaba para los antiguos el avance y el retroceso de las estaciones. Pero también tenía una consecuencia práctica: el punto de anclaje con el chu'lel seguía prendido a su membrana, creando una perfecta protección frente a la crepitante energía que los rodeaba. Esto era algo que los humanos comunes no podían percibir. Únicamente sus nahual y algunos sacerdotes comprendían que el Templo Mayor se había transformado en el cono de un volcán a punto de estallar. Sus piedras temblaban bajo los pies de Talos mientras todo el chu'lel derramado se iba concentrando en aquel punto y los envolvía como una columna de llamas que se elevaran a gran altura.

Alzó la vista hacia el cielo y contempló el cometa lanzándose contra ellos como un toro enloquecido. Tan sólo iban a tener una oportunidad.

Na Itzá lloraba y se mordía los puños con desesperado dolor por su hija sacrificada.

Lisán se dobló por una fuerte arcada, el vómito ascendió por su garganta y expulsó el atole que había tomado esa mañana. Su estómago se había quedado vacío, pero las arcadas continuaron hasta que sintió que las tripas le iban a reventar. Al fin logró contenerse y se incorporó para contemplar de nuevo aquella imagen macabra.

El Mujer Serpiente caminaba dejando un rastro de sangre. La piel de la desdichada Utz Colel había sido estirada sobre su cuerpo y atada a su espalda con unas tiras de cuero.

Como en una pesadilla en la que todo escapaba ya a su control, Lisán vio por el rabillo del ojo que Piri se separaba de ellos y se dirigía con aparente tranquilidad hacia Talos. Antes que nadie pudiera impedírselo, levantó uno de los braseros de cobre con las manos y derramó su contenido ardiente sobre el Mujer Serpiente.

En la Gran Plaza frente a la pirámide, perdido entre la multitud que contemplaba expectante la ceremonia, Koos Ich gritó al ver que Utz Colel entraba en el Santuario para ser desollada. Su horrible sueño de las últimas noches se estaba haciendo realidad ante sus ojos.

– ¡Vamos! -le dijo Kazikli a su lado-. Ha llegado el momento.

– ¡Ella ya está muerta! -gritó el guerrero mientras la bilis le atenazaba la garganta-. ¿De qué ha servido todo esto? ¿Para qué me has traído hasta aquí… para verla morir?

El brujo le tendió algo que había guardado con él desde Uucil Abnal. Koos Ich lo miró, incrédulo, en la palma de su mano abierta.

– Kuuxum!

– Exacto -dijo el brujo dzul -. Ella está muerta, pero ahora tú puedes vengarla, y vas a necesitar de esto para hacerlo.

– ¡Estás loco!

– Es posible, pero tú has de seguirme.

Con un gesto de rabia y de locura, Koos Ich tomó el hongo de la mano de Kazikli y se lo llevó a la boca. Lo tragó a la vez que se tragaba las lágrimas.

– De acuerdo. ¡Vamos!

Mientras el universo se transformaba ante las pupilas dilatadas del guerrero, los dos hombres se abrieron paso a empujones entre la multitud que contemplaba expectante la ceremonia. Llegaron frente a las dos cabezas de serpiente que separaban ambos lados de las gradas. La interminable fila de víctimas para el sacrificio ascendía lentamente por una de las escaleras, custodiadas por guerreros mexica a intervalos regulares.

Koos Ich echó la cabeza hacia atrás y contempló boquiabierto cómo las llamaradas de pura energía del chu'lel fluían a toda velocidad sobre los escalones empapados de sangre. Era como estar en el centro de un torbellino, el guerrero sentía cómo su cuerpo era sacudido por las ráfagas que se precipitaban girando hacia las alturas, hacia un agujero que se estaba formando en el cielo, sobre la pirámide.

– ¡Atención! -le increpó el brujo dzul -. Ahora tienes que luchar.

Varios guerreros mexica corrían hacia ellos desde los dos lados de la escalera. Koos Ich podía distinguir ya con nitidez los tentáculos luminosos que se extendían por detrás de los atacantes. La macana que empuñaba efectuó un molinete y golpeó al primero.

Vio con toda claridad cómo el tentáculo se soltaba, a la vez que oía un chasquido seco mientras el alma de aquel hombre era arrastrada hacia el chu'lel. Al hacerlo, una parte de su energía quedó liberada y se unió como una chispa más al torbellino que los envolvía. Los guerreros mexica siguieron llegando y el itzá golpeó a un lado y a otro con una furia ciega, hasta que se vio rodeado de cadáveres. El sonido de los tentáculos del chu'lel al liberarse se convirtió por un momento en un crepitar continuo, como si alguien hubiera arrojado una mazorca de maíz seco a una hoguera.

De un salto, se plantó en la escalera por la que descendían los cuerpos de los sacrificados y empezó a trepar por su empinada pendiente. Kazikli lo siguió, unos escalones más atrás.

Los prisioneros miraban atónitos desde la otra grada, sorprendidos por la violenta irrupción de aquel guerrero itzá , que resoplaba mientras saltaba de un escalón al otro, con sus músculos tensados y la macana apretada entre sus manos. Los pies del gigante resbalaban sobre la sangre seca de varios días y la sangre fresca que corría ahora hacia abajo como una catarata incesante. Esquivó un cuerpo humano que descendía rebotando por las gradas y siguió subiendo, seguido de cerca por el dzul.

– ¡No! -gritó Ahuítzotl al ver que el Mujer Serpiente quedaba envuelto por las llamas.

Uno de los nahual se volvió hacia Piri e intentó partirlo en dos con su arma, pero el turco interpuso como escudo el brasero de cobre que aún tenía en sus manos. A la vez, el Mujer Serpiente, convertido en una antorcha viviente, alzó un brazo llameante hacia el muchacho. No lo tocó, pero el turco se vio lanzado por el aire como si hubiera sido golpeado por la maza de un gigante. Su cuerpo trazó un impresionante arco y chocó contra uno de los santuarios con techo de paja, reduciéndolo a astillas. Allí quedó inmóvil.

Todos los sacerdotes habían interrumpido los sacrificios y miraban atónitos. Uno de ellos en el instante justo en que su cuchillo de sílex estaba alzado sobre el pecho de su víctima. Talos se arrancó con las uñas la piel ardiente que había quedado pegada sobre su cuerpo. Su pelo estaba encendido, pero gritó:

[36] Tambor vertical usado por los sacerdotes.