VII.
Para sobrevivir me ocultaba más hondo que nunca antes en mi vida. Emboscaba lo mejor de mí o lo más irreductiblemente mío para dejarlo a salvo no ya de la presión del exterior, sino de los mecanismos de obediencia, de embrutecimiento y olvido que también eran yo y que ya estaban dentro de mi alma antes de que los revivieran la disciplina y la claustrofobia del ejército.
La falta de términos de comparación y la pura fuerza de la monotonía pueden acabar otorgando un aire cotidiano de normalidad a los mayores absurdos y a las monstruosidades más bizarras. La repetición exhaustiva y unánime, en un lugar cerrado, de una cadena de actos que se justifican por sí mismos en virtud de una lógica inflexible, pero sin ningún vínculo con las realidades del mundo exterior, sume a quienes los practican en un espejismo de intemporalidad, en un estupor gradual de la inteligencia, atrapada ella misma en los automatismos rituales a los que al cabo del día no escapa ningún gesto, incluso ningún sueño ni deseo.
El sueño único y compartido de los tres mil reclutas del Centro de Instrucción era marcharnos cuanto antes de allí: contábamos avariciosamente cada día y cada hora, tachábamos con obstinada desesperación cada tarde una fecha en el calendario, y sin embargo el tiempo en el que vivíamos era eterno de tan exactamente repetido, y esa discordancia entre la eternidad y la duplicación idéntica de los días y el ansia nuestra de que pasaran cuanto antes terminaba por sumergirnos del todo en una ausencia perpetua de certidumbres temporales, más grave aún porque apenas recibíamos noticias del exterior ni sabíamos la fecha exacta de la jura de bandera, que iba cambiando cada día según los rumores difundidos por Radio Macuto: un día susurraba algún enterado que el Consejo de Ministros iba a reducir la mili a un año, y el campamento a cuatro semanas, y ya teníamos que modificar todos nuestros cálculos y hasta las tachaduras de nuestros calendarios, y al día siguiente, en la lista de retreta, un instructor nos notificaba con sarcasmo que lo llevábamos claro, que el campamento duraría tres meses, y no mes y medio, como nos dijeron al principio, y entonces la duración montañosa e incierta del porvenir de nuevo nos abrumaba, y éramos incapaces de imaginar que la mili terminaría alguna vez, aunque estuviera a punto de terminarse para los veteranos, igual que un niño no puede imaginar que alguna vez será como sus padres. Nuestra idea del tiempo se nos había vuelto tan cerrada como la del espacio y, del mismo modo que el paisaje exterior se reducía a los páramos que rodeaban las alambradas, nuestra perspectiva del futuro estaba limitada a la espera de los seis días de permiso que iban a darnos después de la jura de bandera.
No había nada individual ni único, nada que fuera súbito aparte de los arrestos, nada que no ocurriera porque estaba previsto y que no debiera ajustarse a una normativa tan detallada que terminaba siendo alucinatoria: el punto justo de la gorra que debía rozar los dedos de la mano derecha en el primer tiempo del saludo, los pasos que debían separarlo a uno de un superior en el momento de cruzarse con él para ir levantando la mano hacia la sien, la longitud reglamentaria del pelo en el cogote, el instante en que debían apagarse las luces en los dormitorios.
En aprender a arrodillarnos durante la consagración de una misa de campaña
– la gran misa castrense que precedería a nuestra jura- tardamos varios días, porque había que llevar a cabo una serie de movimientos tan inextricable como la construcción de un mecano: adelantar el fusil, hincar una rodilla en tierra, quitarse al mismo tiempo, con la mano derecha, la gorra, llevársela al pecho, inclinar la cabeza, justo en el momento en que sonaran las notas más agudas del cornetín de órdenes, cuando el sacerdote levantara la hostia y la banda atacase la versión más solemne del himno nacional: como decía nuestro capitán, un soldado español sólo rinde sus armas delante del Santísimo Sacramento.
En aprender las gesticulaciones y las inmovilidades casi de ópera china de la posición de rindan se nos iba más tiempo que en las prácticas de tiro, y las repetimos tanto que hasta los más torpes de nosotros llegamos a alcanzar una perfección sonámbula. No había nada que no estuviera sometido al principio de la repetición, y lo que más agotadoramente se repetía era la misma presencia humana: en el campamento no estábamos solos nunca, ni siquiera en los retretes, que ya he dicho que carecían de puertas, y que nos infligían a todos el escarnio de vernos acuclillados sobre un agujero hediondo que rebosaba de orines y heces, sujetándonos los pantalones para que no se nos mancharan y al mismo tiempo abrazándonos las rodillas desnudas para no caernos hacia atrás, bajando la cabeza, queriendo no ver al menos a los que nos veían. La mirada se acostumbraba a la monotonía de los uniformes, de las cráneos mal rapados y de los edificios idénticos y numerados de ladrillo igual que se acostumbraba el oído al ritmo de las botas, y aquella repetición permanente en el espacio y en el tiempo, mezclada con la inseguridad sobre las normas y el miedo constante a que nos sobreviniera un arresto, debilitaba y muchas veces abolía del todo nuestra individualidad, volviéndonos así maleables y dóciles, uniformando nuestra conciencia en el mismo grado en que habían uniformado nuestro paso y nuestro vestuario. Era fácil sentirse como aquel personaje del cuento de Papini que asiste vestido de dominó a un baile de carnaval en el que todo el mundo lleva también disfraz de dominó, y empieza a buscarse en los grandes espejos del salón de baile y tiembla de terror al no saber cuál entre todas las máscaras iguales y vestidas de blanco y negro es él, y ya se queda perdida para siempre su alma. Yo he visto fotos que me tomaron entonces, que mandé a mi familia o a mi novia, y en ellas soy tan plenamente un recluta que apenas me reconozco ahora, no sólo por el uniforme y por los años pasados, sino por la actitud y la sonrisa, que son las de un recluta atemorizado, pero no atormentado y tampoco solitario, un recluta exactamente igual a los otros que aparecen en la fotografía, con la cabeza ladeada, con una tentativa de chulería en la posición de la gorra, con los pulgares en el cinturón de la guerrera, un desconocido y al mismo tiempo alguien perfectamente familiar, no por ser yo, sino por ser cualquiera, cualquiera de los reclutas de mi reemplazo y cualquiera de los parientes que mandaban fotos militares a casa cuando yo era niño.
Me escondía para protegerme, pero también me escondía para disimular mi diferencia, para no señalarme, como habrían dicho mis mayores, empujado por una voluntad no demasiado noble de confundirme con los otros. Algunas tardes me escondía en la biblioteca del campamento, que era una habitación con unas pocas estanterías y unos pupitres de escuela de posguerra, con tablero inclinado y orificio para el tintero, con incisiones y rayaduras labradas durante décadas de monotonía escolar en la madera oscura y bruñida por el largo roce de las manos.
A las seis, ya casi de noche, después de la bajada de bandera y de la oración a los Caídos, cesaban durante tres horas nuestras obligaciones, a no ser que sufriéramos un arresto o que nos hubieran nombrado para algún servicio, y nos quedábamos rendidos y tirados sobre las literas o nos íbamos a matar el tiempo delante del televisor en el Hogar del Soldado. A veces yo reunía la fuerza moral necesaria para sobreponerme a la pura estupefacción del agotamiento físico y me pasaba una o dos horas en la biblioteca, y a pesar de su penuria y del frío que empezaba a subir del suelo de cemento la presencia de aquellos pocos libros ya me restituía poco a poco a mí mismo, aunque estuviera tan cansado y tan embrutecido que no lograse enterarme de lo que leía.
Bastaba el olor, el roce civilizado del papel, la quietud de aquel lugar en el que no había casi nadie. En aquella biblioteca leí por primera vez El tercer hombre, tan absorto en sus páginas como cuando leía a Julio Verne de niño, tan fuera de todo que cuando concluía el último capítulo y sonó el toque de fajina me pareció que salía de un sueño, uno de esos sueños detallados y felices cuyas imágenes lo siguen alentando a uno como un rescoldo de plenitud y entereza a lo largo de las horas diurnas.
Leía unos minutos cada noche, antes de que se apagaran las luces o me venciera el sueño, y procuraba aprenderme de memoria sonetos de Borges, y repetírmelos luego en silencio durante la instrucción o las marchas, como un alimento secreto del que nadie me podía privar, pero también gritaba «¡Aire!» al romper filas y echaba a correr y daba codazos y patadas para dejar cuanto antes mi fusil en los anaqueles de las armas, o para comprarme un bocadillo en el Hogar del Soldado, durante los diez minutos de descanso que teníamos cada mañana después de las dos primeras horas de instrucción. Tal vez sin darme cuenta me administraba yo mismo la dosis justa de encanallamiento que me era precisa para sobrevivir: veía caer a otros que no eran mucho más débiles que yo, los veía derrumbarse de pronto y romper a llorar o cometer audacias insensatas, no dictadas por la temeridad, sino por la pura desesperación, por el salvaje desamparo al que nos sometían y en favor del cual la mayor parte de nosotros conspiraba, y yo me decía a mí mismo que no iba a ser como ellos, y procuraba despreciarlos y no mirarlos a los ojos, no fuera a ser que descubriesen que yo era uno de sus semejantes.
Emboscado en mí mismo, me asomaba a mis ojos o a los del simulacro de recluta obediente en el que me había convertido, igual que un golfo asoma la cara por la boca del cabezudo de cartón dentro del cual gesticula y se esconde durante un desfile de feria. Al menos lograba resistirme a las formas más abyectas de la estupidez, al orgullo ridículo que los instructores y los mandos querían inocularnos, y que muchos de mis compañeros abrazaban, para mi sorpresa, con el entusiasmo de una religión o de una militancia política: venga, nos animaban, a ver si somos mejores que nadie, a ver si en el desfile de la jura quedamos por encima de las demás compañías, de esos maricones de la treinta y tres, la barbilla más alta, el taconazo más fuerte, que esos brazos se levanten con rabia, y resultaba que aquella arenga era más eficaz que las patadas y que las amenazas de arresto, y a más de un recluta gandul se le encendía la honra y ya desfilaba con una gallardía retadora, y podía ocuparse él mismo de llamarle la atención a otro que no compartiera su entusiasmo, dándole a su recriminación un tono emulatorio como de equipo americano: «Venga, hombre, ponle ganas, joder», me murmuraba siempre por encima del hombro Valencia-9, un imbécil entusiasta que iba detrás de mí en la fila, «que esto tenemos que conseguirlo entre todos». Yo no sé qué era más fuerte, el asco o la vergüenza ajena, que ya arreciaba hasta un grado de sonrojo cuando los instructores, en el calor de la instrucción, lanzaban una letanía de preguntas retadoras que contestaban al unísono la mayor parte de las voces, imitando sin éxito la mezcla de fanatismo helado y furia mecánica que suele verse en las películas americanas de marines: