Nos unió enseguida la devoción por Borges y por Nabokov, así como una prudente incredulidad hacia los graves dogmas de las teorías literarias y psicoanalíticas de moda. Un día hablamos de nuestra experiencia militar, y de la propensión a la barbarie que parece latir en cualquier grupo grande y encerrado de varones, y Tibor me dijo:
– Las mujeres nos corrigen. Nos hace falta su presencia para ser mejores. Por eso son tan peligrosas todas las instituciones de hombres solos.
En 1956 desertó del ejército y se unió a las multitudes que derribaban las ciclópeas estatuas de Stalin en las plazas de Budapest. Fracasado el levantamiento, tuvo que huir de Hungría. Sus viajes de apátrida lo condujeron poco después a Madrid. Me contó que parecía una ciudad de antes de la guerra, en parte porque los coches escasos que circulaban por ella eran casi todos de los años veinte y treinta, con calles adoquinadas y arboladas, con tranvías azules, silenciosa o poblada de pasos y de voces humanas. Fue profesor en universidades de Italia, y a finales de los sesenta emigró a Estados Unidos. Podía ironizar sobre el país, pero nunca olvidaba su agradecimiento: «En ninguna parte más que aquí me permitieron dejar de ser un apátrida.»
Le pregunté cuánto había tardado en volver a Hungría: algo más de treinta años. Volvió a su pueblo natal y buscó la casa de su familia, en la que no había estado desde el final de la infancia. La encontró convertida en biblioteca pública. Me contó que no se acordaba de nada, que al entrar en el vestíbulo la emoción fue desmentida o malograda por el desconocimiento. Aquellas salas cubiertas de libros no provocaban ninguna resonancia en su alma. Pensó con tristeza, aunque sin demasiado dolor, que él no pertenecía a ese lugar, que ya era sólo lo que otros verían, un turista norteamericano. La bibliotecaria le dijo que si lo deseaba podía subir al piso de arriba. Tibor aceptó con cierta desgana, y al apoyar la mano derecha en el pasamanos de la escalera algo le ocurrió. Su mano reconoció instantáneamente lo que para su mirada y su memoria había sido inaccesible. Al tocar la superficie de la madera la mano fue como aludida y luego guiada por ella, y Tibor entonces sólo tuvo que dejarse conducir, escaleras arriba, como un ciego, y sus pasos fueron haciéndose más rápidos conforme el niño que había sido tanto tiempo atrás, cuando vivía en aquella casa, despertaba en él, y así subió hasta el último piso en un trance de desconsuelo y felicidad y sólo entonces su mano derecha se desprendió de la baranda para empujar la puerta de la habitación que había sido el dormitorio infantil.
Pero Tibor Wlassics y Martínez no es probable que se encuentren nunca, y yo, que no escribo una novela, no tengo que inventar un pretexto para vincularlos entre sí, una secuencia de causas y efectos que lleve de una conversación en un comedor de la universidad de Virginia a un encuentro casual en Madrid. Sólo me dejo llevar, dócil a los azares y a las solicitudes de la rememoración, como si me guiara esa mano sabia y lúcida que sube hacia aún no se sabe dónde, hacia ese instante último en el que Martínez y yo nos quedamos mirando sin saber ya qué decirnos, cada uno con el teléfono y la dirección del otro apuntados en un papel, guardados en un bolsillo del que se esfumaran como tantas cosas mínimas, los billetes de metro, los resguardos de cosas, los recibos del cajero automático.
Nos estrechamos las manos para despedirnos, ateridos los dos, simétricos en el tamaño de nuestros abrigos, en la sensación de sorpresa y misterio por aquel encuentro, que no había durado más de cinco minutos, y durante el cual no habíamos hablado en realidad de la mili, no habíamos sucumbido a ese entusiasmo monótono por las rememoraciones sentimentales y embusteras al que son tan proclives los antiguos compañeros de armas. Ni siquiera me preguntó Martínez por Pepe Rifón, aunque seguramente se acordaba de vernos siempre juntos. «Martínez», le decía Pepe con sorna, «tú no eres de ninguna parte, tú estás condenado a ser español».
Nos dijimos adiós y yo volví la esquina de Hortaleza, pero después de unos pasos me di la vuelta para verlo alejarse: había cambiado de acera, y caminaba Gran Vía abajo por una franja oscura de sombra, alumbrado fugazmente por la claridad frigorífica y verdosa de un cajero automático. A los demás tendemos por comodidad e insensata soberbia a atribuirles un papel de personajes episódicos en la película inventada a diario de nuestras vidas: más que a la suya, viéndolo de lejos me parecía que Martínez regresaba a la pura oscuridad del tiempo que se lo tragó catorce años atrás, y de la que había emergido durante unos minutos para cruzarse conmigo en una esquina de Madrid.
Mientras me acercaba a mi casa, mientras abría la puerta y dejaba el abrigo y la gorra en el perchero y me frotaba las manos agradeciendo el calor, todos esos gestos usuales cobraban un relieve singular de hechos únicos y al mismo tiempo se me volvían frágiles y casuales, como las firmes cosas que me rodeaban y la expectativa segura de la cena en casa: visto desde el tiempo al que me había regresado el encuentro con Martínez, todo lo que yo tenía y lo que yo era perdía la certeza de lo inevitable, pues estaba claro de pronto que todo aquello podía no haber sucedido, que en mi identidad de hacía catorce años no estaba obligatoriamente contenida como un mensaje genético la forma ahora exacta de mi porvenir.
Lo que era pudo no ser, o haber sido de otro modo, llevándome quién sabe a qué otras vidas o a otras ciudades: sentía, en el abrigo y la seguridad de mi casa, que mi destino, como el de cualquiera, estaba hecho de cosas tan improbables o ínfimas como mi descubrimiento de aquella sombra que bajaba por la Gran Vía de espaldas a mí. Un minuto antes o después y no nos habríamos visto, y yo no habría vuelto a revivir con inesperada intensidad las tardes invernales de San Sebastián y el otro invierno de soledad y de lluvia que había pasado en Virginia, y ahora mismo no estaría escribiendo estas palabras: no un minuto, un segundo, la fracción imperceptible de tiempo que separa lo que ocurre de lo que no ocurre, las muertes posibles de las que yo habré estado muy cerca a lo largo de estos años, el instante en que Pepe Rifón vio venir de frente a otro coche y pudo haberse salvado y no se salvó.
Hay una tiniebla de deslealtad y de vacío en el tiempo que uno tarda en enterarse de la muerte de alguien que le importa mucho. Mi abuela materna llevaba dos días enterrada cuando yo supe que había muerto, y esas cuarenta y ocho horas de vida atareada y normal que pasé en una ciudad extranjera se me volvieron una afrenta que yo había cometido contra ella, contra su amor por mí y la persistencia de su ternura en la lejanía.
En junio de 1982 llamé por teléfono a Pepe Rifón desde la oficina en la que trabajaba entonces para contarle que por fin se cumplían algunos de sus vaticinios. Yo había empezado a colaborar en un periódico recién aparecido, Diario de Granada, en las páginas culturales, como él siempre se temió, y vivía casi a diario y más bien en secreto el trance insuperable de ver como encarnadas en el papel impreso y multiplicadas a la hermosa luz pública de las hojas del periódico las palabras que yo mismo había escrito. Poco a poco iba siendo alguien, cobraba forma mi vida, tenía un trabajo, encontraba impreso mi nombre en las páginas de un diario.
Hacía algunos meses que Pepe y yo no charlábamos por teléfono. En su última carta, que me envió en enero o febrero, me hablaba con alivio, en el tono en que relataría la curación de una enfermedad, del final del amor al que había dedicado tantos años de sufrimiento estéril, y también de un par de aventuras sexuales gratas y fugaces que le dejaron el ánimo feliz y saludablemente en calma. En unos meses terminaría la carrera. Por lo pronto, ya se ganaba bien la vida dando clases particulares de matemáticas a hijos de familia.
Era la primera vez desde que nos licenciamos que pasábamos tanto tiempo sin saber uno del otro. Marqué su número de Madrid, y al principio la voz con acento gallego que contestó me pareció la suya. Creo que repetí alguna de nuestras bromas soldadescas, que le llamé conejo o recluta o pregunté si tenía al habla al Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, Batallón Legazpi XXIII, segunda compañía, etcétera. Escuché una voz desconcertada que ya no era la de Pepe Rifón, y que se quedó en silencio cuando pregunté por él. Era un paisano de su pueblo que estaba haciendo la mili en Madrid. Compartían el piso desde principios de año. Le dije mi nombre y enseguida supo quién era yo: Pepe le había hablado mucho de nuestra amistad y de nuestra mili. De nuevo se quedó en silencio. Luego dijo que le extrañaba que yo no me hubiera enterado: enterado de qué, dije yo, comprendiendo de golpe el tono de su voz cuando lo confundí con mi amigo, el modo en que se callaba. Pepe se había matado en un accidente de tráfico hacía dos meses, un viernes por la tarde, a la salida de Madrid, en la carretera de La Coruña. El coche, que él conducía, quedó aplastado bajo las ruedas de un camión. Los tres paisanos que viajaban con él camino de Galicia también habían muerto.
Doce años después, esa noche de enero en que vi a Martínez, en el extraño porvenir que Pepe Rifón no pudo conocer, el dolor de entonces revivió, y también el remordimiento de haberme enterado tan tarde, el ansia fracasada por recordar qué estaba haciendo yo en el momento justo en que moría mi amigo, qué pensó o sintió él en los segundos o fracciones de segundo que tardó en ser borrado por la muerte, entre un desastre de vidrios rotos y metales machacados.
La ventaja de la ficción es que no tolera finales tan innobles.