De un minuto a otro se nos disgregaba como arena la sólida eternidad militar, y todas las costumbres en las que se sostenía, que ya veíamos a la luz de la realidad exterior, se nos volvían insustanciales, irrisorias, absurdas, y nos desprendíamos de ellas con un sentimiento de ligereza física y de inestabilidad, casi de vértigo, como si la fuerza de la gravedad se atenuara bajo nuestros pasos, porque es posible que la fuerza de la gravedad sea más pesada en el ejército, de manera que ya no arrastrábamos militarmente los pies, y nos costaba no ir más a prisa que el tiempo, no actuar como si ya nos hubiéramos marchado del cuartel o no perteneciéramos a la jurisdicción militar, tan rápidamente se borraba y deshacía todo alrededor nuestro, con alegría nerviosa, con accesos de incertidumbre, como de haberse ido ya y sin embargo abrir los ojos y vestir todavía un uniforme: era preciso más que nunca no descuidar un saludo al cruzarse con ningún oficial, no mostrar ningún síntoma de entusiasmo ni desobediencia delante de los sargentos, actuar en la oficina exactamente igual que en los días normales, escribir a máquina o rellenar formularios con el mismo aire de ensimismamiento y mansedumbre, mirando hacia la ventana y el patio donde estaba lloviendo y había la misma luz rara, neblinosa y gris de los días en que llegamos por primera vez a San Sebastián, como si aún duraran, como si el paso del tiempo hubiera sido una ilusión urdida por nuestra necesidad desesperada de marcharnos.
Y había que hacer limpieza y revisar todos los papeles y los libros que uno había ido dejando en los cajones y en el armario de la oficina, guardar papeles y cartas o romperlos en trozos pequeños, o tirarlos sin más a la papelera, cartas y borradores y recortes de periódico convertidos de repente en testimonios de un pasado lejano, la mili, de la que sin embargo aún no nos habíamos ido, páginas fracasadas de relatos o libros que no llegaron a existir, que yo empecé, (sentado delante de la máquina, frente a la ventana y la lluvia, en algún sábado o domingo desierto, tan deshabitado, solitario y lluvioso como los que sólo volvería a conocer trece años más tarde, en Virginia), para abandonarlos enseguida, o para postergar el desánimo de su continuación, el maleficio sordo de lo no concluido.
Guardaba o tiraba cartas, revistas atrasadas, billetes de tren o de autobús, esas huellas menores de la vida diaria que se van segregando y se acumulan sin perderse alrededor de uno como los desperdicios en una madriguera. Pero yo prefería no quedarme con nada, o casi con nada, tiraba las cosas con una euforia de borrón y cuenta nueva y con un punto vago de melancolía que sólo ahora identifico plenamente, aunque no sé si lo recuerdo o sólo lo estoy transfiriendo de quien soy ahora a quien era entonces, porque es posible que entonces no me diera cuenta de lo irrevocable de las despedidas, igual las felices que las desgraciadas, de la secreta capitulación frente al tiempo que ocurre cada vez que uno se marcha de alguna parte, guarda o descarta libros, revistas y papeles, desaloja armarios, mira un segundo la habitación vacía a la que no volverá nunca.
Recogía mis libros, y al hacerlo recapitulaba episodios de aquel año de mi vida que me parecía haber pasado tan en balde, el cuaderno de anillas donde llevaba copiados a máquina los poemas de Borges que me aprendía de memoria en el campamento y me recitaba en secreto durante las horas de instrucción, mi Quijote de Austral, La gente de Smiley, El cine según Hitchcock, el Diario de un escritor burgués, un par de volúmenes de cuentos de Julio Cortázar, La línea de sombra, Dejemos hablar al viento, la novela de Onetti que yo veía todos los domingos en el escaparate de una papelería cerrada de Vitoria, y que por fin había obtenido en San Sebastián, no comprándola, sino robándola, como casi todos los demás libros de aquella arbitraria biblioteca.
También guardé un tomo de escritos de Alfonso R. Castelao y Sobre el problema de las nacionali dades, de Stalin, regalos adoctrinadores de mi amigo Pepe Rifón que nunca llegué a leer, como sin duda él ya sabía cuando me los entregaba:
– Toma, intelectual, léete esto, a ver si se te aclara un poco la cabeza y cuando vuelvas a Andalucía empiezas a hacer algo por tu tierra.
Pepe se iba a Madrid a terminar la carrera interrumpida por la mili, y en cuanto la terminara volvería a Galicia para dar clases de matemáticas en algún instituto, hacer la revolución y si le fuera posible no separarse nunca de una camarada de su partido marxista leninista galleguista de la que estaba más enamorado de lo que era capaz de admitir su ironía. Se había pasado la mili escribiéndole cartas que ella no siempre contestaba, manteniendo con ella conversaciones telefónicas que solían dejarlo en un estado inusual de caviloso y retraído desánimo: era uno de esos amores en los que uno de los dos amantes, el más apasionado, se convierte en rehén de las incertidumbres y las opacidades del otro, y las alimenta sin saberlo con la asiduidad de su ternura, que el otro fácilmente considera opresiva, retrayéndose en la misma medida en que se le solicita y se le ofrece el amor.
Pero Pepe Rifón era un optimista tan imperturbable en sus sentimientos como en su ideología, un creyente tranquilo en las condiciones objetivas, en la inevitabilidad histórica de la revolución a pesar de todas las apariencias que sugerían lo contrario, en el éxito de su amor, incluso en la perduración de nuestra amistad a través de la distancia: nos volveríamos a ver muy pronto, en Madrid o en Granada, nos escribiríamos para contarnos las peripecias de nuestro regreso a la vida civil, la vida futura y temible a la que yo volvía al cabo de unas horas sin ninguna tarea precisa a la que dedicarme, sin oficio ni beneficio, sin una revolución social ni una carrera inacabada por delante, armado tan sólo de un título universitario idéntico al que poseían varios cientos de miles de parados y de algunos propósitos vitales perfectamente ilusorios, no mucho más sólidos a mis veinticuatro años que las figuraciones irresponsables de la adolescencia. Con su optimismo marxista, con su creencia terca y absoluta en que acabarían por cumplirse las mejores posibilidades de las cosas, Pepe Rifón confiaba en mí mucho más que yo mismo:
– Ya verás, cualquier día abro el periódico y me entero de que acabas de publicar un libro.
Pero el último día hasta las conversaciones sonaban irreales, y las voces distorsionadas, como si ya no fueran nuestras voces de siempre, o las escucháramos o recordáramos mucho después: también las entonaciones y las palabras militares que usábamos iban a quedarse en el cuartel igual que se quedaban nuestros uniformes, nuestras experiencias inútiles de más de un año, la camaradería y la brutalidad y el pavor, el desamparo, el descubrimiento de la crueldad dentro de uno mismo, el miedo y la excitación de las armas de fuego. Todo quedaba en nada, ni en ceniza, creíamos, en tiempo sin huellas, en el paso de las últimas horas, los colegas borrachos y saltando como simios sobre las mesas del Hogar del Soldado, el último toque y la última formación de fajina, a las dos de la tarde, nuestras caras barbudas, alucinadas y ausentes sobre los últimos platos de potaje cuartelario, y ya sólo nos faltaban cuatro horas, menos de tres y media cuando saliéramos del comedor, una hora escasa cuando terminara el Carrusel, el homenaje a los Caídos de todos los viernes, la ofrenda de un ramo de laurel delante del monolito mientras la banda interpretaba el toque de oración con un redoble sobrecogedor de tambores y todas las banderas de las compañías se inclinaban rindiéndose al heroísmo de los muertos.
Esa iba a ser la última obligación de los bisabuelos de la segunda compañía, el desfile de homenaje a los Caídos, así que después de comer se vistieron de paseo como todos los viernes, se limpiaron las botas y los correajes, engrasaron por última vez los cañones de los cetmes, les ajustaron los cargadores con golpes secos y certeros, y mientras se vestían insultaban a los novatos pusilánimes y les gastaban las bromas consabidas, forzándolas hasta un grado de exasperación, conejos, vais a morir, si a mí me quedara la mitad de la mili que a vosotros me ponía la bocacha del chopo en la barbilla y me volaba la cabeza, os queda más mili que al monolito, que al palo de la bandera, que al Urumea, que al Chusqui…
Pero a algunos, los escaqueados, los que no teníamos que desfilar, el capitán nos autorizó a vestirnos de paisano, a entregar, como solía decirse, con una expresión que a mí me recordaba lo que decían los curas cuando yo iba a hacer la comunión, acercarse, con una simplicidad teológica. Acercarse era acercarse a comulgar, y entregar era guardar toda la ropa y los correajes en el petate y entregarlo todo en la furrielería, volcar las botas y las guerreras y los pantalones en una montaña jubilosa y hedionda de despojos militares y volver de allí transfigurado, ligero, con las manos en los bolsillos, con soltura y gallardía civil.
A las cuatro de la tarde, cuando todas las compañías empezaban a formar en el patio, Juan Rojo ya estaba vestido de paisano, con sus gafas de sol, su chaqueta de cuero, su camisa abierta, sus zapatos de tacón grueso y su esclava de macarra de Linares y narcotraficante latino, y Pepe Rifón y yo, aún recogiendo nuestros últimos papeles en la oficina, habíamos recuperado nuestra apariencia de universitarios rojos, nuestros jerséis de lana recia, nuestros pantalones de pana, los cuellos de las camisas bien visibles bajo las barbas idénticas: aún estábamos juntos los tres, pero se notaba que ya empezábamos a distinguirnos regresando cada uno al mundo y al vestuario a los que pertenecía, y que el simulacro de solidaridad delictiva y revolucionaria urdido por Pepe Rifón se desharía en cuanto nos marcháramos.
Juan Rojo se echó en el sillón de la oficina donde solía aposentarse el brigada Peláez, puso los pies en la mesa, lo miró todo con una expresión de desdén, como si hubiera entrado a robar en una casa en la que no encontraba nada de valor: con un sobresalto de pánico observé que empezaba a separar un trozo de un barra olorosa y oscura de hachís y que se disponía tranquilamente a liar un porro.
– Venga, oficinista, no seas muermo, no pongas esa cara, que un día es un día.
Juan Rojo hacía unos canutos rápidos y perfectos, como si los esculpiera, lisos y cónicos, muy delgados en la parte del filtro y gruesos al final, culminados en un lazo mínimo de papel que él prendía siempre con ceremonia, como inaugurando algo, una llama brevísima que al extinguirse daba paso a la lenta combustión de las hebras rubias de tabaco y los grumos de hachís. Pepe abrió la ventana, le dio una calada al porro y me lo pasó, y yo, aunque me había prometido que no fumaría, aspiré hondamente también, y entre los nervios que tenía y la extrema pureza del hachís me entraron enseguida palpitaciones y empecé a notar un principio de presión en el pecho, de miedo, de falta de aire, aunque la ventana estaba abierta, un presentimiento de desastre, confirmado por la irrupción veloz en la oficina de un suboficial de otra compañía, un sargento que asomó la cabeza, buscó a alguien y desapareció enseguida, provocándoles a Pepe Rifón y a Juan Rojo, tras un segundo de silencio, un ataque de risa, de aquella risa floja que daba el hachís y que al parecer era uno de sus mayores atractivos, y acentuándome a mí el miedo y el vaticinio de desastre hasta un punto en que noté que palidecía y que se me iban enfriando las manos.