No recuerdo haber tenido entonces un sentimiento de rebeldía: sentí tan sólo vergüenza, una vergüenza de mí mismo en gran parte, de mi inhabilidad física, de la rigidez cobarde de mi cuerpo, que me hacía desfilar, como me gritaba Ayerbe, a piñón fijo, como si mis brazos y mis piernas se movieran sin coordinación y sin ritmo. Sentía más o menos la misma humillación que cuando en los primeros cursos del bachillerato me suspendían la gimnasia: el abuso al que estaba siendo sometido en público, delante de otros reclutas y de los instructores, era una prueba bochornosa de mi incompetencia, no de la crueldad de las normas a las que obedecíamos.
Perdiendo el paso me distinguía y me separaba de la mayor parte de los otros, los que sabían desfilar sin equivocarse nunca, pero no por eso me sentía más cerca de los que eran más o menos como yo, los otros segregados, los más torpes aún: el pobre y gigantesco Guipúzcoa-22, con sus andares de criatura de Frankenstein y sus mangas tan cortas que le dejaban siempre descubiertas las muñecas y una parte de los antebrazos, el gordo Cáceres, el de los pies planos, que tenía en las caderas y en el culo una amplitud de adiposidades femeninas, aquel recluta alucinado y alunado de Madrid que nunca supo formar ni saludar como era debido, y que tenía una piel tan pálida que se le traslucían las venas de las sienes. Lo último que yo quería era ser como ellos o unirme a ellos para defender en común nuestras dignidades humilladas: lo que yo quería era ser exactamente igual que los otros, unirme a su normalidad y confundirme y fortalecerme en ella, y en mi vileza prefería una improbable sonrisa o una palabra de compañerismo zafio por parte de los que mandaban que una señal de reconocimiento en la cara bondadosa y equina de Guipúzcoa-22: como casi todas las víctimas, lo que yo quería no era acabar con los verdugos, sino merecer su benevolencia, y cuando por fin logré aprender a marcar el paso sin equivocarme y a sincronizar el movimiento de los brazos y me vi libre de la amenaza del pelotón de los torpes empecé a mirar con cierto desdén a los que no habían tenido la misma habilidad o la misma suerte que yo.
Un poco antes de la jura de bandera empecé a pensar que en realidad Ayerbe no era un mal tipo. En los corros de la cantina, que se llamaba el Hogar del Soldado, le reí ostensiblemente alguna de sus gracias sórdidas de veterano, de bisabuelo sentencioso, sin que él pareciera considerarme mucho más con su mirada oblicua que cuando me ponía zancadillas en los ejercicios de instrucción, y fui de los que se acercaron a él para despedirlo el día en que le comunicaron la fecha exacta e inmediata de su licenciamiento. Una parte sumergida y proscrita de mí se rebelaba con asco contra tanta obediencia, pero lo cierto es que el rencor originado por la persecución a la que Ayerbe me había sometido acabó siendo menos intenso que mi gratitud por que hubiera dejado de acosarme.