VI.
Siempre deprisa, más rápido, desde antes del amanecer, desde que el primer toque de diana inauguraba el día, con sus notas veloces y su letra oficiosa que algunos coreaban mientras nos poníamos los pantalones, la guerrera y la gorra y nos enfundábamos las botas, las botas grandes, negras y pesadas, con su ruido de hebillas que ya se nos había vuelto habitual, y que se parecía un poco al de los fusiles cuando se llevan al hombro y rozan rítmicamente la tela y los correajes del uniforme durante el desfile: quinto, levanta, tira de la manta, cantaban algunos, mientras la corneta acuciante llamaba a formación en todos los altavoces de todas las compañías del campamento, en la noche invernal de las parameras de Álava. Los que éramos más perezosos o más torpes practicábamos la astucia menor de dormir casi vestidos, y de guardar la gorra debajo de la almohada, aun a riesgo de que nos la quitaran mientras dormíamos, así que cuando el toque de diana, los gritos del imaginaria y del cabo de cuartel y las crudas luces del barracón nos despertaban no teníamos que perder unos segundos valiosos abriendo y cerrando el candado de la taquilla o buscando en el suelo los calcetines.
Más rápido, conejos, gritaban el cabo cuartel y los instructores, dando puñetazos en la chapa resonante de las taquillas, a los diez últimos les meto un retén, por mis muertos, decía Ayerbe, tal vez no el más canalla, pero sí el más arbitrario y bocazas de todos, el que andaba más lento y con las piernas más separadas, el que llevaba la visera de la gorra más caída sobre los ojos, de modo que siempre miraba como vigilando de través: corred, me cago en vuestros muertos, que os desolléis el culo con los talones, me cago en Dios, que estáis empanaos.
Siempre deprisa, arrojados de golpe en el despertar, saltando sin respiro de una tarea a otra, de la instrucción a la gimnasia, de la bronca hambrienta en el comedor a las clases que llamaban teóricas, en las que un teniente viejo y algo temblón de voz o el mismo capitán de la compañía nos explicaban los misterios más impenetrables de la vida y de la ciencia militar, los pormenores puntillosos de las graduaciones y los ascensos y la geometría de las trayectorias balísticas, saberes que dada su oscuridad y nuestro grado brutal de cansancio nos producían a casi todos una somnolencia invencible.
De pie ante una pizarra en la que había trazado líneas elípticas o completado la pirámide de la jerarquía militar, el capitán preguntaba, aún de espaldas a nosotros, si alguien tenía alguna duda y nos animaba a intervenir, porque era, a diferencia del teniente, un capitán joven, animoso y gimnástico que gastaba una cerrada barba negra y afectaba una cierta naturalidad democrática, pero de nuestro silencio ovino no surgía ninguna pregunta, sino un ronquido profundo, sereno, solemne en su desahogo y su tranquilidad, y al oírlo el capitán se volvía con los brazos cruzados sobre el pecho musculoso y extendía el dedo índice para fulminar al dormilón.
El dormilón solía ser un ejemplar de la raza vasca que habría conmovido hasta el éxtasis a Sabino Arana, un recluta alto como un álamo, de nariz ganchuda, mejillas rosadas, boca pequeña y prominente mandíbula que se llamaba Guipúzcoa-22 y hablaba un castellano lento y dubitativo de baserritarra. En las manos de Guipúzcoa-22, que tenían una dureza y una anchura de manos acostumbradas a las herramientas campesinas, el fusil de asalto cetme, el chopo, que pesaba cuatro kilos y medio, se convertía en una miniatura de fusil tan liviana como una escopeta de corcho. Su fortaleza y su estatura le habrían garantizado un destino envidiable de cabo gastador, esos que van a la cabeza del desfile con polainas y muñequeras blancas, cordones rojos en la pechera del uniforme y palas y martillos de metal brillante a la espalda, pero la lentitud de sus movimientos y su propensión a no enterarse de nada y a quedarse roncando en las clases teóricas le depararon más de un arresto y fueron ocasión frecuente de escarnio.
Uno de los capítulos de nuestro aprendizaje militar era el de los nombres, apellidos, tratamientos y cargos de todos nuestros superiores en la cadena de mando, desde el sargento de semana hasta el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, que era el Rey, si bien no solían encontrarse retratos suyos en los despachos, a no ser en compañía de los del difunto caudillo, que ocupaban lugar de preeminencia, como si aquel espectro en blanco y negro de las fotografías no llevara muerto casi cuatro años. Cada día, en la clase teórica de después de comer, que era la más propicia a la modorra, el teniente nos hacía repasar y luego nos tomaba aquellas lecciones, empleando en la tarea una paciencia monótona más propia de un sacristán o de un párroco. Igual que en las catequesis de mi infancia, los reclutas repetíamos a coro las enseñanzas que nos impartía el teniente, y nos arriesgábamos a un castigo pueril o a una reprimenda si no cantábamos lo bastante alto los nombres y los títulos del escalafón o no sabíamos responder a alguna pregunta tan simple como las del catecismo escolar. Igual que en las escuelas antiguas de palmetazo y coscorrón, los reclutas más torpes hundían la nuca entre los hombros y bajaban la cabeza por miedo a ser interrogados, se copiaban listas de nombres en las palmas de las manos o se guardaban chuletas en las bocamangas, oscilaban de un pie a otro, se rascaban la cabeza y se mordían los labios cuando no lograban acordarse del nombre del capitán, de cuántas puntas tienen las estrellas de un coronel o del tratamiento que debe darse a un general, que es el de vuecencia.
En las teóricas, Guipúzcoa-22 se quedaba inmediatamente dormido, con la poderosa barbilla euskalduna hundida en la pelambre negra del pecho, dormido grandiosamente como un tronco, volcado como un árbol contra el respaldo de la silla que crujía bajo el peso de su envergadura. A Guipúzcoa-22 lo despertaban a codazos, lo castigaba el teniente a quedarse de pie en un rincón, riñéndole con una blanda energía de catequista viejo, y luego le preguntaba el nombre del coronel del regimiento: Guipúzcoa-22 bajaba la cabeza, la boca se le sumía aún más por encima de la mandíbula en ángulo recto, la abría, parecía que empezaba a articular una palabra difícil, se quedaba callado, el rosa vasco y suave de sus mejillas se volvía rojo cuando el teniente comenzaba a reñirle y a llamarle ignorante y acémila y los demás reclutas se reían a carcajadas de él, sin que faltara nunca alguno que levantara la mano y se ofreciera ávidamente, con nerviosismo de niño repelente y empollón, a decir la respuesta inaccesible para la desmemoria de Guipúzcoa-22:
– El coronel del regimiento es el ilustrísimo señor don Julián Díaz López, con tratamiento de usía, mi teniente.
A Guipúzcoa-22 el teniente decidió preguntarle cada día el nombre del coronel, y le hizo copiarlo con letras grandes en una hoja de papel delante de todos nosotros y mirarlo fijamente y le ordenó que se lo guardara en el bolsillo y lo llevara siempre con él, y cada día, al comenzar la clase, antes de que Guipúzcoa-22 se quedara dormido, el teniente lo miraba en silencio, desmedrado y viejo por comparación con su estatura, sonreía, lo iba viendo ponerse nervioso, morderse los labios, enrojecer poco a poco, a medida que crecía el rumor de burla en torno a él, y sólo entonces formulaba la pregunta.
– A ver, Guipúzcoa-22.
– ¡A la orden, mi teniente! -Guipúzcoa-22 se levantaba lento y rudo, con un breve temblor en la osamenta irreprochable de su mandíbula, doblemente aprisionado en la rigidez de su ademán y en las proporciones mezquinas de un uniforme de faena del todo insuficiente para su tamaño de gudari.
– ¿Cómo se llama el coronel del regimiento? Venga, piénsalo, no te pongas nervioso, si te lo sabes.
Guipúzcoa-22 estaba a punto de decir algo, cerraba los ojos y apretaba los dientes en una tentativa dolorosa de concentración, se retorcía las manos descomunales y peludas, parecía que esta vez sí iba a contestar, al menos el nombre, aunque no se acordara de los apellidos, pero abría la boca, articulaba algo y era una sola sílaba, «don…», y en la garganta se le quedaba detenida una consonante áspera que no llegaba a pronunciar, ahogada por la humillación y la vergüenza. De Guipúzcoa-22 se reía todo el mundo, y los pocos que no nos reíamos abiertamente tampoco teníamos el valor preciso para defenderlo, ni siquiera para mostrar un gesto de desagrado ante la cruel burla colectiva en que se convertía la clase.
Nadie estaba en ningún momento a salvo de un castigo, pues no podíamos conocer y cumplir sin equivocación el número infinito de normas que nos envolvían: más dañino aún era que nadie estaba tampoco a salvo de la vergüenza y del ridículo, así que algunos de los que se reían de Guipúzcoa-22 lo hacían empujados por un impulso de desquite, porque en otras ocasiones ellos habrían sido o serían las víctimas elegidas de otra humillación.
Nos decían, nosotros mismos nos lo acabábamos diciendo, que debíamos ser crueles para sobrevivir, pero muchas veces la supervivencia era una disculpa o una coartada para la crueldad, que se ejercía universal y sistemáticamente de arriba abajo, con una transparente equidad de principio físico, de teorema matemático. Nosotros, los reclutas, los conejos, los bichos, ocupábamos el último escalón en aquella jerarquía tan abrumadora como la de los círculos del cielo y del infierno en las teologías medievales, éramos los apestados y los parias, los intocables, el sumidero y el pozo ciego de todas las crueldades que descendían de grado en grado desde el pináculo hasta la base del edificio militar, pero quienes con más saña nos trataban no eran los oficiales, sino los cabos y los instructores que a lo mejor sólo llevaban tres meses más que nosotros en el ejército.
Dentro de nosotros mismos, en nuestra densidad de chusma y de carne de cañón, había también un hervidero constante de jerarquías y maldades, un amontonarnos y adelantarnos y pisarnos y darnos codazos y patadas que acababa resultando una sórdida repetición, a escala de nuestra miseria, en nuestro sótano de postergados, del edificio entero que nos gravitaba encima, y cuyas categorías y denominaciones tanto trabajo le costaba aprenderse a Guipúzcoa-22: no había piedad para el que se caía o tropezaba, para el que perdía el paso, para el que estaba tan gordo que no alcanzaba a subir la cuerda o a saltar el potro, para el extravagante, el afeminado o el lunático. Quien sufría un robo era culpable del empanamiento y la debilidad de haber permitido que le robaran. Quien no podía evitar un temblor de miedo en el pulso antes de lanzar una granada de mano era culpable de su cobardía. Los últimos de todos los parias, los definitivamente empanados, los que lo tenían más espantosamente claro, reunían todas las torpezas y todos los golpes de infortunio, los atraían con el imán maldito del empanamiento, y acababan castigados cada pocos días a hacer un retén o a catorce o quince horas seguidas de suplicio en medio del vapor y de la mugre inmunda de las cocinas, y cuando los demás reclutas, a partir de las seis de la tarde, disponíamos de unas horas de descanso, ellos desfilaban machaconamente en la oscuridad, perdiendo el paso, chocando los unos con los otros al no saber dar la media vuelta, exhaustos, embotados y ridículos, con las gorras torcidas y los andares de pato, reducidos al oprobio final del pelotón de los torpes.