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– ¿Quién desfila mejor que ninguna?

– ¡La treinta y una!

– ¿Quién marca el paso al revés?

– ¡La treinta y tres!

Pero no era nada fácil resistir el embate obstinado de la tontería, no tanto porque fuera invencible en sí mismo o porque no se interrumpiera nunca, sino porque acababa encontrando dentro de mí y de cualquiera una respuesta, por débil y avergonzada que fuese, porque despertaba un instinto que yo no sé si estará en nuestros genes de primates o nos fue impreso en la infancia franquista como la marca indeleble de una ganadería: había un momento en el que yo también braceaba enérgicamente y me complacía en la unanimidad sin tacha de un rindan o un presenten, con su estrépito de botas y de culatas golpeadas. Es posible que una vez alcanzado un grado máximo de saturación en la unanimidad interminablemente reiterada de los gestos ningún miembro de una multitud pueda sustraerse a la identificación plena con ella, ni siquiera aunque busque refugio en el secreto y en la misantropía: al secreto no le basta la intimidad de la conciencia para salvaguardarse, necesita, aunque no lo parezca, asideros materiales, signos visibles de que la individualidad a la que pertenecía se mantiene intacta.

Pero casi toda nuestra vida individual, al poco tiempo de estar allí, al tercer o cuarto día, era un territorio devastado, el residuo último de un proceso de despojamiento que había comenzado con la pérdida de nuestra fisonomía, de nuestros nombres y de nuestras ropas civiles y terminaba en la ignominia máxima de la proscripción del pudor, cuando nos empujaban hacinados y desnudos por los pasillos con azulejos de las duchas, entre nubes hediondas de vapor y chorros de agua hirviente o helada que brotaban de las paredes y del techo, en una penumbra insana y húmeda como de sótano de hospital.

Las duchas estaban en un barracón separado de las compañías, y teníamos que salir corriendo hacia ellas con un mínimo de ropa, pues cuanta más lleváramos más peligro habría de que nos robaran. Salíamos en calzoncillos y camiseta al frío crudo de noviembre, con el jabón y la toalla en la mano, con los pies metidos en las botas de deporte, que eran unas botas de lona de un color verde castrense y con unas suelas de goma que despedían enseguida un olor fétido, agravado por el hecho de que nos lavábamos mucho menos de lo que hubiéramos debido.

Cruzábamos corriendo hacia el barracón de las duchas, azuzados a gritos por los instructores, y entrábamos a un vestíbulo encharcado y con azulejos antiguos, de un verde sanitario de los años cincuenta, con un aire de obvia decrepitud y dudosa higiene como el que solían tener las casas de baños públicos. Allí nos desnudábamos del todo, dejando la ropa interior donde podíamos, colgada de alguna percha, sin había suerte, o doblada encima de las botas, con gran peligro de que alguien le diera por casualidad o a propósito una patada y se nos empapara del agua sucia del suelo. La primera vez los reclutas no supimos qué había que hacer a continuación, porque no veíamos cabinas para duchas, sino un túnel ancho y oscuro delante de nosotros. Eran los veteranos o los instructores quienes nos empujaban sin miramiento hacia el túnel, algunas veces lanzándonos chorros de agua a presión con mangueras de riego, que nos quemaban la piel o nos dejaban morados de frío, y que en cualquier caso nos obligaban a internarnos en aquel pasadizo, medrosos y agrupados en la penumbra, en medio del vapor espeso, convertidos en un amontonamiento de carne pálida y rosada, de cuerpos blandos y violáceos que chocaban entre sí, con una desagradable superficie húmeda y lisa, como de vientre de batracio, algunos chillando con agudos tonos femeninos, por desahogo o por broma, algunos aprovechando para poner zancadillas o para conjurarse en contra de un empanao, de un gordo patético y temblón, de un sospechoso de afeminamiento.

No podíamos quedarnos quietos ni permanecer separados los unos de los otros, teníamos que correr bajo los chorros del agua que caían sobre nuestras cabezas o que brotaban diagonalmente de las paredes, corríamos resbalando sobre el suelo cubierto de una nauseabunda película de suciedad y de jabón, y mientras corríamos por el túnel que se quebraba en ángulos rectos teníamos que enjabonarnos y aclararnos, pues muy pronto se llegaba al final y si uno no había sido lo bastante rápido se encontraba embadurnado de jabón y con el pelo lleno de espuma y no tenía la posibilidad de volver, pues el río de cuerpos desnudos seguía viniendo y empujando y no permitía avanzar en sentido contrario. Aunque esto hubiera sido posible no habría quedado tiempo, ya estaban los instructores apurándonos, venga, conejos, deprisa, que no tenemos todo el día, maricones, que estáis aprovechando para poneros rabos: había que buscar la toalla, la ropa interior y las botas, porque éramos tantos y había tanto desorden y el aire estaba tan denso de vapor que era difícil ver algo con claridad en medio de aquella niebla de carne pálida y mojada, y más difícil todavía que no le hubieran quitado a uno algo, por necesidad o por gracia, porque había veteranos y también reclutas que estaban tramando siempre esa clase de bromas.

En mi calidad de empanado incorregible yo salí del túnel de las duchas con los ojos cegados por el jabón, tropezando desagradablemente con los cuerpos desnudos y reblandecidos por el calor que me rodeaban, y cuando al fin pude ver algo, rabiando de escozor, y cuando además encontré el sitio donde había dejado mis botas, mi gorra, mi ropa interior y mi toalla, descubrí con pavor que me habían robado la toalla

y la gorra: de modo que no sólo no podía secarme y tenía que salir mojado al viento ártico de la explanada, sino que además iba a sufrir un arresto cuando me presentara en la formación con la cabeza descubierta, que era una de las mayores faltas que podían cometerse, uno de los mayores desastres que podían sobrevenirle a uno: ir sin gorra era como ir decapitado de antemano al patíbulo de los castigos y de las carcajadas soldadescas.

Miré a mi alrededor con la tonta esperanza de descubrir al ladrón, pero podía ser cualquiera, más iguales todos nosotros aún por el amontonamiento y la desnudez, y el frío creciente me laceraba menos que la infalible proximidad del castigo y del ridículo. Nadie parecía darse cuenta de mi desgracia, pero al mismo tiempo yo tenía un sentimiento de vejación colectiva, como si todo el mundo supiera ya lo que había ocurrido y se burlara de mí a mis espaldas. Un instructor batió palmas, en alguna parte sonó una sirena o una corneta: había que salir corriendo de las duchas porque llegaba el turno de otra compañía, y todo el mundo, salvo yo, estaba ya envuelto en sus toallas, se había puesto botas y gorras y se agolpaba ruidosamente para salir del barracón, peleando con rutinario fervor por no quedarse los últimos.

Era como esos sueños en los que uno está desnudo y vulnerable en una habitación llena de gente o en medio de la calle, pero a diferencia de los sueños lo que a mí me ocurría en ese instante era verdad. Me dieron ganas ya de rendirme, de no soportar más vergüenza, más miedo, más humillación, desnudo y tiritando de frío y con espuma en los ojos, destinado a un arresto inmediato y a ser víctima segura de las risas de mis superiores y de mis compañeros de armas. Entonces vi, colgadas de una percha, una gorra y una toalla cerca de las cuales no había nadie, y en menos de un segundo yo me había convertido también en un ladrón, y además en un ladrón afortunado, porque nadie me vio coger lo que no era mío y la gorra me venía perfectamente bien, cosa del todo extraordinaria, dado que según los veteranos que me habían medido la cabeza en el almacén del vestuario la mía era una de las más rotundas en la remesa de tres mil que llegaron al campamento conmigo.

Después me di cuenta de que el dueño desdichado de aquella gorra, aparte de en el diámetro del cráneo, se me parecía también en el empanamiento, pues además de incauto no había tenido la precaución de escribir en el forro su nombre, su matrícula y su compañía. Salí corriendo con la gorra y la toalla del otro en ese estado de euforia nerviosa que suele sentirse al escapar de un peligro cierto e inmediato. Era como si el robo me hubiera dado de pronto un coraje del que hasta entonces había carecido, y yo creo que me mezclé a la carrera y al tumulto de los otros con unas ganas de sumarme a ellos que no había conocido hasta entonces, en parte por un instinto de esconderme entre los demás para que no se me atribuyera el robo, en parte también porque mi acto de vileza me daba la oportunidad de ser como los más peligrosos o los más desalmados entre ellos y de alejarme así del número de los tontos, de los que sufren robos, novatadas y arrestos, es decir, de las víctimas.

Volvía luego a mí mismo, me reconstruía, era absuelto no por la valentía, sino por la pureza intolerable del dolor, por un grado de inhabilidad y de espanto que me prohibía a mi pesar cualquier clase de apaciguamiento. No aprendía a hacer nada, no lograba aprenderme los mecanismos y piezas infinitas del fusil de asalto y de la granada de mano, y menos aún desarmarlos y armarlos con la suficiente rapidez, todo lo cual a algunos de mis colegas no dejaba de intrigarles, dado que yo tenía una carrera, si bien era evidente que los estudios universitarios no mejoraban la inteligencia: un paisano mío de la provincia de Jaén con el que había compartido yo la espera de la primera noche en la estación de Espeluy me preguntaba siempre que por qué yo, teniendo estudios, estaba de recluta pelón en vez de haberme hecho alférez de las milicias universitarias. Me lo preguntaba con esa mezcla de reverencia, lejanía y recelo con que todavía entonces miraba la gente de los pueblos a quienes tenían carrera, que para ellos solía ser la carrera de médico, la de abogado o la de maestro. Yo le contestaba con algún embuste, dado que jamás habría accedido a contar la verdad, que no me había presentado a los exámenes para las milicias por miedo a que me eliminaran de forma humillante en las pruebas de gimnasia.

Qué clase de alférez o de sargento habría sido yo, si me escondía donde fuera con tal de no saltar el potro, si ni siquiera era capaz de guiñar el ojo para hacer puntería con el fusil en los ejercicios de tiro ni de lanzar una piedra a la distancia suficiente en los preparativos para el manejo de las granadas de mano. Me tendía cuerpo a tierra, alineado junto a los otros, en la extensión pedregosa del campo de tiro, frente a los soportes blancos de las dianas, apoyaba la culata en el hombro, según me habían explicado, quitaba el seguro, guiñaba el ojo procurando que el punto de mira coincidiese con la pequeña guía metálica sobre la boca del fusil, y que a través del círculo del primero se viese la diana, pero yo no veía nada, en parte porque de pequeño no había aprendido a guiñar bien los ojos, igual que no había aprendido a lanzar piedras ni a darme volteretas, en parte también porque estaba muy nervioso, porque el artefacto pesado y rudo que tenía entre las manos me sobrecogía con su evidente condición de máquina de matar, de la que era fácil olvidarse durante los ejercicios de instrucción, pero no ahora, cuando habíamos contado las balas largas y puntiagudas antes de guardarlas en el cargador y habíamos encajado éste en el fusil, antes de tirarnos cuerpo a tierra y de esperar la orden de fuego, intentando distinguir a lo lejos los círculos concéntricos de las dianas.