Encabalgado en una silla, apoyándome en el respaldar como en el alféizar de una ventana, yo miraba el relumbre blanco del sol en las alas de los aviones silenciosos que ya se perdían al otro lado de los cerros, de espaldas a los otros, que aún seguían sentados alrededor de la mesa con un aire ensimismado o rígido de ceremonia desmentido por la luz y el viento que removía los manteles levantándolos a veces como velas de barcos. Pensé que mi padre tal vez había levantado la cabeza de la tierra en ese mismo instante para mirar el paso de los aviones, olvidándolos en seguida, como si fueran pájaros en retirada tras el primer frío de octubre y no emisarios de la guerra. El viento subía desde el barranco del Guadalquivir empapado de olor a cieno y tierra húmeda y se llevaba las voces y el sonido de la música en el gramáfono, un fox trot, un tango, una trompeta luego, entrecortada y alejándose lenta como el ritmo de un tren, con la lentitud de todas las cosas que uno va a perder para siempre. En el suelo, al alcance de mi mano, de tal modo que yo sólo tenía que inclinarme un poco para recogerla, estaba mi copa de vino blanco, delicado y lento como la música y el leve perfume de algas podridas que venía desde los remansos del río, alumbrando las cosas de una tibieza semejante a la de los hilos de luz que cruzaban el emparrado junto a la puerta del cortijo y flotaban sobre el polvo o el polen, en torno a la cruda mancha negra del automóvil, sobre la música recobrada y dispersa y el rumor de las voces que se confundían a mi espalda con el choque de las cucharillas contra la porcelana de las tazas de café y el delgado cristal de las copas que un golpe de viento volcó sobre los manteles. Vino Mariana, antes de verla supe que venía porque reconocí su paso y el modo en que su presencia estremecía el aire, para traerme un café y un cigarrillo encendido, y se quedó a mi lado, en cuclillas, de cara a la ciudad y a la brisa del río que le levantaba el pelo sobre la frente, como si viniera a una cita que sólo para nosotros dos no era invisible. Al darme la taza puso una mano en mi hombro y el pelo le tapó un lado de la cara. Exactamente así la dibujó Orlando: no un rostro, sino la forma pura de un deseo, y cuando esa noche, ya regresados a la casa, me entregó el dibujo, estaba ofreciéndome el signo de una tentación demasiado indudable para mi cobardía.

«Mariana está sola, en la biblioteca», dijo: «Está sentada, fumando, como tú, mirando el humo mientras oye la música, esperándote. Hasta Manuel sabe que si no se ha acostado todavía es porque quiere encontrarse contigo. Todo el mundo parece saberlo aquí, menos tú. Os he estado viendo desde que bajé del tren ayer por la mañana. Dais vueltas por toda la casa, buscándoos el uno al otro, y os cruzáis como dos sonámbulos, como si todavía os quedara tiempo. Hace tres años que os buscáis y os escondéis así, ¿no te acuerdas? Entraste en mi estudio y no te atrevías a mirarla porque estaba desnuda. Ni siquiera ahora te atreves a mirarme a mí. Y no finjas que estás borracho o que eres un adolescente despreciado por la mujer que amas. Abre los ojos, Solana. Soy yo, tu enemigo, soy Orlando.»

Cierro los ojos como aquella noche, cuando escuchaba a Orlando tendido en el sofá de flores amarillas del gabinete, y oigo de nuevo su voz murmurada y grave y como silbando en mi oído mientras desataba las cintas rojas de su carpeta y la abría para mostrarme el retrato de Mariana. Era ya medianoche y parecía que la casa y el mundo estuvieran deshabitados. Sólo nosotros, Orlando y yo, separados por la mesa del gabinete en la que yacía el dibujo bajo la luz de la lámpara, sólo el perfil de Mariana trazado sobre el papel y acaso sobre el fondo oscuro de las estanterías de la biblioteca, la voz de Orlando latiendo como la sangre en mis sienes con la indolencia pesada del alcohol. Me incorporé apoyándome en el filo de la mesa, torpe y cobarde frente a las pupilas no exactamente humanas de Orlando. «Déjame en paz», le dije, «vete y déjame solo», pero él aún no se movió ni apartó sus ojos de los míos. Rozaba, golpeaba muy quedamente la superficie de la carpeta con sus cortos dedos sucios de pintura, y el sudor le brillaba en el cuello y entre el pelo escaso de la frente como un maquillaje que se deshiciera bajo la luz demasiado próxima de la lámpara. «No es preciso que alces la voz así, Solana, yo no soy tu conciencia. No me importa lo que tú no hagas esta noche, ni lo que no haga ella. Cuando termine su cigarrillo o su copa se irá a dormir o a probarse otra vez el vestido de novia, y tú tendrás la ocasión de concederte otra noche de insomnio. No seré yo quien le discuta a nadie, y menos a ti, el derecho a labrarse su propio fracaso. Pero supongo que me entenderás si te digo que el amor me ha simplificado la vida. Lo único que me importa es pintar y tener conmigo a Santiago. Sé que se va a ir igual que vino, que muy probablemente me dejará cuando volvamos a Madrid y que voy a morirme cuando se vaya, pero ni siquiera eso me da miedo, Solana, el miedo es una trampa, como la vergüenza, y yo ahora estoy vivo y soy invulnerable.»

Orlando firmó el dibujo, puso la fecha al margen y se lo entregó con una sonrisa de claudicación y ternura dirigida a sí mismo, como si al oír sus propias palabras hubiera comprendido de un golpe la fiebre entera de su amor y la inminencia del tiempo en que sería otra vez desterrado a la soledad. Abrió la puerta del gabinete y antes de salir al corredor volvió a mirarme. «Todavía se oye la música en la biblioteca. Te está llamando.» Cuando me quedé solo, el dibujo cobró del todo su imperiosa cualidad de invitación y molde exacto y vacío para una ausencia. La melena ondulada y corta sobre los pómulos, la grave sonrisa pensativa, no en los labios, sino en la mirada fija en una lejanía de papel en blanco, de palabras no pronunciadas ni escritas y gestos congelados. Ya no existía el vino ni su disculpa o su niebla, sólo la línea clarísima del dibujo contra la luz de la lámpara, y tras ella los ojos, la presencia de Orlando, que ya no era un testigo, sino la figura y la voz en las que se encarnaba la única parte lúcida de mi pensamiento. Por eso, cuando apareció Manuel en la puerta de la biblioteca, recién regresado del cortijo, y Mariana fue hacia él y lo besó con la codicia de quien ha sobrevivido a una espera demasiado larga, yo supe que si levantaba la cabeza iba a encontrar los ojos cómplices o acusadores de Orlando, espía de mi rencor, de la trama oculta tras la quietud de las cosas tan impunemente como la geometría que ordena la disposición de las figuras de un cuadro para que parezca inducida por el azar.

Figuras inmóviles en la biblioteca, como en un escenario excesivamente iluminado o en el estudio de un fotógrafo donde la prolongada exposición al calor de los focos hiciera relucir sus rostros con un brillo de cera. Medina, de uniforme aún, porque había venido del hospital militar, como todas las noches, para reconocer a Manuel. Utrera sombrío y solo entre los otros, como un invitado en una casa hostil, reprobando en silencio todos los signos de desorden que habían traído a la casa las vísperas de la boda, el impudor de Mariana, el pantalón ceñido de Santiago, la risa obscena de Orlando. Amalia, parada junto a mí con una bandeja de aperitivos y botellas, recién venida de las habitaciones altas donde doña Elvira murmuraba cosas y maldecía y se miraba en los espejos con su vestido de luto retorciéndose las manos juntas en el regazo. Orlando, en el sofá, con las rodillas devotamente unidas a las de Santiago, permitiéndose indecencias menores, leves caricias de bujarrón en un parque furtivo, de viejo verde trémulo y enamorado que no se decide a tocar los muslos de una niña. Figuras vueltas hacia Mágina en la explanada del cortijo, de espaldas a la cercanía de la dispersión y la muerte, a la mano y a la pupila para las que sin saberlo posaban. El cuadro iba a llamarse Une paríie de plaisir, pero cuando dos años después le pregunté por él, Orlando ya no podía recordar su título y ni siquiera el propósito que alguna vez tuvo de pintarlo. No sonó la campanilla del zaguán cuando llegaron, sino una de las aldabas de la puerta exterior, que Manuel o Amalia cerraban siempre hacia la medianoche, cuando se marchaba Medina después de tomar una última copa en el gabinete y ya no quedaba nadie en los bajos de la casa. Manuel no se había acostado aún, estaba en el jardín, a oscuras, aguardando a que viniera el sueño en la delicada noche de principios de junio, y un viento con olor a glicinias le había traído las campanadas del reloj de la torre desde la plaza del general Orduña, pero sólo oyó los violentos aldabonazos cuando Amalia, alumbrándose con una lámpara de petróleo, abrió del todo las puertas encristaladas que comunicaban el comedor y el jardín. Venía descalza y en camisón y la claridad de la lámpara agrandaba en su rostro todavía entumecido por el sueño el espanto de quien ha despertado de una pesadilla. «Don Manuel», llamó, buscándolo en la oscuridad, «están llamando a la puerta. He preguntado quién es pero no dicen nada». Por un momento pensó o quiso pensar que era Solana que volvía, empujado por uno de aquellos arrebatos que mucho tiempo atrás habían sido rasgos usuales de su condición, y que venían siempre precedidos por un estado de singular desidia. «Ha terminado el libro», pensó antes de abandonar el jardín, a donde no llegaba sino muy amortiguado y lejano el estrépito de las aldabas de bronce, «ha terminado el libro y vuelve a Mágina para mostrármelo, o simplemente ha decidido que está harto del cortijo y quiere marcharse esta misma noche a Madrid o a alguna parte donde le proporcionen un pasaporte falso para marcharse de España», pero cuando salió al patio y oyó de cerca los golpes que estremecían los cristales de la galería y de la cúpula supo que en ningún momento había esperado que fuera Solana quien llamaba y que no le era preciso abrir la puerta para adivinar los rostros y los uniformes que iba a encontrar al otro lado. «No abra usted, don Manuel, que se lo van a llevar como cuando terminó la guerra.» Amalia, sosteniendo la lámpara a la altura del rostro de Manuel, de espaldas a la puerta, sujetaba su mano para impedirle que descorriera los cerrojos, y entre sus dos cuerpos temblaba la luz bajo la pantalla de cristal ahumado como si también en ella chocara el eco a cada instante más perentorio de los golpes. «Apártese, Amalia, suba ahora mismo a su habitación», dijo Manuel, y le quitó la lámpara, advirtiendo que sus propias manos sólo dejaron de temblar cuando asieron el hierro frío de los cerrojos, cuando dio un paso hacia el interior del miedo y vio ante sí a los hombres que habían venido a buscarlo. Más tarde, ya en el sótano del cuartelillo donde le ordenaron que mirase el cuerpo tendido sobre la mesa de mármol, recordó que antes de abandonar la casa había escuchado a sus espaldas unos pasos en la escalera y una voz o un grito que pertenecían a su madre. «No es nada, señora, no hay de qué preocuparse», había dicho uno de los hombres, el que vestía de paisano, volviéndose desde el zaguán hacia la figura, inmóvil por el estupor y la cólera que Manuel no quiso mirar, «se trata de una comprobación sin importancia. En un par de horas le devolvemos a su hijo». Antes de cerrar la puerta, saludó a doña Elvira tocándose con los dedos el ala del sombrero, miró luego la fuente sin agua y las copas de las acacias, sonriendo aún, como si íntimamente aprobara la quietud de la noche, tomó firmemente del brazo a Manuel y dio una orden en voz baja a los guardias civiles, que bajaron sus armas y caminaron tras ellos como un cortejo de silencio por los callejones vacíos donde resonaban sus botas y el roce de los fusiles contra los carruajes.