Abrí luego los ojos y una violenta luz que no venía del comedor me obligó a cerrarlos. Estábamos tendidos y la luz de una ventana muy alta caía sobre nosotros tapándonos con la sombra de una figura sola que se perfilaba en ella. Sin levantarnos del suelo ni deshacer del todo el abrazo que mutuamente nos defendía de la fatiga y de la recobrada vergüenza huimos hacia la oscuridad, y por un momento la luz siguió encendida como un rectángulo amarillo y vacío sobre el lugar donde nos sorprendió, pero la sombra espía ya no estaba en la ventana. No tuvimos el arrojo de volver a mirarnos hasta que la luz no se apagó. Antes de que la culpa subiera hacia nosotros y nos anegara como una sucia marea nocturna, Mariana, arrodillada frente a mí, me tocó los labios, los párpados, la nuca, hundió sus dedos en mi pelo y otra vez me atrajo hacia su boca, repitiendo mi nombre con una entonación oscura que lo volvía desconocido, como si ya no aludiera a mí, sino a otro hombre cuyo rostro no alcanzaba ella a ver del todo en la oscuridad del jardín, porque estaba destinado a borrarse sin dejar cenizas o atributos de orgullo en la memoria en el momento justo en que nos levantáramos para volver al comedor.

«Se han ido todos», dijo Mariana, sonriéndome aún, mientras se abrochaba los botones de la camisa. Me peinó con sus dedos, y con un pañuelo que olía exactamente igual que su piel me limpió la boca manchada de carmín, y cada gesto era una leve señal de confabulación y ternura. Como si camináramos por una ciudad desconocida me tomó del brazo mientras cruzábamos el jardín, reclinada en mi hombro, y en el umbral del comedor se detuvo y me abrazó por última vez, alzando las caderas para adherir su vientre al mío. El piano estaba destapado y había vasos y botellas vacías sobre la mesa, en el suelo, junto a los cristales rotos y la mancha del alcohol derramado. Mariana encendió un cigarrillo y me rozó la cara al ponérmelo en los labios, y luego se marchó, con la cabeza baja, y estuvo a punto de volverse hacia mí cuando llegó a la puerta, pero no lo hizo, sólo permaneció quieta un momento y cerró muy cautelosamente al salir hacia el patio, como si no quisiera despertar a alguien. Desde el atardecer se levantaba la niebla sobre las barrancas rojizas y los cañaverales y las altas adelfas blancas de las orillas, aletargándose en los recodos del río. La niebla era densa y azul en las noches de luna y se volvía opaca, sólida, blanca o levemente amarilla cuando de madrugada empezaba a alumbrarla la claridad del sol, prolongándose sobre el curso del río, muy pegada a la tierra, igual que el humo de las hogueras que en los días helados de diciembre reptaba entre las carnadas de los olivares y no llegaba a alzarse sobre las copas grises de los olivos. En la niebla era más intenso y lejano el silbido de los trenes nocturnos, únicos relojes de medir la duración del insomnio, emisarios del mar, y desde la otra orilla del río, desde el otro lado de los raíles del ferrocarril, «La Isla de Cuba» emergía al amanecer como una isla en la niebla, que aún yacía en largos jirones entre los almendros y se desprendía muy lentamente de los tejados bajos de la casa, como las últimas aguas de una cautelosa inundación en retirada cuya crecida no hubiera advertido nadie. Desde la ventana de su habitación, alta sobre la niebla y las laderas del río como sobre el foso de un castillo, Jacinto Solana, recién despertado por el paso de un mercancías interminable y cerrado como los trenes de la guerra, miraba antes del amanecer una oscuridad que se iba volviendo plata y azul y ceniza con la disciplinada lentitud con que se mueve el tiempo en los relojes. Era, tal vez, porque la anotación de su diario carecía de fecha, una mañana de mediados de abril, cuando Solana aún no veía próximo el final de su libro y lo desesperaba el miedo a la posibilidad de no terminarlo nunca, desorden de páginas amputadas y noches sin dormir y ceniceros llenos de colillas mientras el silencio estéril era estremecido por los ladridos de los perros y el fragor como de tormenta lejana de algún tren que cruzara el puente de hierro sobre el Guadalquivir. Era sin duda el tiempo en que aún llevaba siempre consigo la pistola que vio Frasco el primer día en el fondo de su maleta de cartón, entre los fajos de cuartillas escritas a máquina que él ataba cuidadosamente con cintas rojas y el traje oscuro y la camisa que habían sido de Manuel el primer día, la primera tarde, cuando Frasco le mostró el antiguo pajar con la ventana sobre el río donde Minaya iba a encontrar veintidós años después el cuaderno azul y el casquillo de bala envuelto en un trozo de periódico, Solana desató las cuerdas de su maleta y fue sacando de ella su breve equipaje de fugitivo con una especie de metódico ensimismamiento que excluía la conversación y el desorden, como quien vive siempre en los hoteles y sabe de la desolación de llegar a ellos en una tarde de domingo. Y con la misma naturalidad con que dispuso su ropa sobre la cama y sus cuartillas manuscritas y en blanco en los ángulos de la mesa, Frasco lo vio sacar la pistola, que era muy grande y parecía recién engrasada, y ponerla encima de las cuartillas como un pisapapeles, al lado del tintero y de la estilográfica, como si no fuera un arma, sino un objeto neutro y de algún modo necesario para la escritura, y cuando aquella noche bajó a cenar a la cocina la pistola le abultaba el bolsillo derecho de la chaqueta. Al principio sólo escribía y esperaba, dijo Frasco, y la pistola y la pluma permanecían siempre al alcance de su mano, incluso cuando dejaba el espacio de su reclusión para dar un paseo muy breve entre los almendros o beber con él unos vasos de vino junto al fogón donde hervía el puchero de la cena. Como si nunca dejara de esperar a alguien, miraba el puente sobre el río y la vereda que terminaba ante la casa, y sentado junto al fuego se quedaba fijo en el resplandor de las llamas sin atender a Frasco, buscando acaso tras el crepitar de la leña un indicio de que al fin llegaban los pasos de sus perseguidores, calculando el tiempo aún no gastado de la tregua, las páginas en blanco que aún le faltaban por escribir.

«Luces de Mágina en la oscuridad, sobre la niebla, reflejándose en ella como en el agua de una bahía muy lejana. Brillo incierto y líquido, velas encendidas en las capillas últimas de las iglesias. Todo parece dormir, pero nada duerme, ni nadie. Luces de Mágina sobre una gran llanura de insomnio.» Más tarde, cuando empezaban a ladrar los perros y se oía removerse a los mulos en el vaho caliente de las cuadras, la ciudad iba naciendo en la cima de su colina al tiempo que se amortiguaban las luces, surgida de la nada, de la oscuridad o la niebla, concretándose como al azar en torno a una torre picuda y más alta que los tejados o sobre la línea exacta de la muralla. Desde la ventana de su habitación Jacinto Solana buscaba entonces en la lejanía la huerta de su padre, la mancha blanca y mínima de la casa junto a la alberca y el álamo, pero no podía distinguirla en la espesura unánime que se dilata y desciende entre las estribaciones de la muralla y las primeras líneas de olivos como un oasis que circundara a la ciudad, y poco a poco aquella claudicación de su mirada adquirió para él una tonalidad de alivio que también aludía a su memoria, como si la distancia que no podían descifrar sus ojos se estableciera igual entre su conciencia presente y la costumbre fatigada y culpable de los recuerdos. Mágina, desde «La Isla de Cuba», era un pormenor de un paisaje o de una acuarela de Orlando, no una ciudad, sino su estampa remota, un pretexto dócil para la contemplación, un recinto vacío y dispuesto a ser ocupado por la literatura, y quienes habían habitado en ella o la habitaban aún fueron perdiendo muy despacio y casi dulcemente su cualidad de criaturas reales para culminar del todo su transfiguración en personajes de un libro que a finales de mayo, según supo Minaya por el cuaderno azul, estaba muy próximo a sus páginas finales y no se alzaba ya como un propósito imposible o una forma íntima de asedio, pues había terminado siendo para Jacinto Solana un hábito casi apacible de su reclusión en el cortijo, igual que el vino y las conversaciones con Frasco y las caminatas sin norte entre los olivos que lo llevaban muy lejos de la casa, en dirección a la sierra, hasta laderas de pizarra desnuda y broncos valles de tierra roja o de color de azufre tan despojados de toda señal de presencia o de mirada humana como los mares de la Luna. Al cabo de dos meses de vivir en «La Isla de Cuba», el antiguo dolor y la antigua ternura envenenada de rabia y de remordimiento se mitigaban como la forma de un rostro que ya no es posible recordar, y por eso las páginas de aquel cuaderno que encontró Minaya en el forro de una chaqueta lúgubre contenían, entreveradas al relato atroz de la última noche que vivió Mariana y de la aparición de su cadáver en el palomar, anotaciones menores, escritas en los márgenes o en el reverso de las hojas cuadriculadas, en las que la voz del narrador hasta entonces entregado y apresado en la trama se desdoblaba como replegándose hacia una actitud de testigo. «28, mayo, 47. A mediodía hace mucho calor y bajo al río a bañarme. El agua helada. Dos páginas después de comer, sin una sola tachadura.» «30 de mayo, 9 de la noche, un aeroplano sobre la vertical de Mágina, cuando atardecía: largo rastro de humo tintado de un rosa más débil que el de las nubes. Incluirlo tal vez en el capítulo del cortijo, al final, cuando regresan a la ciudad y nadie habla en el coche.» En la madrugada del 30 de mayo. Solana estaba escribiendo probablemente un pasaje que Minaya no pudo encontrar, y al que aludían algunas anotaciones del cuaderno azul: Manuel entra en el dormitorio nupcial llevando en brazos el cadáver de Mariana y lo tiende sobre la cama deshecha. Minaya, que imaginaba aquella escena como un recuerdo propio, la encontró abruptamente convertida en una cuestión de estilo: «Corregir la caída del camisón, de modo que no descubra los muslos. Sólo las rodillas, muy delgadas, sucias de estiércol. Prohibida la palabra "exangüe".»

Dice Frasco que al final ya casi nunca escribía, o al menos no del modo obsesivo en que lo hizo durante las primeras semanas, y que incluso la pistola desapareció del escritorio y de su bolsillo, como si hubiera olvidado el miedo o ya no le importara. Casi al final, en el cuaderno azul, en las palabras de Frasco, el hombre a quien Minaya había perseguido y edificado hasta otorgarle un destino tan firme como las fechas de nacimiento y muerte que delimitaban su biografía, se escapaba de golpe y no dejaba tras de sí más que algunas notas triviales y el recuerdo de una tranquila indolencia, como un libro en cuyo mejor capítulo el impresor dejó por descuido algunas páginas en blanco: volvía luego, pero con otra voz y un rostro que en la imaginación de Minaya era tan desconocido como la frialdad de las últimas páginas de su diario, para contar la llegada de Beatriz a «La Isla de Cuba» y su partida hacia la serena certeza de la muerte que los estaba aguardando, a ella y a los dos hombres que la acompañaban, cuando cruzaron la puerta del cortijo y se internaron entre los. almendros, y ya no había nada después, sólo las hojas cuadriculadas donde Solana no llegó a escribir sino la fecha exacta del último día de su vida, subrayada con un trazo firme de la pluma, como una larga rúbrica final: 6 de junio de 1947, madrugada, apenas veinticuatro horas después de que consignara la terminación del último capítulo de su libro. Pero del mismo modo que de aquellas páginas en las que se había resumido y salvado no quedaron para el porvenir instaurado en la primavera de 1969 por Minaya sino algunos fragmentos y borradores, tan difíciles de ordenar o explicar como los escombros de un templo enterrado, así las últimas horas de su vida se emboscaban en una oscuridad sólo parcialmente desvelada por el testimonio de Frasco, que no lo vio morir, que únicamente oyó los disparos y los gritos de quienes lo perseguían por los tejados del cortijo y la ladera fangosa del Guadalquivir y pudo ver, cercado por los fusiles de los guardias, cómo arrojaban su cadáver a un camión como un saco de barro.