El hombre de paisano, a quien los guardias llamaban «mi capitán» adoptó desde el primer momento en su trato con Manuel un aire afable no malogrado del todo por su evidente voluntad de parecerse a Glenn Ford. Estaba calvo y usaba unas patillas demasiado largas y una gabardina desabrochada y absurda que no se quitó cuando fue a sentarse tras la mesa de su despacho, bajo un retrato ecuestre del general Franco. Antes de hablar torcía la boca y apretaba los labios mirando al suelo o a un papel escrito a máquina que había sobre la mesa y cuya única finalidad, supuso Manuel, era dilatar la cobardía y la espera de quien iba a ser interrogado. «Manuel Alberto Santos Crivelli», leyó el capitán, alzando luego los ojos del papel para mirarlo meditativamente, como si buscara en su rostro la confirmación de que era exacto el nombre que le atribuía, «propietario de la finca rústica denominada " La Isla de Cuba", sita en el término de Mágina, junto al río Guadalquivir. ¿Me equivoco?». Moviendo apenas la cabeza Manuel sostuvo la mirada del capitán. Estaba en pie, con las manos juntas y las piernas un poco separadas, y la mano oscura de su herida, avivada por el miedo, ascendía segura hacia el corazón sajando como un cuchillo el tejido húmedo de los pulmones, y cada silencio que se prolongaba entre las palabras del capitán era un foso que acrecía el vértigo y los latidos abriendo paso al filo ávido del cuchillo cada vez más próximo al corazón. «¿Es cierto que por invitación de usted el llamado Jacinto Solana Guzmán se trasladó a dicha finca el día uno de abril del presente año?» El capitán leía con dificultad, o acaso era que fingía estar leyendo y no recordaba del todo las palabras que precisaba decir ni el modo justo en que debía repetirlas. «Estaba enfermo», dijo Manuel en voz tan baja que no creyó que el capitán lo hubiera escuchado, «el médico le aconsejó que pasara una temporada en el campo». Como en algunos sueños, no le bastaba el aire para levantar la voz, y una sensación de asfixia o de légamo en la garganta borraba las palabras para dejar únicamente el movimiento breve y vacío de los labios. Bruscamente el capitán se puso en pie, dobló el papel y lo guardó en un bolsillo de la gabardina. «Está enfermo», repitió, la cara vuelta hacia el suelo, los labios apretados, fingiendo de manera inexacta la sonrisa triste que había visto en las películas. «Acompáñeme, si no le importa.»

El sótano olía a hospital y a piedra húmeda y a una cosa penetrante y corrupta que Manuel reconoció antes de que el capitán encendiera la luz quedándose junto a la puerta mientras él avanzaba. Olor de viejas ropas empapadas, de ovas o cieno o agua detenida. Bajo una luz como de quirófano de guerra el cuerpo estaba tendido en una mesa de mármol con los bordes manchados de sangre, como el mostrador de una carnicería. Los calcetines negros, húmedos todavía, se habían escurrido hacia los tobillos, mostrando una carne muerta y sucia como la luz y la superficie entre blanca y gris del mármol. La montura metálica de las gafas, recuerda Manuel, retorcida y rota, hincada en el coágulo donde la sangre era un poco más oscura que el barro, el agujero hondo como una tráquea rebanada del que apartó los ojos al descubrir que no era la boca, el hilo negro que había atado las varillas de las gafas. Como pormenores de un mal sueño reconoció el pantalón que él mismo había regalado a Solana cuando se marchó al cortijo y la chaqueta a cuadros con una quemadura de cigarrillo en la solapa. «No les bastó con matarlo. Tal vez ya estaba muerto cuando lo sacaron del río, pero ellos no podían resignarse a que la cacería terminara así. Estaba muerto y lo han pisado y alguien ha seguido disparando desde muy cerca hasta agotar el cargador.» Retrocedió sin volverse todavía hacia el capitán, sin mirar el rostro deshecho ni la mano que pendía entreabierta proyectando en el suelo una sombra parecida a la rama de un árbol, sólo los zapatos hinchados, los calcetines demasiado cortos en los tobillos puntiagudos y definitivamente helados en un luto de quirófano. Ahora el capitán fumaba recostado en el muro, con las manos en los bolsillos de la gabardina. «¿Reconoce usted a ese hombre?» Desde una distancia que ya sabía más duradera que el dolor, porque había habitado en ella, extranjero de todo, desde el día en que vio muerta a Mariana sobre las tablas del palomar, Manuel dijo el nombre de Jacinto Solana como una vindicación y un homenaje, y al pronunciarlo por un instante sintió que el hombre a quien aludía estaba a salvo del envilecimiento de la muerte, inmune a la soledad de su propio cuerpo tendido sobre una mesa de mármol.

«Así que era su amigo. Su amigo Jacinto Solana, dice usted. Usaba su cortijo para esconder a bandidos buscados por la Guardia Civil. ¿No lo sabía usted? Nosotros sí lo sabíamos. Ayer noche, cuando fuimos a interrogarlo, disparó contra nosotros. Hay un guardia muerto y otro gravemente herido. Debiera usted buscarse otra clase de amigos, señor Santos Crivelli. Puede que su apellido no vaya a servirle siempre para que olvidemos quién es.» El capitán apagó la luz y cerró con llave la puerta metálica al salir del sótano. Manuel caminó a su lado hacia los despachos y los interrogatorios vencido por una intensa sensación de deslealtad y de culpa, como si al apagarse la luz sobre la mesa donde yacía Jacinto Solana él lo hubiera dejado solo en el frío y la muerte. Pensaba en las gafas rotas, en las manos descoyuntadas y abiertas, en el cuerpo abandonado en la oscuridad, y no le importaban o no oía las preguntas del capitán ni los golpes de la máquina de escribir y ni siquiera las cosas que él mismo respondía, y cuando salió del cuartelillo y vio la claridad azul del amanecer fue como si el sótano, los interrogatorios, el humo y la voz del capitán, hubieran desaparecido al mismo tiempo que la noche inmediata y lejana en la que sucedieron: como si también su identidad y su vida hubieran sido canceladas al final de la noche, de tal modo que ahora, cuando caminaba hacia la plaza de San Pedro, cuando veía la fachada blanca y las ventanas circulares al otro lado de las acacias, percibía con una clarividencia sin inflexiones de compasión ni ternura el espacio vacío que lo circundaba para siempre, su límite tan delgado y preciso como una línea de compás, tan irrevocable como la puerta metálica tras la que había quedado el cuerpo de Jacinto Solana. Abrí temblando la puerta de la biblioteca, pero los pasos que desde el patio había oído que sonaban en ella no eran de Mariana. De rodillas junto a la mesa donde Manuel solía sentarse para clasificar los libros o fingir que revisaba las cuentas del administrador, Utrera buscaba algo en los cajones inferiores, entre un desorden de papeles tirados en torno suyo que se apresuró a recoger cuando me vio entrar. Precipitadamente cerró los cajones y se puso en pie, alisándose el pelo, la chaqueta, sonriendo como si quisiera disculparse o explicar algo. «No podía dormir», dijo, «he bajado para buscar un libro». Por un momento permanecía mudo en la puerta de la biblioteca, y no dije nada cuando Utrera pasó junto a mí explicándome otra vez su insomnio y moviendo la cabeza mientras se despedía con la deferencia servil de quien ha sido sorprendido cometiendo un acto reprobable y sonríe sabiendo que es inútil la simulación. Pasó ante mí y su rostro se desvaneció en mi conciencia como si lo hubiera visto desde la ventanilla de un tren. Así miraba todas las cosas entonces, todo huía devorado por el imán del tiempo y yo avanzaba inmóvil hacia el desierto porvenir donde Mariana no existía, donde yo no existía. «Mariana está sola en la biblioteca, te está esperando», había dicho Orlando, pero no había nadie en la biblioteca ni en el patio de losas de mármol y columnas ni en ninguna parte a donde yo pudiera ir. Estaba encendida la luz en el comedor y por las altas puertas de cristales pintadas de blanco venía el aire de la noche con olor a celindas y el ruido rítmico de la cadena del columpio. Sobre el piano había una caja con cigarrillos ingleses y una botella de whisky cuya presencia acepté como una invitación.

Bebí sentado frente a la puerta del jardín, frente al sendero amarillo que dibujaba la luz sobre la grava y que se detenía justo al pie del columpio y de la palmera. A Mariana le gustaba mecerse allí muy despacio, rozando el suelo con la punta de sus sandalias blancas, tan ensimismada y rítmica en su movimiento que sus gestos parecían una manera de medir el tiempo o de rendir la vida a su deshabitada duración. Cuando ella y Manuel entraron en el comedor yo había terminado mi cigarrillo y mi copa y me disponía a subir a mi dormitorio, calculando de antemano el miedo con que cruzaría otra vez el patio y subiría las escaleras donde tal vez ella iba a aparecer, el miedo a verla y a no saber decirle nada o a no verla y apurar el desengaño de cada uno de mis pasos por los corredores vacíos. Imaginaba que mi viaje de regreso hacia el dormitorio y el insomnio no iba a terminarse nunca porque no podía aceptar la posibilidad de no volver a verla aquella noche. Era igual que otras veces, en los años pasados, cuando la acompañaba hasta la puerta de su casa contando los pasos y los minutos que faltaban para llegar a ella y sabiendo que la dejaría sola mientras buscaba la llave de su portal y caminaría luego de regreso por las mismas calles esperando con una infinita sensación de deseo y fracaso que fueran sus pasos los que escuchaba a mis espaldas, que viniera su voz para pedirme que volviera con ella, inventando una excusa, ofreciendo una última copa. Igual que entonces, cuando me volvía creyendo que me llamaba alguien y que era su voz la que pronunciaba mi nombre, la oí ahora, próxima e imposible, oí su risa irrumpiendo en el comedor y cuando me volví hacia la puerta temiendo que el espejismo de su voz no fuera sino una de las usuales trampas del deseo, los encontré a ellos, a Mariana y a Manuel, que venían abrazados y se separaron al verme, porque nunca se abrazaban cuando estaban conmigo.

Huíamos cada uno de la mirada de los otros y nada era más temible que el silencio, o que una mirada detenida en el silencio. Mientras Manuel llenaba las copas y encendíamos los cigarrillos aún estábamos a salvo, no era del todo necesario hablar sin que quedara una sola tregua o un resquicio entre las palabras, pero luego, cuando nos sentamos los tres, la conversación adquirió el desasosiego de una huida contra un jinete que nos persiguiera sin apartarse nunca de nuestros talones, y escuchábamos nuestras propias palabras sintiendo la cercanía acuciante de su final, tras el que estaba el silencio y también las únicas palabras que nos importaban y que no íbamos a decir. Un segundo de silencio era tan intolerable como una copa vacía o una mano que no sostuviera un cigarrillo, y ese juego de palabras tranquilas y entrelazadas por la desesperación se hacía más arduo porque había muy pocas cosas de las que pudiéramos hablar que no contuvieran la posibilidad de un agravio o no aludieran al viaje que al cabo de dos días iba a separarnos. Igual que se habían apartado el uno del otro cuando me vieron en el comedor, ahora hablaban de su viaje a París eludiendo toda señal de entusiasmo excesivo, enumerando la probable incomodidad del avión que tomarían en Valencia, los trámites oficiales que les aguardaban en cuanto llegaran a Francia, el miedo a no saber instalarse en un país y en un idioma extranjero. «Yo», dijo Manuel, «que casi nunca he salido de Mágina», y bajó la cabeza como si de pronto lo hubiera vencido una melancolía que no formaba parte del juego de mitigar su felicidad para no excluirme de ella. «Manuel tiene miedo», dijo Mariana, mirándome por primera vez con tan intensa fijeza que vi un pozo de soledad en sus pupilas grises o azules. Ahora las palabras empezaban a nombrar las cosas oscuramente guardadas en el silencio, y por un momento adiviné que no era sólo de la culpa o del pudor de lo que estábamos huyendo. «Tiene miedo de que perdamos la guerra y no podamos volver a España.» Ella y Manuel y yo sabíamos que no era eso o no exactamente eso, pero lo estaba desafiando y me miraba para saberse más firme, con esa parte de frialdad que había en ella, esa manera suya -y de Beatriz, pensé de golpe, asombrándome de haber tardado tanto tiempo en descubrir esa similitud con Mariana- de no aceptar la cobardía y la dilación de los hombres, capaces, como Manuel, como yo mismo, de gastar la vida en una perpetua simulación de rebeldía o decencia que no les sirve para renegar del todo de los deseos que alguna vez merecieron e instalarse resignada o serenamente en la realidad ni para rasgar los límites de vergüenza y sucia desidia que no les permiten alcanzarlos. Al comprender me estremecí como si mientras me miraba Mariana estuviera usando mi presencia para transmitir a Manuel la herida de su desafío. Ahora yo, que tanto me había complacido en espiar su mutua ternura para ofrecérmela a mí mismo como el contrapunto de mi abandono, de mi desesperación y mi rencor, formaba parte de la misma trama enconada y oscura que latía bajo sus abrazos igual que las palabras no dichas en el silencio del que ya no sabíamos huir. «A Manuel le da miedo marcharse de Mágina», dijo Mariana, limpiándose los labios después de haber apurado su copa con premura excesiva, buscando aliento en el alcohol, entendí, no audacia, sólo la tentadora sensación de que las palabras no obedecen a la voluntad, sino a una especie de fatalidad o letargo que ellas mismas impulsan: «Le da miedo dejar su casa y su biblioteca y su palomar. A él le gustaría que no fuera preciso pagar para conseguir lo que uno desea. Quiere tenerlo todo al mismo tiempo, su casa, su mujer, su ciudad. Su amigo Jacinto Solana. Díselo ahora, Manuel. Dile que te gustaría que todo siguiera siendo como el día en que él nos presentó.» Cuando Manuel levantó la cabeza me di cuenta de todo el tiempo que hacía que no nos mirábamos a los ojos. Tomó aliento y entreabrió los labios pero no dijo nada, sólo llenó la copa de Mariana y la mía y volvió a dejar la botella en el suelo, mirando hacia el jardín, como si hubiera creído descubrir en la oscuridad una presencia furtiva. Bebí un trago y hablé para que el silencio no pudiera derribarnos del todo o para eludir el rostro sereno y frío y los ojos de Mariana tan cobardemente como aquella tarde de 1933, en el estudio de Orlando, me había puesto a mirar el lienzo recién empezado y los dibujos colgados en la pared para no ver a Mariana desnuda. «Qué más quisiera yo que poder marcharme. No a París, como vosotros, sino mucho más lejos, y no volver nunca, o únicamente cuando ya fuera un extranjero y lo pudiera mirar todo como un extranjero.» «Adonde», dijo Mariana, reclinada hacia mí. Con las dos manos mantenía su pelo castaño apartado de la cara y apoyaba los codos en las rodillas abiertas, como si el alcohol o una devastadora sensación de desarraigo no le permitieran sostener en alto la cabeza. Dijo adonde y la pregunta era una parte contenida y fiera de su desafío, pero yo no le respondí porque Manuel había empezado a hablar al mismo tiempo, y sus palabras no borraban la interrogación de Mariana, sólo la dejaron suspendida en el aire, en medio de nosotros, igual que la mirada gris o azul que permanecía firmemente detenida en mis ojos: «Siempre queríamos marcharnos. Mirábamos aquel mapa de la escuela, te acuerdas, muy agrietado, de hule, tan antiguo que en el centro de África seguía habiendo un gran espacio en blanco. Tú me lo señalabas y decías que nos escaparíamos de Mágina para descubrir las fuentes del Nilo.» «Jacinto se escapó», dijo Mariana, sonriendo, y por un instante su sonrisa nos absolvió a los tres. «No lo suficiente. Si lo hubiera hecho ahora no estaría aquí.» Premeditadamente callé y la pregunta de Mariana, que había permanecido en el aire como la nota de un violín que se prolonga en otra más aguda cuando ya su sonido se extinguía, volvió a su voz al tiempo que ella se levantaba sin motivo y daba unos pasos hacia las puertas del jardín, volviéndose desde allí para mirarnos como si nos hubiéramos quedado muy rezagados en el tiempo y nos invitara a seguirla. «Dónde estarías.» Recordé un mapa y un libro y una postal coloreada a mano donde se veían despedazadas escalinatas y columnas rojas. Nunca había sido un propósito, sino un nombre que relumbraba como cobre batido y un lugar imposible, encrucijada de longitud y latitud que señalaba el dedo índice sobre el azul inviolado de los planisferios. «En Creta, por ejemplo. O en la isla donde Ulises vivió siete años con la ninfa Calipso. Nunca entendí por qué la dejó para volver a Ítaca. Me gustaba imaginar que la Odisea es un poema incompleto, y que en el último canto, que debió perderse o que tal vez fue condenado al fuego, Ulises abandona Ítaca a las pocas semanas de dormir con Penélope y se hace al mar de nuevo para volver a la isla de Calipso. Debe ser intolerable vivir en el sitio que uno ha recordado sin tregua durante veinte años.» «Por qué», dijo Mariana, no mirándome a mí, sino a Manuel, que aún parecía perdido en el letargo de una meditación deshecha por el alcohol. «Porque no hay nada ni nadie que merezca tanta lealtad.» Mariana volvió hacia nosotros dejando gotear su vaso vacío junto a la cadera, oscilando un poco, como si estuviera bebida o intentara un paso de baile que no acertaba a recordar. Con ella venía el silencio a ocupar otra vez su sitio entre nosotros, el deseo inútil de adelantar mi mano para entreabrir un poco más la camisa de Mariana y rozar sus pechos que imaginaba tan tibios y translúcidos como la piel de sus sienes, y también la conciencia de cada uno de los minutos de la tregua secreta que me había ido concediendo yo mismo desde que los vi entrar en el comedor y supe que tenía que irme y que no podía irme. Tregua cada palabra, cada cigarrillo y bocanada de humo y trago crudo de alcohol quemándome los labios, tregua y límite y reloj detenido cuando ya no era posible intentar ninguna palabra contra el silencio. Por eso los tres nos sentimos ávidamente salvados cuando la voz y la risa de Orlando entraron en el comedor como un golpe de viento que estremeciera las ventanas. Él y Santiago traían el pelo húmedo y los ojos brillantes y olían a ropa limpia y a una colonia femenina que era como un aviso impúdico de su felicidad. «Traidores», dijo Orlando, apoyándose en el hombro desnudo de Santiago, apuntándonos con el dedo índice como un tirador ebrio que no logra detener su punto de mira en el blanco, «parecía que toda esta casa era ya un mausoleo pero vosotros seguíais aquí para beberos a nuestras espaldas la última botella». Buscaron copas en el aparador y al abrir la puerta de cristal derribaron una bandeja provocando un estrépito de vidrios rotos y agudos en el suelo que nadie fue a limpiar. Él y Santiago apartaron a puntapiés los cristales rotos y llenaron luego sus copas hasta que el whisky se derramó en los bordes y les manchó las manos que se limpiaron sin apuro en el costado de los pantalones, riéndose y apoyándose el uno en el otro como si la fatiga no les permitiera del todo estar borrachos, sólo fingir la ebriedad, una obstinada y vacua y desesperada alegría. «Te he estado oyendo, Solana», dijo Orlando, «estábamos Santiago y yo detrás de la puerta y te oíamos contar esas historias tuyas de viajes que no vas a hacer nunca. Solana, hermano mío, judío errante, ¿estás seguro de que tu padre no es cristiano nuevo? Porque si no lo es no me explico ese destierro tuyo, ese no ser de ninguna parte ni de nadie y ni siquiera de tu pudor y tu vergüenza que es judía y católica. Miradlo: míralo tú, Mariana. Todavía tiene vergüenza. Todos vosotros la tenéis. Y me parece que la República es el nombre que dais a vuestra vergüenza, aunque sabéis que esta República no es vuestra y que esta guerra que todos vamos a perder no hubiera sido nunca vuestra victoria. Gane quien gane, y no vamos a ganar nosotros o vosotros o quienquiera que sea esa República de las banderas y la Gaceta Oficial, tú habrás perdido, Solana, no porque tu bando sea más débil o porque esos hijos de puta de franceses e ingleses se hayan inventado ese sucio mandamiento católico de la no intervención, sino porque tu sangre de judío sin patria te impide la posibilidad de pertenecer a un bando de vencedores. No me miréis así. Pertenezco a la Federación Anarquista Ibérica porque me falta el pudor o la vergüenza que obligan a mi amigo Jacinto Solana a ser miembro del Partido Comunista. Si a principios de este mes yo hubiera estado en Barcelona y no en Madrid ahora estaría fusilado o encerrado en una de esas cárceles republicanas que defiende la vergüenza, pero Dios o el príncipe Piotr Kropotkin han querido que viviera en Madrid y que vosotros me invitaseis a esa boda de mañana en la que os vais a casar con la decencia, Mariana y Manuel, igual que mi amigo Solana se casó con el pudor cuando se afilió al Partido Comunista. Dicen, primero la guerra y luego la revolución, exactamente igual que una muchacha decente entretiene a su novio en el portal, porque primero son las caricias, y luego la entrega feliz en el matrimonio. Pero esa espera es un fraude: esta guerra es el acabamiento del mundo, y no vendrá un porvenir tras ella».