En los gestos de Orlando había una ficción de augur que recita versos por los teatros viejos de provincias. Con qué arrogancia se movía entre nosotros, libre, no atrapado por nuestro silencio, indemne a todo, incluso a la súbita vejez que ya adivinaba que vendría cuando lo desertara el amor, firme y cruel como un héroe recién regresado del infierno. «Tú nunca has descendido, Solana», me decía, «tú aún no has escrito lo que debes escribir porque no has bajado al infierno y no sabes lo que es volver y conservar el grado de razón preciso para recordarlo». Ahora Manuel y Mariana y yo nos diluíamos al contacto de sus palabras como se diluye un sueño cuando irrumpe en él victoriosa y obscena la realidad del despertar, el frío de los amaneceres más allá de las sábanas. Como si posara para un fotógrafo de postales levemente pornográficas, Santiago bebía y se acodaba en el piano con su camiseta roja de enamorado mercenario, y daba forma en los labios a un beso de turbia ternura cada vez que Orlando se callaba para recobrar el aliento y buscaba en sus ojos una confirmación que él no siempre concedía. Cuando lo vi bajar del tren llevando la carpeta y el equipaje perdido de Orlando creí que Santiago era un adolescente, pero ahora, aquella noche, víctima de las trampas sucesivas de desengaño y corrección que solía tenderme el conocimiento, lo descubrí más viejo que Orlando y que la ternura de Orlando, más viejo y vil que cualquiera de nosotros, anterior a todo, como una estatua de piedra con los labios pintados o una de las mujeres de muslos lívidos que me miraban desde los portales de ciertas calles la primera vez que llegué a Madrid. Vestía una camiseta roja que descubría su pecho débil y ensombrecido por un vello que le había crecido acaso en los últimos meses no para declarar ninguna clase de hombría sino para desmentir crudamente el espejismo de adolescencia que uno podía hallar en su rostro, y un pantalón blanco y muy ceñido a las caderas que se movían como moluscos o caderas de mujer. Orlando, extraviado en una borrachera que él debía imaginar sagrada, lo besó en los labios y con un salto de su cuerpo demasiado torpe fue a sentarse sobre la tapa del piano, provocando un eco de una sola nota baja y muy larga. Desde allí, balanceando las piernas, nos miró como desde el sitial de un orgullo no tocado por la vergüenza.

«Ya no hace falta fingir ni renunciar», dijo, señalándome, «porque lo que viene ahora es el Apocalipsis. Acordaos de lo que cuentan los periódicos sobre Guernica. Bombas de fósforo y tierra quemada, un incendio de azufre, como en las ciudades de la llanura. Os da miedo vuestro deseo porque aún no habéis aceptado que no es posible elegirlo sin elegir al mismo tiempo la indignidad y la traición. Eso que vosotros habéis descubierto ahora lo supe yo cuando tenía doce o trece años y me di cuenta de que me gustaban los hombres y no las mujeres. Por eso podéis enamoraros y seguir sintiendo la necesidad de la decencia. Deseáis a una mujer, a Mariana, por ejemplo, y os sentís un poco desleales y un poco adúlteros, pero no sabéis nada del miedo a una tentación que si fuese descubierta os haría recibir la palabra más sucia como una señal de vergüenza. Voy a pintar un cuadro: todos vosotros, esta mañana, en el cortijo, bajo esa luz que ni Van Gogh pudo imaginar, unidos por la culpa, y yo solo, a un lado, como Velázquez en Las meninas, mirándoos como si únicamente existierais en mi imaginación y pudiera borraros con sólo cerrar los ojos, como un dios».

Luego las cosas ocurrieron de un modo que ya he renunciado a ordenar o explicar. He recordado y he escrito, he roto hojas de papel donde sólo había trazado el nombre de Mariana, he acudido tenazmente a las supersticiones de la literatura y de la memoria para fingir que existía en los actos de aquella noche un orden necesario. En los insomnios de una celda de condenados a muerte me he sorprendido a mí mismo tratando de recobrar uno por uno los menores sucesos mordido por la perentoria urgencia de no rendir al olvido ni uno solo de los gestos casuales que más tarde, en el recuerdo, relumbraron como signos. He vuelto a mirar los ojos de Mariana, que diez años después, cuando volví a la casa, seguían tan fijos en mí como en el estudio del fotógrafo, cuando aún no sabía que era una despedida infinita e inmóvil lo que se me estaba revelando en ellos. Salgo afuera, a la explanada del cortijo, y la luna que vuelve blanca la tierra entre las copas de los olivos es la misma luna que aquella noche estaba detenida en el aire de mayo cuando di la espalda a los otros y salí al jardín, oyendo todavía la voz de Orlando y las notas de un aire de jazz que Manuel iniciaba en el piano. Mariana escribía algo en un papel y lo iba tapando con la mano izquierda como si temiera que alguien la estuviera espiando, y cuando levantaba los ojos miraba hacia las puertas del jardín, pero no podía verme, porque para ella eran un espejo. Sentado en el columpio, yo los veía en la luz cuadriculada y amarilla de los ventanales como si mirara una película desde la oscuridad impune, y como en los cines de mi adolescencia, la música del piano contaminaba a las figuras de su lenta melodía convulsa. Mariana dejó de escribir, miró el papel, lo desgarró por la mitad y luego lo hizo trozos muy pequeños que fue dejando caer de su mano cerrada cuando se levantó y cruzó el comedor y se detuvo en el umbral del jardín antes de caminar hacia donde yo estaba, pisando el sendero oblicuo de la luz.

La música que tocaba Manuel y los pasos de Mariana cobraron al mismo tiempo una dirección indudable. Con la cabeza hoscamente hundida entre los hombros Manuel miraba sus propias manos y el teclado como si se asomara al brocal de un pozo, urdiendo con violenta delicadeza el ritmo de aquella canción, Si no volvemos a encontrarnos nunca, que durante aquellos días yo oí incesantemente en el gramófono de la biblioteca. Puedo recordar tras la cuadrícula blanca de los ventanales la mancha roja de la camiseta de Santiago, que atendía en silencio, veo o muy probablemente imagino a Orlando parado junto a él sin atender a la música, mirando la espalda de Mariana cuando se detuvo en la puerta del jardín y adivinando paso a paso lo que iba a suceder cuando ella caminara de nuevo. Sentado en el columpio, inmóvil, la vi venir hacia mí y aparté los ojos de ella cuando estuvo a mi lado. Su mirada tenía un brillo oscuro de lago bajo la luna, una hondura intocada y lisa como sus sienes o sus pómulos o la piel tibia de sus muslos cuando ascendí mis manos bajo la falda para acariciarlos. «Orlando tiene razón», dijo, sentándose junto a mí, impulsando un poco el columpio con las puntas de los pies, «dice que eres intratable. Estamos todos en el comedor escuchando a Manuel y de pronto das media vuelta como si te marcharas para siempre y te vienes aquí, para mirarnos desde lejos». Estábamos juntos en el espacio del aire que delimitaba su perfume, y al empujar el columpio ella se reclinaba un poco sobre mí y me rozaba el rostro con su pelo, pero la cercanía de los cuerpos hacía más intensa y física la línea nunca vulnerable, la distancia justa en la que se detiene y niega una caricia. «He bebido mucho», dije, sin mirarla aún, «y ahí dentro hace demasiado calor». Mariana me tomó la cara entre las manos y me obligó a mirarla, quitándome luego de los labios el cigarrillo que yo estaba fumando y tirándolo al suelo, como si me desarmara. Ahora el brillo de sus ojos dilatados en la oscuridad parecía muy próximo a las lágrimas o a una forma de ternura que nunca hasta esa noche había yo sabido encontrar en ellos. «Siempre me hablas así, desde que llegaste a Mágina. Me dices que hace calor o que has bebido demasiado o que tienes prisa por marcharte a Madrid porque estáis preparando ese congreso de escritores pero si no te miro no puedo reconocer tu voz, como si fuera otro el que me habla, y si miro tus ojos para estar segura de que sigues siendo tú parece como si no me conocieras. No es que no me mires o que no me hables. Es peor aún, porque miras a través de mí y me hablas como a una estatua. Me he pasado dos meses en esta casa pensando en el día en el que tú vinieras, imaginando que iba a conocer contigo los sitios donde jugabas de niño, esa plaza con álamos de la que me habías hablado tantas veces, y ahora, cuando has venido, estás más lejos que si te hubieras quedado en Madrid. Antes de que vinieras a Mágina al menos tenía la esperanza de recibir una carta tuya. Pero no me has escrito en todo este tiempo.» A cada instante la música venía desde más lejos y se borraba a veces del todo tras la voz tan próxima y murmurada de Mariana, y mirar hacia el comedor mientras me hablaba ella era como pasar de noche junto a la ventana de una casa donde los postigos abiertos revelan una cena familiar sorprendida y remota. Pensé decirle que desde el día en que la conocí no había dejado de escribirle: que todas las cosas que desde entonces había escrito y publicado no eran sino los capítulos de una infinita carta únicamente dirigida a ella, que incluso cuando iba en aquellos turbulentos camiones de milicianos a recitar romances en el frente de Madrid y subía al tablado y oía el aplauso que levantaban mis versos estaba pensando en ella y buscaba su rostro y su sonrisa imposible de complicidad o aprobación entre las filas de soldados que permanecían en pie envueltos en sus hoscos capotes de guerra. Iba a decirle algo, tal vez una disculpa innoble, y es posible que estuviera a punto de proponerle que volviéramos al comedor con los otros, eligiendo el tono adecuado y neutro de la voz, pero Mariana buscó mi mano en la oscuridad y la apretó despacio, muy tenuemente, al principio, apresándola luego con una tranquila y sostenida violencia que no emergió a su rostro cuando volvió a mirarme. Abajo, sobre su falda, entre los dos cuerpos, las manos se trenzaban y asían emisarias del impudor y del deseo no pronunciado aún. «Te escribiré cuando vaya a Creta», dije, «te mandaré una postal únicamente por el placer de escribir tu nombre y tus apellidos en un lugar tan lejano. Yo creo que no pondré nada más: sólo aquel palacio de las escalinatas y las columnas rojas en un lado, y en el otro tu nombre, Mariana, Mariana Ríos». «Me gusta oírte decir mi nombre. Es la primera vez que lo haces desde que viniste aquí.» «Los nombres son sagrados. Cada cosa y cada uno de nosotros tiene su nombre verdadero, y es muy difícil descubrirlo y decirlo.» «Dime cuál es mi nombre. Dime cuál es el nombre de Creta.» Una sola palabra, pensé, lúcidamente supe, una sola palabra y el límite se rasgará y el miedo como si nunca hubieran existido, como si no sonara esa música interminable en el comedor y no estuvieran iluminados los ventanales frente a nosotros ni abiertas de par en par las puertas que daban al jardín. «Creta es Mariana», dije: en el silencio oí voces que conversaban y no supe a quién pertenecían. Lentísimamente, como si en cumplir aquel gesto tardara uno todos los instantes y días que habían pasado en balde desde que nos conocimos, Mariana aproximó sus labios a mi boca desde la lejanía de la otra esquina del columpio, desde la tarde en que la vi desnuda en el estudio de Orlando, desde cada una de las horas en que la tuve y la perdí sin saber que todos los actos de mi vida, también el miedo y la culpa y la postergación, se habían ido confabulando minuciosamente para preludiar aquella isla en el tiempo en la que yo la besaba y lamía sus lágrimas y me dejaba derribar atrapado en su cuerpo repitiendo su nombre igual que ella pronunciaba el mío como si todo lo que tuviéramos que decir se hallara cifrado en nuestros nombres. Rodamos sobre la tierra y sobre la hierba fría como animales ávidos de oscuridad, y yo abrí o desgarré su camisa para mirar sus pechos blancos en la claridad de la luna que relumbraba en ellos mientras sus manos buscaban y acariciaban, torpe, delicadamente ahondando entre el pantalón y la camisa, muy torpe y muy delicadamente ahondando entre la piel y el tejido áspero del pantalón.