Cruzábamos ya las primeras calles de hotelitos bajos y jardines polvorientos donde termina Mágina por el norte cuando vi de nuevo en el retrovisor sus ojos abiertos y enrojecidos, fijos en los míos, en una lucidez ausente que el despertar o el silencio que nos había ganado a los cuatro desde que Mariana arrancó el automóvil despojaban de toda señal de burla o de orgullo. Dejó caer lentamente la cabeza sobre el hombro de Santiago, que permanecía grave y firme junto a él, mirando las largas casas alineadas, y al encender un cigarrillo sin apartar los ojos del retrovisor creí adivinar en su gesto una antigua contraseña de desolación o renuncia, como si bruscamente lo hubiera abandonado el espejismo del alcohol. Movió un poco la cabeza y entonces supe que aludía a Mariana y me preguntaba sin palabras por ella. «Estás guapísima conduciendo, Mariana», dijo, con los párpados entornados para apurar la indolencia, «me recuerdas a aquella heroína del Orlando Furioso que cabalgaba sobre un caballo alado con una armadura reluciente». Apoyó su mano en el respaldo de Mariana y le acarició el pelo con ternura fugaz, como un fauno adormecido, como tocando el aire o una líquida seda que se le deshacía entre los dedos grandes y manchados. Ella apartó un momento los ojos de la calzada para sonreírle en el espejo con aquella tranquila gratitud de cómplice que siempre hubo en su modo de mirar a Orlando. Tuve celos cuando sorprendí el cruce de sus miradas en el retrovisor, porque yo deseaba esa parte candida y ofrecida de Mariana que sólo se revelaba en su trato con Orlando tanto como la otra, la más oscura y carnal, que pertenecía a Manuel, y hubiera querido unir las dos en una sola mujer indudable y no hermética a mi inteligencia y mi deseo como la tercera Mariana, la única que yo conocía, sombra o reverso de las otras o de sí misma que estaba siempre como a un lado de las cosas, que a veces, esa misma mañana, me tomaba del brazo y se detenía para decirme las exactas palabras que me quemaban a mí y que yo nunca le diría. «Siempre estaré contigo. Haga lo que haga y esté con quien esté, aunque no vuelva a verte. Quiero que lo sepas y que no se te olvide nunca, ni siquiera cuando ya no te importe.»

Advertí de pronto que ahora avanzábamos cada vez más despacio, porque a medida que nos acercábamos a la plaza del general Orduña las aceras y la calzada se iban llenando de una lenta multitud. Salían de los callejones, primero en silencio, hombres desarmados con camisa blanca y pantalón de pana, tensas mujeres agrupadas en las esquinas que conversaban en voz baja y se volvían inquisitivamente para mirar el automóvil, que ya estaba casi detenido y rodeado por una muchedumbre unánime que caminaba hacia la plaza y parecía anegarnos y nos arrastraba luego al ritmo de su avance. Las voces tenían aún el mismo sonido vasto y amortiguado de los pasos, pero muy pronto, cuando al fin entramos en la plaza -entre las cabezas sobresalían las breves copas de los árboles que rodeaban el pedestal amputado del general Orduña- el gran rumor rompió en un escándalo de gritos y puños alzados que se inclinaban golpeando rítmicamente el aire hacia los balcones cerrados de la comisaría, hacia la torre cúbica donde colgaba una bandera roja y amarilla y morada sobre la esfera rota del reloj. Mariana hizo sonar varias veces el claxon, pero ya era inútil, porque no podíamos abrirnos paso y había rostros hostiles que nos miraban por las ventanillas como a los peces de un acuario, y puños furiosos que redoblaban sobre la carrocería acompasados a los gritos, al grito único en el que ya se congregaban todas las voces cuando Mariana paró el automóvil a un costado de la plaza y logramos salir empujando las portezuelas contra los cuerpos que parecían adherirse a ellas con tenacidad de moluscos. «Que nos lo entreguen», gritaban, «que nos entreguen al traidor», estremeciéndose en remolinos violentos hacia los balcones cerrados de la comisaría, y apenas salí del coche me vi perdido y alejado de los otros entre una densa palpitación donde se confundían cuerpos y voces impulsados por un instinto o una resolución de cólera tan indescifrable en su propósito como el brío del mar. Como nadando en arena avancé hasta alcanzar la mano que me tendía Mariana, pero ya no pude ver a Santiago ni a Orlando. Derivamos juntos hacia el centro de la plaza, donde los cuerpos ya borraban los bancos y la línea de los jardines y cubrían en su crecida el pedestal del general Orduña. Ahora veíamos las puertas cerradas de la comisaría y el único espacio aún no sumergido por la multitud: nueve guardias de asalto formaban un semicírculo ante la fachada, firmes, con las piernas abiertas, con las duras caras sombrías bajo las viseras relucientes y los fusiles asidos contra el pecho, como si no percibieran el empuje que los asediaba ni vieran los puños cerrados que se detenían tan cerca de sus fusiles. Se abrió entonces un balcón lateral y vi a un hombre de uniforme que miró la plaza sin asomarse del todo, fumando, protegido a medias tras los cristales opacos, pero esa imagen, dotada de la serenidad de un espejismo, se desvaneció cuando sentí que me empujaban y me dividían de Mariana porque una furgoneta policial estaba abriéndose paso sin escrúpulo entre la multitud para acercarse al semicírculo defendido por los guardias de asalto. La vi cómo se alejaba llamándome con la mano, como si la arrastrara el mar, temí ciegamente haberla perdido y grité su nombre sobre las cabezas encrespadas que ocupaban de nuevo la hendidura abierta en la plaza por el paso de la furgoneta y cuando ya no la veía una brusca ondulación de los cuerpos la arrojó en mis brazos volcándonos a los dos contra el tronco de un árbol. Como si despertáramos de un mal sueño nos vimos codiciosamente abrazados, sus piernas desnudas enredadas en las mías y mis manos temblando abiertas en su cintura y sintiendo por primera vez desde que la conocí el imán perfumado y tenue, el cuerpo ondulado y delgado y cierto de Mariana. Le rocé la frente, el pelo castaño con mis labios, alcé los ojos hacia el balcón de la comisaría y el hombre de uniforme seguía allí, tranquilo, sosteniendo a media altura el cigarrillo, mirando la plaza como si no hubiera nadie en ella o sólo nosotros, Mariana y yo, abrazados bajo la copa mustia del árbol.

«Vamos, camaradas», oí que alguien me decía, una sola voz muy próxima en el silencio donde habían estallado durante diez segundos todos los gritos de la plaza, una culata de mosquetón y un cuerpo que me desprendía de Mariana abriéndose paso entre nosotros dos, que ya eludíamos mirarnos y estábamos otra vez extraviados e inertes y queriendo fingir que no era cierta la vergüenza, que no había sucedido el abrazo como un relámpago de deseo. «Vamos, camaradas, dejadme pasar, que quiero verle la cara a ese espía cuando lo saquen», dijo la voz a mi lado, un muchacho sumariamente vestido de miliciano que avanzaba a codazos levantando como una bandera su mosquetón probablemente descargado e inútil. «¿Qué ocurre?», le preguntó Mariana, «¿a quién han detenido?», y él nos explicó, como excitado por la fiebre, que dos días antes habían detenido en un hotel de Mágina a un espía fascista, que ahora se preparaban para llevarlo en la furgoneta de la Guardia de Asalto a la prisión provincial. «Pero es aquí donde se le debe hacer justicia. Ese fascista es nuestro. Dicen que quería poner una bomba en la Casa del Pueblo, el asesino.» Se apartó de nosotros golpeando con la culata del mosquetón los cuerpos que le cerraban el paso, y lo vi desaparecer o hundirse entre las cabezas gritando como si estuviera solo y surgir luego encabalgado a la reja de una ventana muy próxima a la comisaría, con el mosquetón oscilando al final de la correa demasiado larga que lo sujetaba a su cuello. «Ahora van a sacarlo», gritó, señalando a los seis guardias que habían bajado de la furgoneta para formar una segunda línea más cerrada junto a la puerta de la comisaría, que alguien empezaba a abrir muy cautelosamente. «Ya sale», anunció el muchacho, y un gran bramido único se dilató en la plaza al tiempo que la multitud empujaba con oscura violencia contra el cordón de los guardias, «lo tienen en el portal, van a sacarlo ahora mismo». El hombre del balcón tiró desganadamente la colilla y desapareció tras los cristales, y como si eso fuera una señal los guardias se irguieron hasta parecer más altos en sus uniformes azules y soltaron al mismo tiempo los cerrojos de los fusiles. Cuando terminó de abrirse la puerta de la comisaría todas las voces se amortiguaron de golpe disgregándose en un rumor muy semejante al silencio. Ojos inmóviles, cabezas levantadas, banderas quietas entre los árboles, altas y rojas en el mediodía. Sin darse cuenta Mariana me apretaba dolorosamente una mano. «Hay un guardia en el umbral», le dije. «Apunta a alguien con una pistola.» El guardia caminaba de espaldas, diciendo algo que no llegué a entender mientras agitaba la pistola, vuelto a medias hacia el cerco de la multitud. Tras él salió un hombre con la cabeza baja y las manos esposadas al que los otros guardias empujaban hacia la furgoneta. Rodeado por ellos, el hombre no parecía caminar, sólo rendirse como aletargado al impulso de los fusiles que lo golpeaban, herido por la crueldad de la luz súbita que cegaba sus ojos al cabo de dos días de oscuridad, huraño a ella, muy pálido, sonámbulo ya de la muerte. Antes de subir a la parte trasera de la furgoneta se quedó inmóvil, como si no entendiera lo que le ordenaban, y levantó la cabeza por primera vez para mirar el muro de rostros que permanecían en silencio al otro lado de los fusiles. Se había erguido como quien oye pronunciar su nombre y no acierta a descubrir desde dónde lo llaman. El muchacho encabalgado en la reja gritó entonces, «asesino», y adelantó bruscamente la mano, pero ya no sostenía en ella su gorra militar, sino algo que yo no vi y silbó y derribó al hombre esposado entre las piernas de los guardias al tiempo que la muchedumbre revivida y el grito largo y la cólera nos arrastraban sin remedio hacia la puerta de la comisaría, derribando el límite de los fusiles y los uniformes y levantando en vilo el cuerpo sucio de sangre del prisionero que rebotaba contra la pared y caía sobre las losas y era de nuevo izado y desbaratado por las manos unánimes que ascendían abiertas para golpearlo o arañar su cara o su camisa desgarrada. Vi sus ojos, vi el brillo de la sangre que le manaba por las comisuras de la boca y el último jirón de una corbata negra alrededor del cuello, lo vi incorporarse jadeando sobre las rodillas y correr como un animal acuciado y herido hacia las columnas de piedra de los soportales. Se abrazó a una de ellas, la boca convulsa contra la piedra áspera y amarilla, vuelto hacia los perseguidores que se habían detenido y aguardaban algo o únicamente presenciaban su agonía formando un círculo de silencio alrededor de la columna. Sin cerrar los ojos, sin separar la boca de la arista de piedra donde parecía buscar el aire, se fue deslizando hacia el suelo con la misma lentitud con que descendía por la columna el hilo de su sangre, las manos juntas, como escondidas en las ingles, la lengua rota en un coágulo muy oscuro y no rojo que no llegó a derramarse del todo entre sus labios cuando dejó de moverse.