Era al principio, esa mañana, cuando llegamos a la estación, en el Ford que había pertenecido al padre de Manuel, cruzando las calles iluminadas y vacías de la ciudad, la avenida de tilos que terminaba en la explanada alta de banderas donde un mozo de uniforme nos saludó levantando el puño. Había silenciosas mujeres de luto y soldados heridos en los bancos del andén y violentos carteles de guerra en todas las paredes que tenían un aire entre anacrónico y lejano, como si la guerra que exaltaban no tuviera nada que ver con la tranquila estación y la mañana de Mágina. Estábamos solos, Mariana y yo, habíamos estado solos en la casa cuando bajé a desayunar y la encontré esperándome en el comedor, recién bañada y liviana, con el pelo húmedo y la camisa blanca desabrochada hasta muy cerca del inicio de los pechos sueltos y pálidos que yo vislumbraba en su leve penumbra cada vez que ella se inclinaba hacia mí para decirme algo y que me devolvían con súbita claridad y dolor a la tarde de 1933 en que la vi desconocida y desnuda en el estudio de Orlando. Había sido siempre así, pensé, rozarla siempre con mis ojos y mis manos y no cruzar nunca el abismo que divide a los cuerpos cuando están tan cerca que un solo gesto o una sola palabra bastaría para rasgar la telaraña cobarde que anuda el deseo a la desesperación, cuatro años justos que se resolvían en ceniza y en nada, con la fría serenidad visible de lo que ya ha sucedido, igual que se deshacía en el café el azúcar que yo estaba vertiendo en la taza, frente a Mariana, moviéndolo con una cucharilla, impasible, atento, turbiamente absorto en mi desayuno y en su camisa entreabierta. Pero estábamos solos y el silencio de la casa era como un don último que yo nunca me hubiera atrevido a solicitar, y, del mismo modo que en Mágina parecía no existir la guerra, porque no sonaban sirenas nocturnas ni había escombros quemados en medio de las calles, la ausencia de los otros me permitía el privilegio clandestino de imaginar que nadie iba a venir para disputarme a Mariana, limpiamente ofrecida a mis ojos en el comedor vacío. Manuel se había marchado muy temprano al cortijo, usando el tranvía, y no el automóvil, para que Mariana y yo pudiéramos subir a la estación a recoger a Orlando. Cuando me acomodé junto a ella en el asiento de cuero y cerré de un golpe la portezuela al mismo tiempo que Mariana encendía el motor fue como si también a mí me arrebatara su empuje, muy violento al principio, muy duramente contenido por ella cuando doblábamos el primer callejón camino de la plaza del general Orduña, pasando luego como un rumor o un largo golpe de viento contra los cristales cuando enfilamos las anchas calles despobladas del norte y Mariana, que había permanecido inclinada y tensa sobre el volante, se echó hacia atrás y me pidió que le encendiera un cigarrillo. Ilimitadamente ahora me pertenecía, no a mí, que iba a perderla, sino a la ternura de mis ojos que agregaban en el interior cálido del automóvil nuevas imágenes desconocidas a la figura de Mariana. Mariana de perfil contra el cristal de la ventanilla, sus manos deslizadas o firmes en el volante, su pelo castaño levantado y luego caído sobre la frente y el gesto rápido de la mano que lo apartaba y en seguida volvía a posarse en la palanca del freno, su frente y su nariz y su boca y al otro lado las fugaces calles reconocidas de Mágina, el cementerio lejano entre los descampados, las sombras de los tilos que sucesivamente hurtaban su rostro y lo devolvían a la luz, su risa, cuando detuvo el automóvil frente a la estación, como si hubiéramos culminado una aventura.

Nos dijeron que el tren de Orlando tardaría dos o tres horas en llegar. El retraso contrarió a Mariana como si esa espera dilatara la suya para huir de Mágina, pero yo secretamente agradecí las horas inéditas que se me concedían. Hacía tanto tiempo que no estaba solo con ella que era incapaz de calcular la duración exacta del que ahora poseía: cada minuto futuro era una moneda de esos tesoros excesivos que encontramos en algunos sueños, un tenue hilo de arena vertiginosamente derramada al que yo me asía para recobrarla. La veía venir, volver desde el trance preciso en que supe que la había conocido únicamente para perderla, la Mariana recién aparecida de mil novecientos treinta y tres, la Mariana posible, no deseada aún, la muchacha sin nombre con el mechón recto sobre las cejas y los ojos pintados como Louise Brooks que yo había visto antes de conocerla en unas fotografías que me mostró Orlando. La veía volver mientras caminábamos a un lado de las vías, más allá del andén, por la larga orilla de jaramagos tiernos que lo prolongaba, con las cabezas bajas, un poco separados, mirando el avance lento de nuestros propios pasos o la lejanía gris de los olivares. «Estoy con Manuel a todas horas, fíjate que hoy es el primer día que nos separamos desde que salió del hospital, pero en esa casa es como si siempre estuviera sola. Me da miedo todo, hasta contar los días que faltan para que nos marchemos. Me da miedo pensar en el viaje a París, yo, tan aventurera, que la primera vez que salí de Madrid fue para venir a Mágina. No puedes saber cómo te agradezco que hayas venido. Desde que echamos la carta estuve esperando que nos contestaras y temiendo siempre que te quedaras en Madrid. Llamaban a la puerta y salía corriendo para ver si era el cartero, y si sonaba el teléfono cerraba los ojos esperando que fueras tú quien llamaba. Contigo en la casa ya no me da miedo esa mujer, ni esa gente. Medina estaba seguro de que no ibas a venir. Le tomé odio, por ese modo en que lo decía, tan de médico, como si él pudiera saberlo todo.»

Estábamos ya muy lejos del andén, y al llegar a los primeros olivos iniciamos demoradamente el regreso. Mariana me tomó del brazo y descansó su peso en mí con un gesto que en otro tiempo fue usual, en Madrid, antes de Manuel, en las calles inciertas de la madrugada y la tentación nunca cumplida de abrazarla. «Mañana», decía al sentir su mano y la proximidad de sus caderas, rígido y cobarde, mañana y luego nunca, la otra casa, el dormitorio oscuro, el insomnio, el silencio y la espera y la oscuridad donde Beatriz no dormía. «Casi no puedo recordar lo que hacía antes de conocerte a ti», dijo Mariana. A un paso el andén, los soldados perezosos que la miraban, el reloj, donde iban a dar las once. Pero ella seguía apoyada en mi brazo y cuando levantaba la cabeza para buscar mis ojos yo veía en la transparencia de los suyos algo que no tenía nada que ver con sus palabras, que no era mío, ni de Manuel, ni de nadie, que pertenece ahora únicamente a la memoria del hombre en quien se fijaron por última vez, la certeza de una cita y de un disparo en el palomar, la voluntad de morir, ahora lo sé, para no ser nunca más vulnerable al abandono ni al miedo. «Modelo», repitió riéndose, «quién se acuerda de eso. No debieras recordármelo ahora. Yo no era nadie, menos que nadie, yo no era nada cuando te conocí. Iba de un sitio a otro, sin pararme nunca, porque si me hubiera detenido en alguien o en algo me habría deshecho en seguida, como una cara en el agua. Cuando apareciste tú y me miraste fue como si al fin yo me encarnara en mí misma. Ahora mismo te estoy viendo, tan callado y tan firme, mirando el cuadro, y no a mí, porque te daba vergüenza mirarme desnuda. Aquel día fue como si me viera por primera vez en los espejos. Tú no necesitabas hablar, ni siquiera moverte, para que se supiera que estabas en el mundo. Nunca había leído nada con tanta atención como los poemas tuyos que me dejaba Orlando. "Mira, esto lo ha escrito Solana. Salvo para nosotros dos, es un secreto." No dormía de noche leyendo los libros que me regalabas tú. Traje conmigo el primero de todos, La voz a ti debida, con la dedicatoria que le pediste a Salinas que escribiera para mí. "Para Mariana Ríos, con afecto, septiembre de 1933." Al leer aquellos poemas tenía siempre la sensación de que eras tú quien los escribía».

Que hay otro ser por el que miro el mundo, repetí, pero Mariana ya no estaba a mi lado y miraba las cosas más allá de mi deseo de inmovilizarlas en ella, rasgado por las agujas del reloj que se aliaban para señalar las doce y por el pitido aún lejano y la columna de humo que se adensó en tiznada niebla cuando el tren se detuvo frente a nosotros, sucio de guerra y de banderas desgarradas que colgaban a los costados de la locomotora, obsceno como un viejo animal de piel húmeda. Entre el humo que se deshacía revelando oscuros rostros ansiosos que miraban el andén desde las ventanillas vi a Orlando, que le hacía señas a Mariana agitando su carpeta de dibujo sobre las cabezas agrupadas contra los cristales, más alto que los otros, y antes de que él me viera, porque yo aún permanecía sentado en el banco del andén, oí sobre el estrépito de los vagones y los gritos de los soldados su gran voz y su risa mientras abrazaba a Mariana, levantándola en vuelo alrededor suyo. «Solana, viejo sátiro, príncipe de tu tiniebla, estás más pálido todavía que el domingo pasado. ¿O fue el sábado cuando nos emborrachamos por última vez?» Grande, cansado, con la ropa en un desorden de borrachera nocturna y un escaso mechón húmedo sobre las sienes, oliendo a alcohol y a medicinas, porque sufría ataques de asma, riendo con una obstinación en los ojos ebrios que a veces se me antojaba próxima a la locura, Orlando bajó del tren trayendo consigo como un emisario toda la excitación de la guerra y la premura ciega de Madrid. Traía carpetas de dibujos que se le cayeron al suelo cuando abrazó a Mariana y que yo recogí de entre los pies de la gente y una maleta que había extraviado en algún lugar del pasillo o de su departamento. Cuando ya subíamos a buscarla, yo urgido por la desesperación de Orlando, que aseguraba haber guardado en ella los bocetos de una obra maestra, apareció con ella un muchacho delgado y de pelo largo y muy negro cuyo rostro reconocí lejanamente. «Dios, por fin ha aparecido», dijo Orlando de un modo que no dejaba saber si se refería a la maleta o al muchacho. «Temí haberlos perdido a los dos, y os juro que prefería perder la maleta que perderlo a él. Santiago, ésta es Mariana, que ha tenido la gentileza de invitarnos a su boda con un hacendado de la localidad. A Solana creo que ya lo conoces. Es el que escribe en Octubre esos artículos tan finos sobre el arte y la revolución proletaria. Aspira a un puesto en el buró político.»

Hablaba tanto y tan rápido y con tan malvadas aristas que calculé que había estado bebiendo hasta el momento justo en que el tren llegó a Mágina. La petaca de licor le abultaba un bolsillo de la chaqueta, pero cuando nos presentó al muchacho que había traído consigo entendí que era el orgullo y no el alcohol la razón más cierta de su exaltada alegría. «Solana, debes volver cuanto antes a Madrid. El frente va a desmoronarse si tú no vas a recitarles a nuestros soldados alguno de tus romances comunistas. Hasta los intelectuales claman por ti. El otro día me encontré a Bergamín, con esa cara de recién comulgado que tiene siempre, y me dijo que en cuanto volvieras iba a nombrarte secretario suyo para ese congreso que preparáis en Valencia. No te lo pierdas, Marianita, el Congreso de Intelectuales Antifascistas o algo parecido. Todo con mayúsculas.» Me pasó la mano por el hombro no tanto para congraciarse conmigo como para no perder el equilibrio, y apoyado en Mariana y en mí salió de la estación. Allí se detuvo, junto al automóvil abierto donde Santiago y yo guardábamos el equipaje, mirando como deslumbrado el vasto cielo azul y la doble avenida de tilos que cortaba la llanura en dirección a Mágina, cuyas torres más altas se divisaban como agujas picudas sobre el descampado. Orlando se quitó el pañuelo rojo y negro que siempre llevaba al cuello y se limpió con él el sudor de la cara, fijo en la claridad, con el pañuelo detenido junto a la boca, como una máscara que no se decidiera a arrancarse. «Solana», dijo, de espaldas a nosotros, «Solana infiel, tenías que habérmelo dicho, tenías que haberme advertido de esta luz. ¿No eras capaz de darte cuenta que ésta es la luz que yo estaba esperando? Hasta Velázquez es oscuridad comparado con ella». Se tambaleaba con la cabeza vuelta hacia lo azul, y cuando Santiago bajó del automóvil ya en marcha y lo tomó del brazo como a un ciego la abatió de golpe y cerró los ojos, y pareció dormirse contra el respaldo del asiento trasero, con la boca y las aletas de la nariz muy abiertas, como si soñara el inicio de un ataque de asma.