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A Victorino le revuelve las tripas el vecino de enfrente, un ciempiés huidizo y misterioso. Seguramente llega a acostarse de madrugada, pisando en puntillas, ningún habitante de este pasadizo lo ha visto entrar a su pieza. Salir sí, por entre los ruidos del mediodía, siempre de prisa como si temiera perder una cita importante, como si quisiera eliminar la posibilidad de una conversación, la gente acostumbra pedir favores, indagar sobre la vida ajena. Es un mulato que no se resigna a serlo, de pelo negro y aceitoso, pasa domesticada por pelladas de vaselina; en la cara se le apeñuscan en archipiélagos los barros; usa corbaticas de mariposa o bufandas de un color amarillo carnavalesco. Mamá le profesa un temor supersticioso, evita cruzarse con él en las soledades del largo corredor, suele decir cuando menos se espera (Victorino adivina al vuelo a quién se refiere, ella nunca menciona su nombre, seguramente no lo sabe):

– No me ha hecho ningún daño, ni siquiera me ha dirigido la palabra, Dios me perdone, pero no me gusta ni un poquito.

La alegría del patio, en cambio, tiene su origen y sede en la pieza de la derecha, allí habita el maestro albañil Ruperto Belisario, Victorino le dice don Ruperto, en compañía de su mujer, dos hijas y un loro. Se comenta que todos (menos el loro) duermen en el mismo catre, no obstante los aparentes impedimentos morales que van a continuación:

a) don Ruperto no es casado con su mujer;

b) las dos hijas de don Ruperto son mayores de quince años;

c) ninguna de las dos es hija de don Ruperto sino producto de dos maridos anteriores, también sin matrimonio, que la mujer de don Ruperto disfrutó en épocas pasadas.

Así los enumera el padre de Victorino, dedo a dedo, cuando llega a puerto con exceso de tragos en la cabeza, lo cual es pan de cada dos días. Olvida, enredado en su maledicencia alcohólica, que él tampoco está casado con Mamá, como no ha sabido de boda ninguno de los habitantes de esta casa de vecindad, con la excepción inconcebible de la gorda que cobra los alquileres y avizora las incorrecciones a la entrada del pasadizo, en la pieza número 1. La gorda no pierde la ocasión de echar en cara a los demás que ella es "una señora casada por la iglesia y por el civil", como si ese detalle fortuito significara algo en este país.

La alegría nace y reside en la pieza del maestro albañil Ruperto Belisario, no tanto por sus moradores conscientes como por el loro, vivo gramófono encaramado al alambre de tender ropa (a veces se caga una sábana recién lavada y llueven escobazos sobre sus verdores) con quien Victorino ha establecido una amistad indestructible. Le ha enseñado a decir una cortesía desquiciadora: ¡Adiós, hijoeputa!, el saludo origina enconadas trapatiestas, el loro se lo endilga a todo aquel que pasa por su lado, más de cinco visitantes han amenazado con meterle una puñalada a don Ruperto si el animalito insiste en calificarlos de esa manera. Las hijas de don Ruperto sonríen encubridoramente, saben que ha sido Victorino el profesor del mal hablado, jamás lo denuncian ante los energúmenos ofendidos. Victorino está enamorado de Carmen Eugenia, la menor de las hijas de don Ruperto, Carmen Eugenia es una mujer hecha y derecha, le lleva un racimo de años pero uno no manda en sus sentimientos. Se ha valido de las más ingeniosas triquiñuelas imaginables, agujeros abiertos a parsimonioso filo de navaja, escaladas felinas a un tejado tembleque, para tratar de verle algo importante (se conformaría con una teta) cuando ella se baña en la única regadera que existe, allá en los confines del último patio, pasando la cocina común y los fregaderos igualmente comunes. Hasta el presente los ojos de Victorino no han logrado disfrutar sino de sus pies descalzos, pies excitantes de suave azúcar morena, pero están a la vista del público, su contemplación no constituye ningún privilegio ni ningún pecado.

Allá viene Facundo Gutiérrez, el padre de Victorino Pérez, con más de una botella entre pecho y espalda, se le adivina en la tiesura aparatosa, en los saludos de payaso a diestra y siniestra, después se le huele de cerca. Está sin trabajo, ya Mamá y Victorino lo sospechan, al conseguirlo desaparece de estos andurriales, cuenta más tarde que andaba por el interior del país, de camionero. Pero siempre pierde el empleo, es el sino secular de los borrachos, regresa voraz y desvergonzado, se come las arepas que Mamá amasa para venderlas, le decomisa las monedas que ella guarda en una lata vacía de Quaker, se acuesta a dormir con ella, Victorino los oye resoplar y gruñir como animales del monte, y para completar la vaina me pega, es verdad que Mamá también me pega, pero a ella le sobra derecho porque es mi madre, además me pega con la mano abierta, sufre conmigo después de la pela, mientras que Facundo Gutiérrez, así se llama mi papá, se quita con toda su calma la correa, goza con mis chillidos, ni Cristo el milagroso, ni Mandrake el mago me salvan hoy, me escapé de la escuela donde me habían enchiquerado, no pude soportar a los mariquitos vestidos de marineros queme sentaron al lado, Mamá se lo va a contar a Facundo Gutiérrez, no quiere contárselo pero se lo contará al final, no me salva ni Cristo ni Mandrake.

Facundo Gutiérrez apesta a anís y amoniaco, pasa de largo, no se da por enterado de la presencia del niño, levanta de un manotón la cortina de cretona. A los oídos de Victorino llegan palabras borrosas cuyo sentido no capta pero presiente. ¿Qué hace ese muchacho aquí a esta hora, sentado en un quicio como un limosnero, en vez de estar en la escuela?, dirá él. Mamá permanecerá en silencio, atrincherada en la esperanza de que su mente inestable lo desvíe a hablar de otra cosa, salta de tema en tema cuando está así. Eres tú la única culpable, lo tienes amarrado a tus fustanes como perro, como esclavo, te hace los mandados, nunca aprenderá a leer, dirá él. Mamá confesará entonces que Victorino se jubiló de las clases, pero ya lo castigó, le cayó a coscorrones, le metió cuatro cachetadas, lo tiene sentado en el quicio hasta que llegue la hora de volver a la escuela. Y a Facundo Gutiérrez le parecerá una sanción menguada y alcahuete las cachetadas, los coscorrones y el confinamiento al quicio.

– ¡Vengacá, Victorino!-

Facundo Gutiérrez lo está esperando, robot de premeditación y castigo, con la hebilla de la correa anudada a la mano derecha, es una correa ancha y sombría, sacada del cuero de una bestia peluda, váquiro o quizás demonio en cuatro patas. Intentar la huida, sacar lances toreros a los cintarazos, son artimañas contraproducentes, lo sabe. Lo más sensato es encajar las mandíbulas entre los hombros como los boxeadores, como Ramoncito Arias; protegerse la paloma y las bolas con ambas manos para librarse de un mal golpe; ofrecer hombros, brazos, piernas, nalgas, lo secundario, al encuentro del látigo. También es aconsejable alargar el calderón de los quejidos, elevar el diapasón a sus vibraciones más altas, se alarma el vecindario, ¡A ese muchacho lo están matando!, se cohibe el verdugo. Esta vez Victorino ha preferido guapear, pujar el sufrimiento sin llorarlo a gritos, para que no se entere Carmen Eugenia de su humillación, ella está en la pieza de al lado, canturreando un bolero y planchando una camisa.

Facundo Gutiérrez no es un fustigador silencioso sino un caifas vociferante, acompaña sus correazos con sermones malignos, injurias personales y siniestras amenazas:

¡Mojón, malagradecido! Te voy a dejar lisiado, ¡esputo de tísico!

Le ha sacudido mayor número de golpes que nunca, el alcohol lo enardece como pinchazo de avispa, sabe Dios cuándo interviene Mamá, suplica que ya es bastante, Facundo Gutiérrez alucinado no la escucha, Mamá se ve obligada a enfrentársele físicamente, lo llama Herodes, le sujeta los brazos para impedir la prolongación del vapuleo, ¡Lo vas a matar!, Victorino huye en carrera.

Ha venido a llorar al corral más lejano, donde nadie lo vea ni lo compadezca. Se ha sepultado de espaldas entre la V de dos peñascos que se abre al pie de un cují corcovado. De los lavaderos desciende una melaza jabonosa, zumo de trapos sucios y peroles grasientos. Facundo Gutiérrez es su padre, no lo niega, pero lo odia con todas las púas de su corazón de negrito rencoroso, no existe debajo de sus costillas otro martilleo tan recio, ni el amor a Mamá, ni el deseo de ver desnuda a Carmen Eugenia, como su odio a Facundo Gutiérrez. En el dorso del terraplén yergue sus líneas, con donaire engreído de ánfora helénica, una bacinilla desfondada, el desgarrón le ha tallado en el peltre una corola de camelia enmohecida. Lo odiaría igual si jamás me hubiera puesto la mano encima. De la hojarasca terrosa que limita con el corral vecino surge una gallinita blanca con una lombriz en el pico, ¿por dónde andará el gallo pataruco de la gorda que recauda los alquileres?, la aplastaría nupcialmente bajo su poderosa pechuga, le daría lo suyo entre una tolvanera de plumas y espeluznos. Facundo Gutiérrez se levantó de la mesa, estaban comiendo, y cacheteó a Mamá en presencia de Victorino, sí señor, en su presencia. Ahora desfilan Carmen Eugenia y su embrujo frente a sus ojos nublados, ella bambolea las caderas para mortificarlo, entra sonriendo sigilosamente al cuarto de la letrina, y él (decepcionado de la vida) violenta su inventiva para imaginarla sentada en la poceta ruin, las pantaletas caídas a media canilla, visión que cura el enamoramiento. Facundo Gutiérrez se paró de la mesa vuelto una fiera, y le dio a Mamá una trompada en mi presencia, sí señor, en mi presencia, juro que.

A ras de tierra irrumpe en el corral un graznido patizambo y verde. Como lo sabe apaleado y doliente, el loro ha descendido del alambre en misión de consuelo. Se detiene familiarmente a la vista del niño abatido, le grita las únicas palabras que puede gritar:

¡Adiós, hijoeputa!

Victorino olvida la amistad que los une, olvida que el animal repite una laboriosa enseñanza suya, olvida todo el pasado afectivo, le arroja una pedrada frenética. De haber dado en el blanco, lo acompañaría hasta la hora de su muerte el espectro emplumado del más inicuo de los crímenes.