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Victorino Peralta

Es esta, ¿quién lo discute?, una maquinaria celestial, el carromato de Neptuno, y es éste, ¿quién se atreve a dudarlo?, el día más feliz en la vida de Victorino, el único día de su vida que ha merecido el infeliz epíteto de feliz. Lo ha detenido suavemente, a cincuenta metros de la casa de Ramuncho, en un callejón sin portales, contempla a sus anchas los pormenores del tablero, como un recién casado examina avaramente los pezones y el ombligo y el pubis de su novia tras haberla despojado de los velos y corpinos que ocultaban tales santuarios. Botones, palancas, suiches, agujas sensitivas, anillos de metal, órbitas de vidrio, establecen sobre la madera una ordenación nunca igualable por la más armoniosa obra de arte. 1) Mecanisno que registra la temperatura del agua. 2) Amperímetro. 3) Contador de revoluciones. 4) Graduador de la intensidad de las luces. Ningún miembro de la familia creyó en serio que su padre, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, descendería a la descabellada debilidad de comprarle a Victorino el Maserati que venía mendigando, otras veces reclamando, desde hace catorce meses, ninguno lo creyó, no obstante que Victorino ponía en juego con taimada diplomacia todos sus aceitados resortes de seducción, sus mañas y prerrogativas de primogénito, sus derechos de único hijo varón con tres hermanitas anodinas y enfermizas. 5) Cilindro que regula el aire del carburador. 6) Manecilla que señala el nivel de la gasolina. 7) Tentáculo que hace parpadear los faros. 8) Clavija que deja en libertad la tapa del motor. No entraba dentro de la lógica, al menos dentro de la lógica de los cuerdos, que su padre, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, cediera ante las ambiciosas

instancias de Victorino, no precisamente en virtud del costo del Maserati (el ingeniero no se encomienda a Dios ni al diablo cuando se trata de echar por la ventana su parte de la inagotable, de la siempre en proceso de mayor valía herencia que dejó a sus hijos don Argimiro Peralta Dahomey, latifundista por los Peraltas y rentista por los Dahomey, haciendas improductivas que se convirtieron en urbanizaciones de a trescientos bolívares el metro cuadrado, corralones de chivos donde brotaron edificios de veinte pisos, acciones de compañías anónimas que cada año acrecientan su valor, el rey Midas al lado del abuelo de Victorino era un rudimentario alquimista). 9) Llave para poner en movimiento el abanico del parabrisas. 10) Cuentakilómetros parcial. 11) Botón para elevar la antena de la radio.12) Manivela para abrir los postigos que airean los pies del conductor. Al padre de Victorino, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, no lo cohibía la firma de un cheque más sino las presumibles intromisiones de sus compañeros de bridge: "Estás loco de remate, Argimiro, solamente a un hombre que ha perdido la razón puede ocurrírsele el disparate de regalarle un Maserati a un muchacho que no ha cumplido todavía dieciocho años, dos trenes". 13) Encendido de la calefacción (si calefacción se necesitara en el bochorno del trópico). 14) Palanca del freno de mano. 15) El boliche de mango rojo que está a mi derecha es el cambio de velocidades. 16) Reloj infaliblemente suizo. 17) Radio poderosamente alemana, sintoniza las estaciones más fenomenales, Aquí Wollongong, ¿donde quedará esa vaina? 18) Fastuoso rectángulo de una guantera con pretensiones de cofre para guardar diamantes. La circunstancia decisiva en el triunfo de Victorino fue el invalorable refuerzo de Mami, Mami que se había mantenido neutral dijo inesperadamente detrás de su té con limón: "¿Por qué no complaces a Victorino y le compras el Maserati como regalo de cumpleaños, Argimiro?" Gris claro metálico como yo lo deseaba, capaz de llegar (el 220 está estampado en números indiscutibles, a la derecha del registro de velocidades, en el ángulo derecho), capaz de llegar a 220 kilómetros por hora, ¿qué me van a tirar, puretos de mierda? Mami estuvo exquisita esta mañana, entró en el cuarto de Victorino envuelta en la más vaporosa de sus batas de encaje, lo besó en la frente para inaugurar el aniversario y dijo al desgaire, como si hablara de un asunto trivial: "Asómate a la ventana y verás el regalo de cumpleaños que te encargó tu padre". Y aunque Victorino sabía ya de qué se trataba (Johnny, el chofer trinitario no tuvo entereza para guardar el secreto), rugió de

felicidad cuando lo divisó, gris claro metálico como él lo fantaseaba, al pie de los chaguaramos del pórtico.

No podía ser otro sino Ramuncho corazón de tigre, pana inseparable de Victorino, el primero en pasear a su lado en el Maserati, orgullo de la industria automovilística italiana, corona roja de tres puntas en campo gris, único ejemplar existente en la Gran Colombia. Ramuncho se desplomó atónito sobre el asiento de piel azul, masticando como chicle obtusas palabras (¡Coño, vale, parece un sueño de James Bond, un sostén de Brígitte Bardot, la morronga de Supermán, una cápsula espacial con la bragueta abierta!) y luego se consagró a escrutar el tablero con reverencias de monaguillo. El Maserati avanza por las avenidas en la cadencia eclesiástica de su mínima velocidad, cruza las esquinas en pomposa andadura de elefante faraónico, atraviesa triunfalmente el asombro de las muchachas en flor, una carcajada de Victorino estría la solemnidad de la ceremonia. Ramuncho, su risa triturada de saxofón, desafina un acompañamiento.

– ¡Qué cara puso el pobre matusa!-

La hazaña que celebran sucedió anoche, joda privada de despedida a los diecisiete años de Victorino que concluían en la madrugada. A Victorino le encorajina el alma oír hablar del miedo (en el colegio pretendieron infructuosamente hacerle leer un libro abyecto donde, según adelantó la profesora, el invencible Héctor prefiere huir como un venado antes que enfrentarse a la lanza de Aquiles) como de un estado de ánimo llevadero, como de una enfermedad corriente y curable. Cuando el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, su padre, se siente Bertrand Russell de sobremesa, sostiene ante la familia deslumbrada que el miedo es la fuente primordial de todas las religiones (el creador de Dios, nada menos), la energía motriz de la historia y sus rueditas, la pasión alentadora de los experimentos científicos, el tuétano de la pintura abstracta. Victorino, por su parte, jamás ha sentido en su interior ese derrumbamiento correoso que llaman miedo, ni está dispuesto a sentirlo mientras viva. Lo acosaba, eso sí, la curiosidad de contemplarlo como en el lente de un microscopio, estancado en una superlativa palidez, o en el azogar de unos ojos, convulso en el escalofrío de una voluntad.

Ramuncho lo ha traído a horcajadas en la parrilla de su motocicleta, hasta esta avenida solitaria cuya única luz es la mirada esclerótica de una bombilla pública. Un viejo noctámbulo avanza erguido hacia ellos. No está borracho, opina Ramuncho, se retrasó quizás en una partida de poker, esta no es hora de regresar a sus casas los padres de familia. Justamente cuando su silueta adquiere rasgos en el cono lechoso que mana de la bombilla (de otro modo la oscuridad les impediría saborear a plenitud el espectáculo) Victorino irrumpe de las sombras y le apoya la pistola en el pecho, una Colt virgo de alta potencia que ronroneaba su hastío engavetada en el escritorio de su padre.

– ¡Este es un atraco, arriba las manos!-

Detrás de la media negra de mujer que le cubre el rostro, con dos agujeros por ojetes, Victorino atisba la desintegración de aquel pajarraco, una trepidación de mazmorra zangolotea los pellejos, comienza a lloriquear sin darse cuenta, no encuentra en ningún recoveco de su organismo el pequeño impulso necesario para levantar las manos, se ha orinado los pantalones.

– ¡Arriba las manos, viejo pendejo, o te metemos dos balazos!- dice Ramuncho despiadado desde la penumbra.

El temblequeo del anciano repercute en el estómago de Victorino, lo pone en los límites del vómito, le asaltan ganas de escupirlo, de patearle el trasero cuando el hombre suplica: -"Por favor, señores, no me maten, tengo cinco hijos y dos nietecitos, no me maten".- El miedo frente a frente no valía la pena mirarlo.

El botín se reduce a una roñosa billetera descosida por el sudor y el roce de los bolsillos. Contiene una fotografía ramplona, tamaño postal, de una familia paliducha en trajes domingueros, y dos desvaídos billetes de a veinte. Victorino cede gustosamente el dinero a Ramuncho, arroja la billetera vacía a la maraña de un matorral, se guarda la fotografía como souvenir.

– ¡Qué cara puso!-

El Maserati avanza majestuoso por entre una doble hilera de jabillos, la risa de Ramuncho se extingue en una estridencia agria de saxofones, "ese toro enamorado de la luna", canta la radio.

El juego consiste en permanecer ausente de este mundo el mayor tiempo soportable. Victorino se ve obligado a practicarlo sin compañía, ningún otro niño del barrio, y menos aún los angelotes estrábicos del colegio de monjas, osarían competir con él en esa prolongada sepultura bajo lápidas de frescores azules, en ese sometimiento de la respiración a la batuta de un mandato inquebrantable, en ese ir y venir olvidado de la tierra como los peces, en ese abrir los ojos para enfrentarse impávido a los sables del agua. La cabeza emerge inesperadamente al pie del trampolín, los mechones rubios se le estampillan a la frente, las córneas vibran enrojecidas por el voluntarioso desafío.

Johnny, el chofer trinitario, ha hecho guardia perrunamente al borde de la piscina, no para prestarle ayuda de emergencia a quien no la quiere ni la aceptaría, sino para transmitir una orden que lo ha acompañado escaleras abajo:

– Victorino, dice la señora que-

– Ya sabe lo que dice Mami.- Que hoy es el santo de Gladys (no cree Victorino que haya existido santa ninguna con ese nombre de puta inglesa, pero hay que celebrarle su fiesta a la hermana de todas maneras) que hoy es el santo de Gladys y no debe olvidarlo. Después de Gladys nació Betty, y por último Margaret, y a Victorino, el primogénito, de no ser por la incontrovertible opinión de la abuela (doña Adelaida había hecho formales promesas a un mártir que aparecía en el calendario) le habrían puesto Richard, Ricky, una ignominia. Gladys, Betty, Margaret, son tres libélulas espolvoreadas de azúcar, envueltas en velos y cintajos azules, otras tardes son rosados o amarillos, que desgranan todo el arco iris de los llantos, desde que Dios amanece hasta que las acuestan entre polichinelas y sollozos.

Hoy es el santo de Gladys, ya has pasado más de una hora en la piscina, te vas a resfriar, es tiempo de vestirse para. Una pegajosa tarde de aburrimiento y pendejadas gravita sobre la cabeza de Victorino. Llegarán en tropel las amiguitas de Gladys, zapatitos de tiza, culitos de muselina, acompañadas de nodrizas negras con delantales impolutos que las traen de la mano, nodrizas negras suspirando por bomberos y medias de seda. Vendrá inevitablemente Lucy, le dedicará sus atisbos melancólicos de becerra destetada, le rociará promesas desde el pedestal de su ternura, hasta que él se acerque a llevarle un helado y ella le diga Muchas gracias Victorino, con un dejo empalagoso de te quiero mucho me muero por ti. Una fiesta ridícula, postiza e inaguantable como las óperas italianas o como los animales afeminados de Walt Disney.