10 de julio

Anoche me vino el ataque y haciendo balance debo dar gracias. Sé que algo muy parecido lo leí en las declaraciones de una mujer casi famosa pero no puedo recordar su nombre. Tal vez las raíces de esta coincidencia sean distintas. Ella, ella y yo, él.

Esa mujer decía que su mayor felicidad consistía en lograr que la dejaran sola y su mayor desdicha que le impusieran la soledad. Pienso que el ataque de anoche no sólo fue causado por haber quedado sin compañía en la gran casona. Eufrasia y la chiquilina se habían ido, muy temprano mientras yo dormía, a Santamaría Nueva. Encontré al despertar a mediodía pan, tortilla y chorizos. También había sobre la mesa una botella de caña pero me contuve y no bebí. Tenía además unos cuantos libros de asesinos y detectives pero no me daban ganas. Hacia tantos meses que nada me llegaba de Aura, nombre que en otros tiempos expresaba nuestro cariño. Nunca sabrá cuanto la sigo queriendo.

Era un hermoso día soleado y después de comer me eché vestido en la cama grande. No para la siesta sino para mirar, bocarriba, inmovil, con las manos juntas sobre el vientre, la evolución del sol en el piso y en las paredes. Minutos, horas. El sol trepando y yo quieto jugando a la indiferencia. Nada que ver conmigo. Se fue acercando el crepúsculo y acabé por aceptar mi error cuando vi que el sol, ya casi horizontal, estaba lamiendo la reproducción de la cortesana del collar de gemas, tan gastada por el tiempo y sus mudanzas.

Y de pronto empezó. Como siempre, tan temida y nunca olvidada. En el comienzo yo pensaba mi nombre completo y lo repetía sin hablar, miles de veces, hasta que ya no era mi nombre, nada significaba. Pero como yo seguía siendo yo, tenía fatalmente que preguntarme quién es yo, porque yo soy yo y definitivamente no otro. Y la imposibilidad de pensarme, sentirme otro. Agregando que además ningún otro podría nunca comprender si yo tratara de explicarle este, mi ataque. Porque todo otro, conocido o imaginable, negaría serlo, afirmaría sin la más pequeña duda ser un yo. El suyo, y que se vaya al infierno.

Recuerdo que en Monte, hace años, traté de confesarle algo muy semejante a esto a un siquiatra de diván. Este medico de diván, muy inteligente y católico, no me dio un diagnostico pero si dijo a un amigo que yo estaba loco.

Debo dar gracias porque esta catarsis me vació a mí y volví a sentirme burlón e indiferente y sería la madrugada cuando tomé algunas copas de caña aunque varias veces había dicho nunca más.

Miré amanecer en el cielo y en el río y contemplé el eterno misterio verdinegro del bosque.

13 de julio

La pereza y los días fueron enfriando las frases de aquella mujer de una noche. Ya de mañana, eligió despedirse con una mentira. Me dijo que estaba viviendo en el hotel Victoria . Este es, por ahora, el último nombre que le pusieron al enorme edificio que, según me cuentan, fue en un tiempo un hotel caro y muy visitado.

Periódicamente se producían las quiebras, aparecían otros propietarios, se hacían reformas y se inventaban nuevos nombres que intentaban lograr el olvido de tantos fracasos.

Pero pude averiguar que la mujer que en el hasta mañana mintió llamarse Mirtha, nombre en el que era imposible insertar una hache, nunca había pisado el Gran Hotel Victoria .

Ella habló mucho entre las interrupciones que fuimos requiriendo aquella noche y mañana. Cada vez más alargadas y empeñosas. Pero me basta con el recuerdo y la tristeza del bien perdido. Lo que me importa es tratar de reconstruir sus frases. Aunque debo dejar escrita mi sorpresa inicial. Cuando empezamos con la batalla que llaman amor, vi, sentí que aquella mujer nada tenía que ver con las putas que yo levantaba del Chamamé . Aunque intentara no creer, era indudable que ella gozaba. No trató de engañarme con suspiros, gemidos, gritos sueltos o ahogados ni revolcando la cabeza en la almohada.

Me bastó mirar su cara dolorosa que sufría hasta alcanzar la fealdad. Aquel frenesí impúdico tan ajeno a la quietud paciente de las putas del salón de enfrente. Pensé que llevaría mucho tiempo de castidad cuando me obligó a cambiar la posición de mi cuerpo, se colocó encima y casi de inmediato dijo:

– Ay, Dios mío -mientras las lagrimas le mojaban la cara.

A lo largo del encuentro hice amistad con su triple oferta y fui gratificado con una sorpresa que me aumentó la furia.

Al apuntar esta ventura recuerdo que en mis experiencias comprobé que los perfumes femeninos se dividen entre los que me dan evocaciones marinas y los que me obligan a pensar en un cubil de fieras.

La falsa Mirtha era generosa con ambos.

Pienso que estas felicidades compañeras se dan pocas veces en la vida, sin haberlas merecido. Acaso porque el destino esta de buen humor.

Todo esto es muy hermoso pero ya no me excita. Mañana trataré de reconstruir y apuntar lo que ella me fue diciendo como si se confesara.

15 de julio

Tal vez este confundiendo los tiempos. Elijo este para Díaz Grey. La imposición del teléfono parió indignación y tristeza. Aquella blancura arrinconada me estuvo recordando que no había en el mundo ninguna persona a la que yo deseara llamar.

Y cuando el aparato sonaba lo sentía como un zumbido entrecortado que perforaba el aire, sólo para retirarse después de las palabras escasas.

Era siempre Díaz Grey y hablaba como temiendo que un tercero escuchara.

Una vez por semana al menos, pero nunca en día fijo. Pienso que el hipotético pinchatelefonos quedaba defraudado porque nuestras conversaciones eran siempre variantes de este modelo:

– Hola, Garr. Quería invitarlo a robar un malta si no tiene algo mejor que hacer (aquí reía simpático)

– Caramba, doctor. Pensaba masturbarme. Ya sabe ustéd que Onán…

– Que se joda don Juan. A las nueve. Lo del malta va en serio.

Me unía a las toses del jeep y a las nueve subía la escalinata de la que el llamaba la locura de Petrus. Tal vez sin saberlo, recordando a mi amigo Almayer porque había descubierto o encontrado el quiosco librería del viejo Lanza.

15 de agosto

Recuerdo la primera visita de mis amigos los camioneros. Bueno, la amistad se fue haciendo en sábados sucesivos. Yo estaba leyendo un libro, cualquier policial vetada por Lanza. Para mí, el silencio era total con excepción, tal vez, de la serenata del grillo cuyo escondite en el dormitorio nunca Tra pudo descubrir. Y vuelvo al primer sábado. Nada oí pero mi perro se puso a gruñir. Yo esperaba y temía los ladridos pero éramos tan amigos, nos queríamos tanto que me basto hablarle y acariciarlo para que se sosegara y volviera a los pies de la cama. Sentí que ya pesaba mucho, que había perdido la felicidad inquieta de sus días de cachorro pero conservaba la felicidad de seguir ignorando que algún día iba a morir. Ahora yo también estuve distinguiendo los ruidos de la descarga y la vigorosa mala palabra de algún camionero que se había golpeado al bajar del vehículo. No hicimos caso y tratamos de dormir. El lo consiguió o fingió el sueño para complacerme.

17 de agosto

Los sábados y domingos se inician con pequeños ruidos que no llegan a despertarme pero van debilitando el poderío de mi sueño. Es Eufrasia que se esta vistiendo para su viaje a Santamaría Nueva. Hace compras, encuentra amores o los reencuentra, visita a los padrinos de Elvirita y vuelve los lunes para aburrirme con el relato de las novedades que surgieron en las vidas de tanta gente estúpida que ella conoce y para mí no pasan de formar un grupo gris, desechable y anónimo. Pero también hablo de Elvirita creyendo que la conoce y que mucho sabe de sus andanzas.

Pero para mí basta con que me la nombre y me tolere, sin saberlo, inventar curiosidades distraídas para decir a mi vez el nombre de la muchacha. Pero, antes de sus regresos de los lunes, yo viví dos noches que los anteceden.

Ahora soy amigo de los visitantes de la noche. Soy amigo del camión, del hombre que lo conduce y nunca baja ni había, de los dos tripulantes que no son siempre los mismos y también amigo ignorado de la mercadería que a veces ayudo a cargar hasta el galpón. Tra siempre agradecido al movimiento de las cosas, agitando el rabo, festejando con débiles ladridos que me parecen risas de bienvenida.

Tal vez mis conversaciones con los tripulantes, aunque debería decir con el que capitaneaba el viaje, fueran siempre iguales a través de semanas y meses.

– ¿Que tal, buen viaje? -yo.

– Sin novedad -él.

Este era un hombre corpulento, rubio pelirrojo con una invariada camisa a cuadros, robada sin duda de alguna película en colores con tema del Lejano Oeste. Aquella camisa, siempre semiabierta en el pecho, era como su uniforme y no vestía otra cosa así las noches fueran calurosas o heladas. Cierta vez le ofrecí un trago de una de las mejores botellas de las que le regalan al doctor pero se excuso.

– Yo, a lo mío -saco una petaca del bolsillo trasero del pantalón y bebió sin invitarme.

Cuando termina la descarga y el camión se aleja, cumplo con mi tarea nocturna y llamo por teléfono para repetir las dos palabras tan avejentadas por el uso:

– Misión cumplida.

5 de septiembre

Alguna vez, movido por una tortuosa forma de la cobardía, por eludir sin comprometerme, por la vieja tentación de zambullir guardando la ropa, mascullé ante Díaz Grey un indeciso remordimiento por estar participando en repartir decadencias y muertes.

El medico me desconcertó diciendo:

– Un drogadicto, como un alcohólico, es un suicida. Esta ejerciendo su derecho indiscutible a practicar un suicidio al ralenti. El alcohol no esta prohibido porque los gobiernos son socios de los fabricantes. Cobran sus ganancias mediante impuestos. Lo mismo digo del tabaco. Cuando prohíban el suicidio renunciaremos a los camiones.

No exactamente con estas palabras fue lo que dijo. Al despedirme me regalo un libro llamado El mito de Sísifo. Hace unos días empecé a leerlo.

18 de julio

Escribo y repaso esta fecha con el bolígrafo último modelo que compre en el tinglado del viejo Lanza. Es una fecha que me gustaría tenerla inmóvil durante la farsa de los días que se acumulan y reclaman su lugar y desean sustituir y ocupar vacíos el sitio que encabezan estos apuntes.