Hubo una pausa y nos fuimos alejando de la pequeña Babilonia. La velocidad del coche iba cambiando el paisaje. Distinguí una serie de casitas blancas, idénticas, cada una con su pequeño cuadrilongo de pasto al frente. Supuse, adivine que lo llamaban césped. Luego campo de verdad, kilometres de tierra, yuyos y las inevitables vacas pensativas. El turco con-servo el silencio y fue suavizando la marcha. Atraco junto a una especie de caseta techada con paja seca. Había también una estantería con reloj de tictac ruidoso, botellas y vasos.

– Un descanso -dijo el turco-. No puede faltar mucho. El turco lleno dos vasos con un liquido transparente. Tal vez fuera aguardiente.

Se sentó y dijo otra vez que faltaba poco. Introdujo la mano en algún bolsillo interior y puso una carterita sobre la mesa. Estuvo examinando papeles, escribió pocas líneas con lápiz o bolígrafo. Yo dije: «Se nos va a quedar ciego. Aquí no se ve ni lo que se con-versa». Ignore por que se me escapo el plural.

– Aquí no se prenden luces -me contesto terminante el turco.

Después, casi invisible en la noche, hablo para si:

– Porque este es un trabajo que solo empieza de veras después que termino. Durante el viaje el aparato de refrigeración del coche llego hasta colocarme en la antesala de un resfrío, para decirlo en pocas palabras. Ahora, en las tinieblas de la casilla el calor me hacia sudar. Aguante callado. En realidad yo me había estado buscando aquella peregrinación hasta la frontera. Oí una risita del turco seguida de una tonta confesión, totalmente inadecuada.

– Yo no soy Abu ni Kalim, como también me dejo llamar por otra gente que conozco. Ni turco siquiera. Nací en lo que nombran Arabia Saudita. Ningún recuerdo. Casi puedo decir que recorrí escondiéndome los no se cuantos países de la región. También Turquía. Por eso lo de turco, que tanta gente dice turco -volvió a reír-. ¿Conoce el chiste del turco que recorría a pie los cascos de las estancias vendiendo baratijas?

Por cortesía negué conocer esa obra genial de la literatura oral mientras crecía mi preocupación por la amenaza de que el turco estuviera borracho a la hora señalada. Intente ponerlo lucido con una pregunta idiota:

– Perdone, ¿pero no hay por lo menos una patrulla destacada para impedir el contrabando?

La respuesta del turco me llego desde arriba sin ningún síntoma de embriaguez:

– Claro que hay patrulla, como usted la llama. Son una media docena y los tengo a todos en mi nomina.

Alguien rasco la persiana.

– En marcha-dijo el turco.

Afuera estaba otra sombra humana con las manos apoyadas en los hombros del ex Abu. Fui avanzando a ciegas por un terreno pedregoso hacia la Línea fronteriza que, según me entere después, era una estrecha calleja de arrabal.

Por un momento me fui enterando de oídas de lo que pasaba. Supe que estaba próximo a voces masculinas que habían abandonado un cuchicheo inicial para hablar descuidados, hacer algunas preguntas y dar ordenes. Supe que se nos habían acercado por lo menos dos camiones. Cuando empecé a distinguir comprobé que, tal como estaba previsto, en aquella noche no había luna; nos cubría un cielo encapotado apenas lechoso. Alguien dijo: «Ya están encendiendo el fa-rol». Y el turco contesto: «Entonces enciendan el nuestro y empiecen. Yo me aparto».

Ya no estaba cerca cuando comencé a ver lo que me había prometido.

Del otro lado de lo que llamaban frontera se inicio y se mantuvo una lluvia de fardos que se recogían aquí y se subían a los camiones. Pude ver que los lanzadores eran casi todos de color cobre y el sudor les hacia brillar los torsos desnudos. Me asombro ver que también había una mujer altísima con el negro pelo suelto, que tocaba las grandes tetas caídas. Cuando voló el ultimo fardo los negros brillosos alisaron frene-ticos el suelo con las patas descalzas hasta formar un circulo defectuoso que me hizo pensar en la pista de un reñidero de gallos. Sonaban palabras de una lengua que yo no entendía y el idioma universal de las risas.

– Dale ya -ordeno a mis espaldas la voz lejana del turco.

Vi que una moneda atravesaba el aire iluminada por los faroles para perderse en el primer tumulto, este aun débil, de los del otro lado. Después empezaron a volar y caer puñados de oro y el griterío se hizo salvaje. Apenas dejaban oír las quejas de los heridos. Me llamo la atención que, los que pude divisar próximo a las grandes tetas, le ofrecían siempre las espaldas. Mas tarde el turco me explico que aquella mujer algo sabia de pelear y que sus patadas en los testículos parecían de mula.

– Hace tiempo hasta tuvieron difunto. Pero el asunto se arreglo. Habrá observado que ninguno lleva armas, ningún cuchillito siquiera. .a

–  Esto ultimo lo dijo con orgullo como si estuviera celebrando las buenas notas que traía de la escuela algún hijito posible.

Durante varias noches me basto cerrar los ojos para rever los movimientos furiosos o de calculada espera de aquellos cuerpos oscuros que se abrazaban o se rechazaban, golpeándose, dejándose caer al suelo para atrapar un pedacito de oro.

Aquellos movimientos sin pausas, que me ofrecieron los cuerpos ávidos, eran brutales y hermosos. En el silencio de la clandestinidad iban componiendo una música nunca oída y aun no escrita.

6 de mayo.

Solamente porque el semen parecía empujar en la vesícula, invadir los nervios, convertirme el carácter, trepaba en el jeep y bajaba o subía por caminos tortuosos hasta llegar a lo que llamaban ciudad de Santamaría y era, para mi, un pueblo provinciano, ni mayor ni menor que el tan lejano en que había nacido, jugado, sufrido por el desdén de mi primer amor hecho de palabras sucias de colegial.

Tan y tan distintos estos viajes a los de las noches de sábado, también tantos y tantos meses atrás, en que trepaban dos jeeps ocupados por los que fueron mis compañeros de trabajo y descanso, hora-dando el calor inmutable al amanecer, aplastando mosquitos y bichos extraños, sin nombre, con sangre verde; aplastándolos con manotazos mecánicos hasta que llegaba el sueno, la pasadera nada.

Ahora, en esta partida solitaria que estoy recordando, visite el Chamame, que fue en sus tiempos mezcla de restaurante y taberna y donde, a esta altura, solo servia para comer pizza, emborracharse, si uno tenia bastante dinero, con Presidente y rebuscar, en medio del humo, alguna cara de mujer no demasiado repugnante. Porque el viejo Chamame era una antesala del quilombo y la ley era un milico con machete, embotado como corresponde, bigotes, un uniforme que fue verde y tuvo todos los botones. La ley cuidaba que el mujerío no se impusiera en las mesas ocupadas por hombres. De suceder esto, muy rara vez, el milico hacia un esfuerzo y se desprendía del mostrador. Abría las piernas y recitaba:

– Date por presa por citación al vicio.

No ocurría entonces nada lamentable para quien estuviera mirando y escuchando sin costumbre. La ley regresaba sudorosa, con lentitud al mostrador; la mujer trataba de confundirse en el gallinero de sus hermanas y comenzaba a calcular esperanzas, el sueno de los veinte pesos que el día siguiente tenia que entregar a la ley patizamba, de donde conseguirlos en falso préstamo o robados. Porque, como entre fulleros, veinticuatro horas era el plazo marca-do por el honor o el miedo.

Al principio de la noche me había interesado su cara. Estaba sentada a una mesa lejana, y el humo del tabaco o de la marihuana parecía moverse como una cortina indecisa, mostrándola a veces. Visto y no visto. La de ella era una cara distinta, casi sin pintar, una cara ajena a las del mujerío del Chamame. Era distinta, extranjera, y me era imposible suponer, con probabilidad de acierto, que estaba haciendo en aquel lugar mierdoso, a quien estaría esperando. Pero yo masticaba mis preocupaciones, las mil preguntas que me inquietaban. Seguí bebiendo aquello que Autoridá llamaba whisky y que, aparte de quemar la garganta, alguna paz de adormidera daba.

A medianoche tenia que visitar al medico por algo muy importante, me había dicho.

Cuando salí, tuve la sorpresa de encontrarme a la mujer en la rueda de putas de la vereda, mejor dicho rodeada de putas que la miraban con silencio y amenaza. Tal vez sin propósito, acaso por sabiduría, la luz allí era muy débil y favorecía desengaños de los posibles clientes. Pero no hubo confusión porque ella se me acerco haciendo repiquetear los tacones y mostrando la blancura de la sonrisa.

– No esta bien hacer esperar a una dama -dijo con una voz suave y educada, un poco burlona que me puso en guardia. Nada tenia que ver con el hembraje del Chamame. Me hizo recordar a las amigas de mi hermana, allá lejos, revoloteando en tiempos de exámenes. Pero mi pregunta era quien me la había mandado para provocarme y escuchar algún desliz de mi lengua. Algo así como un espionaje sin peligro, cosa barata de andar por casa.

Le pregunte, tuteándola, cual era su nombre.

– Ah. Te gusta escuchar mentiras. Esta noche te voy a hacer el gusto. Entre beso y beso te puedo mentir hasta que amanezca. Las mentiras son la única riqueza que tengo. Ya escucharas. Mi nombre es Mirtha, con una hache después de la te.

Era tan linda en la penumbra que me arrepentí de haberla bautizado mentalmente Mata Hari de bolsillo.

– Ahora ahí enfrente ¿no? -dijo señalando la pensión. El labio inferior se adelantaba en burla amistosa. Por que todo esto, pensé, si me acompaña o me esta llevando para despatarrarse.

Y también me desconcertaba aquella mujer, cuyo nombre exigía una hache intermedia, porque en la noche cálida sus brazos, cuello y cara conservaban la frescura de recién salidos de la ducha.

La deje un rato en el zaguán y subí las escale-ras para hablar con la patrona y asegurarme una de las habitaciones que llamaban lujosas.

Las lujosas se diferenciaban de las corrientes por contener un espacio desamoblado, además de la enorme cama matrimonial, que algunas veces servía para tercetos (uno suele pensar en dos combinaciones posibles, pero hay otras). El resto de mi lujosa no tenia cama.

Era un rinconcito apacible, con una mesa de buena madera, tres asientos, lámpara de luz nacarada y un falso escritorio que escondía un barcito lleno de botellines y algunos vasos cuyas etiquetas, distintas e impresas en el vidrio, delataban su origen ilegitimo con nombres y dibujos de balnearios y hoteles extranjeros. Y el amable rinconcito pertenecía a un país alejado por tiempo y distancia de la gran cama obscena y nunca vista. Era el lugar domestico donde la santa esposa aguardaba con la sonrisa invariable el regreso del marido proveedor. Y al recibirlo decía, preguntaba: