Aura

Mire mucho tiempo la carta. Debajo de la firma o nombre había una línea de margen a mar-gen, hecha con una guarda griega que aludía a un recuerdo, a un secreto que solamente Aura y yo podíamos descifrar con nada más que mirarla. El secreto o recuerdo exigiría muchas páginas para ser aclarado a un neófito. La guarda se extendía hasta caerse del margen y prolongarse, vibrando, en mi memoria.

15 de octubre

Cuando se fueron los gringos Diaz Grey me hizo llamar y así se inicio una serie de entrevistas. Juntos hablábamos de cualquier cosa y nunca en serio. Yo sentía que me estaba tomando examen. Pocos días después comenzaron los camiones.

Pero aquellos encuentros me hicieron bien porque yo me sentía tan fiera de la vida que aquellas visitas me hicieron comprender que estaba viviendo aunque no hubiera sido, tantos meses, nada mas que como un triste peón manipulado. Recuerdo clara-mente que había hecho un viaje al Chamame, que tome algunas copas, que estaba frente a su mesa la cabellera blanca del juez, que Autoridá me pareció un poco mas repugnante que otras noches y, como no andaba con ganas de mujer, atravesé silencioso entre la doble fila de ofertas y me aleje caminando hasta la casa del medico. Subí las escaleras y vi que las luces del despacho estaban iluminando visitas. Sabía que el doctor Diaz no se iba a dormir antes del amanecer, pero yo creía tener el privilegio de ser el único visitante nocturno. No solo había voces sino también risotadas de hombre gordo, grosero y feliz.

La puerta permitía una ancha raya de luz. No hice mas que golpear con los nudillos la vieja serial. Se hizo el silencio y luego me llego el «entre» de la voz del medico. Estaba como casi siempre, sentado detrás del escritorio y, en una butaca, con la cara sudada y perniabierto, sonreía el hombre gordo que yo había presentido.

Di unos pasos sin destino y comprendí que no había bienvenida para mi visita. Sentí que estaba molestando, interrumpiendo. El medico no me pareció inquieto -jamás lo estuvo- pero hizo una pregunta idiota y forzó una sonrisa cómplice y cordial.

– ¿Que tal estuvo el Chamame?

Lo mire sin contestar a su frase que no era pregunta. El hombre gordo nos miraba alternativamente. Entonces Diaz tuvo que ponerse de pie para hacer las presentaciones inevitables. Parecía estar actuando:

– El señor Carr, el señor Abu Hosni.

Comprendí que la risa que había escuchado no pertenecía a un gordo grasiento sino a un hombrón que me oprimía la mano mientras me miraba escrutando, valorándome. Tenia una cabeza grande y seca, pelo y cejas renegridos, una nariz audaz y delgada encima de la boca cruel que ahora se disimulaba con la sonrisa, los grandes dientes muy blancos.

Dijimos las tontas palabras de siempre, de gusto y encanto, y el autorizo como en broma pero con un suave matiz de orden:

– Yo soy, para todo el mundo, el turco Abu. Así me dejo llamar en Santamaría. Llámeme no mas el turco Abu. Usted ya es mi amigo y yo nunca me equivoco.

El turco volvió a sentarse sin abandonar la amistad de la sonrisa. Llevaba un traje muy caro, una horrible corbata pintada a mano por un enemigo y en la muñeca derecha brillaba un reloj de oro.

Hubo un silencio y sentí que el malestar del medico iba creciendo. Supe que le caía mal mi coincidencia con Abu. Algo después supe que estaba escrito nuestro encuentro pero que Diaz lo pensaba postergar. Por un mal demonio fingí no sospechar y me puse a charlar con el turco de cualquier cosa, de Santamaría incluso. No era bueno el ambiente y el medico trato de intervenir:

– Hace mal, Abu, dejando el coche afuera. No olvide que ya llego el hambre a Santamaría: están naciendo muchos delincuentes.

El turco hizo una media carcajada.

– Me gustaría, doctor. Yo nunca viajo solo. Si algún despistado toca el Mercedes, mañana lo tendrá mansito a sus ordenes. Bien helado en alguna cama de mármol del hospital.

– Pero yo vi el automóvil vacío -dije.

El turco levanto un dedo como salmodiando:

– Ojos que no ven, corazón que se arrepiente. Siempre demasiado tarde.

Dos pes se me ocurrieron: payaso y peligro. La conversación estuvo dando unas vueltas aburridas hasta que alguno de ellos recordó un incendio del que nunca había oído hablar.

– Es el estilo sanmariano -dijo el medico-. Es triste pero la verdad fue que hasta en eso fracasaron.

– Cierto -afirmo el turco-. Pero nunca se demostró que la cosa fuera planeada.

– Y yo diría que para mayor humillación, aparte de arder dos o tres ranchos y que por suerte nadie murió, la consecuencia mas grave se registro en la tienda del judío. Cerro las puertas y la vidriera y un día entero estuvieron los dos muchachitos empleados quemando los orillos de las telas y no se que mas, para poner al final el gran letrero: mercadería salvada del incendio. Vendió todo lo que quiso después de subir los precios. Porque la gente es imbecil sin limites y los sanmarianos un poco mas.

El turco festejo con grandes carcajadas que alteraban lo impasible de sus ojos.

– Si, tiene gracia -continuo el medico-, pero vale la pena oírselo contar al gallego Lanza. Estaba trabajando en el diario cuando estallo la cosa. Ahora tiene un reparto de revistas y trata de vender libros viejos y demasiado buenos para estos animales. También, creo, algo de pornografía. Es que el pobre tiene el extraño capricho de querer comer todos los días.

– Se me hace tarde -dijo el turco-. Y debo decirle, doctor, que me gusta mucho este amigo y rival. Estoy seguro de que nos vamos a entender.

Diaz se levanto y dijo con enojo:

– Habíamos quedado…

– Si, pero no veo la diferencia. Hoy o mañana da lo mismo. Ya esta todo a punto. Volvió hacia mi la gran sonrisa:

– Toda el agua para usted. Toda la tierra para mi.

Así que esa noche empecé a comprender con mayor claridad cual iba a ser mi destino. Para que me había traído a Santamaría el profesor Paley y en que consistía el juego que distraía ahora al doctor Diaz Grey.

10 de noviembre.

Después de la entrevista en la que sentí que el medico nos presento con disgusto, el turco volvió varias noches seguidas, por lo menos durante una quincena. El gran coche delataba su presencia y yo vagabundeaba un tiempo en los alrededores de la casa lacustre para que hablaran tranquilos sobre asuntos que todavía no eran míos.

Una vez el turco estuvo contando un recuerdo que le hacia mucha gracia y que, sin embargo, "traducido tenia bastante belleza. Sobre todo si se lo pensaba agregando algunos detalles, algunas mentiras que acaso no lo fueran del todo. Suprimo las risas con las que el narrador fue acotando las muestras de ingenio.

Mas o menos, el turco hablo como sigue:

– Bueno, la cosa es que al triste diosecito de ustedes le dio un día por darle un respiro al paisito. No por maldad y acaso sin propósito. Como es su costumbre, la buena cosa les llego de carambola.

El dios de segunda organice una guerra entre amarillos y rubios del norte. Lugares de temperaturas buenas para esquimales, según creo. Así que los soldados morían baleados o ensartados como pollos en bayonetas o reventaban congelados. De modo que los fabricantes de textiles no podían evitar las dos primeras formas de muerte pero trataron de retardar la ultima exportando ponchos, mantas o cualquier forma de abrigo. Bueno, como le venia diciendo, yo pagaba religiosamente cada viaje. Taca taca. Pagaba en buenos billetes, al que llamaremos guía, para que repartiera. Cantidad según mercadería y peligros. Y todo así hasta que un buen día cae el guía o jefe de ruta que era un moreno grande como una casa, Manuel se llamaba, cae y pide entrevista. Le dije que hablara y lo que dijo me lleno de asombro y en el momento me costo creerle: La indiada ahora no quiere mas el pago con billetes de banco cada día. Con eso van comprando menos. Uste sabe que es así. Es la inflamación y a todos perjudica. Uste tiene muchos, patrón, y que Dios se lo bendiga y lo haga crecer. Pero uste también perjudica.

Los dos, recuerdo, cerca de mediodía con un calor que daba asco, los dos con el matapenas a la vista y al alcance. Jamás escuche a Manuel hablar tan largo.

– No entiendo -le dije. Y en ese momento era verdad y empecé a sospechar una marranada, pero no me era dado adivinar de que se trataba ni de donde vendría.

– Me dieron aviso y no se van para atrás. Quieren cobrar en oro, en esas monedas que llaman terlinas.

Yo mucho le argumente que era una complicación -disparate, dije primero-, pero el mulato seguía firme: Ultima palabra, dicen, y amenazan con pasarse a don Aniceto. Así estamos, patrón.

Después de dar vueltas y mirar el asunto por todos los lados, hubo acuerdo. Y este es el pacto rigurosamente cumplido. Yo cambiaba pesos por libras con una pequeña ganancia. Siempre había excusas. Las libras iban a Manuel, este las ponía en un recipiente que había contenido rodajas de abacaxi y, una vez pesada la mercadería, venia el reparto. Le insinué a Manuel que aquello me parecía un poco injusto.

– No, patrón. Ellos lo quieten así. Al voleo. El que agarra, agarra, y el que no, se jode.

– Supe de un muerto y de varios maltrechos.

Aquí el turco cambio de tema y dijo:

– Yo no soy de leer mucho peto puede que usted si. Y dígame, si usted esta leyendo un libro y se encuentra con un tipo que habla tanto como yo, de que hace? Cierra el libro y putea al que lo escribió.

Ahora si señalo la gran carcajada del turco que se alivio doblándose. Después dijo:

– Es una especie de enfermedad y hasta me han dicho que tiene nombre.

15 de noviembre.

Apunto un sueño sin retocarlo:

El hombre llega sudoroso en un caballo viejo y lento, tercamente ajeno a los apuros que buscaba imponerle el látigo. La gorda panza dividida por la cincha en dos. Encajado en aquel paisaje y aquellas costumbres, el forastero resultaba disfrazado. El jinete, desmontando con penuria, se revela pequeño y flaco, anda con el cuerpo recto y rígido, en un muy viejo afán de simular estatura. Piernas enfundadas en polainas, tiras de genero hasta las rodillas y una sombrilla roja sin desplegar. Cuando logra apearse de la cabalgadura avanza autómata unos pasos, alarga gran sobre marrón. Detrás del hombre y su ridículo, la mujer del doctor salta de entre los altos yuyos, se arregla ropas, acaba de orinar, no se seca. Sonriente avanza hacia mi asombro, sonriente jovial contiene la risa, me alarga una mano. Caballo preñado y hombre con sombrilla y gran sobre arrimados a la casa, a la sombra única del gran pino. Ella cabecea, afirma, sacude el borde de la falda como abanico para aliviarse del calor. El esta examinando las laminas coloreadas sujetas a las tablas de las paredes, tal vez para adornarlas, tal vez para intentar detener las rachas frías de las madrugadas. Yo respetuoso. Permanezco afuera, miro el contenido del sobre. Dos niñas juegan y ríen yendo hacia el rió. La mayor y esposa del doctor insiste en fingir comerle la barriga a la pequeña, arrancarle pedazos que simula comer. Rubita, panza arriba en el suelo, carcajea. Festeja, se retuerce por las cos-quillas. No me avergüenza abrir la sombrilla roja y caminar cuidadoso hacia el no y su curva. La mujer se aparta de mi. Dice, incongruente, en voz alta: «Dijo mi papi que le manda decir que cuando vaya de putas nos venga a visitar».