– Cariño, tuviste un día duro en la oficina, te estaba esperando con un trago fresco. Bob esta trayendo las zapatillas. Leíste el periódico. Ya me explicaras las noticias. A que no adivinas, te prepare tu comida favorita y con la vecina estuvimos comentando, quien lo iba a sospechar. Los dos éramos aún jóvenes y fuertes pero la cama nos superaba. Ella era nuestra dueña, ella nos absorbió fácilmente y dicto ordenes variadas.

Desnudos, vi la sonrisa, siempre algo burlona de la mujer con hache, los ojos vigilando la felicidad dolorosa de mi cara. Porque aquella mujer podía dibujar con la lengua en el aire y en mi cuerpo una cantidad asombrosa de figuras geométricas manteniendo siempre una estrecha sonrisa dirigida a la dicha que me estaba regalando.

20 de diciembre

(Escribo, con toda franqueza, que me es imposible saber o inventar en que año, a que altura de la edad de la niña, apareció su cabecita rubia para decorar, oportuna o no, mis soledades nostálgicas enfrentado al río como si me importara. Había crecido mucho pero aún no era señorita.)

25 de mayo

El turco Abu siempre pagaba a la negrada brasilera sin más robo que el de la plusvalía. Los negros recogían allá la mercadería deseada acá; descubrían nuevas rutas para esquivar las balas de los milicos gauchos que alguien se olvido de sobornar. Por el lado de acá, todo era calma; estos habían sido instruidos mediante pesos y muy claras prevenciones que incluían otros familiares.

Muy distinta había sido nuestra forma de pago en el no. Pagábamos por quincenas: alguien iba a recoger el dinero en el banco de Santamaría Vieja. Jueves y viernes. Aunque el emisario fuera yo, nunca quise guardar más billetes que los que me correspondían como sueldo.

Teníamos que sortearnos para designar el encargado de pagar la quincena. El pagador iba flanqueado por dos milicos que tal vez habían sido respetables milicos en su madurez lejana pero que trotaban, bigotes grises y tan tristes, fusiles desgatillados al hombro, hijos de antiguas guerras sudamericanas: es todo lo que podemos proporcionar, había dicho y repetido el señor comandante de la guarnición de Santamaría. Y así venían, quincenales y tembleques, a protegernos, ellos, a los que un golpe de viento los dejaría para siempre sin necesidad de ninguna clase de protección.

La operación se cumplía en Santamaría Este, en una mesa del Hotel Berna que nos tenían reservada. El indiaje pasaba de uno en uno, cobraba y firmaba. Quedaban libres hasta la mañana del martes porque era necesario darles tiempo para aliviarse de la forzosa borrachera y de las enérgicas palizas que daban a sus mujeres.

12 de junio

Esta es una noche sin camiones y quiero aprovecharla para apuntar, antes que se vaya del recuerdo o se desdibuje, lo que llamaré, presuntuoso, las confesiones de Díaz Grey, medico de Santamaría. Tal vez eterno.

Bebíamos y olfateábamos un coñac muy viejo, rigurosamente hijo del contrabando, cuando el medico empezó a contar:

– Aunque condenado para siempre a respirar en este agujero de aldea, me han llegado algunas noticias del mundo de verdad. Sé que se han escrito libros que tienen como tema al médico rural o al párroco aldeano. Pero mi caso, como todos, es un caso distinto. Si pongo la mano sobre una Biblia y, mejor, si se trata de una de aquellas enormes con tapas negras y nombres dorados que se trajeron ya no sé en que fechas los fundadores de la Colonia Suiza y declare que estoy libre de pasado, no cometeré perjurio. Claro que el día de hoy ya lo hice pasado por haberlo vivido. Pero lo que quiero decirle es que mi memoria no ha registrado nada anterior a mi aparición en Santamaría a los treinta años de edad y con un título de médico bajo el brazo. Puede ser, lo pienso a veces, un caso muy extraño de amnesia. Imagine que yo también tuve, como ustéd, infancia, adolescencia, amigos y padres, lo inevitable. Hace años jugué a imaginar sustitutos para llenar esos vacíos. Pero, por ejemplo, ninguno de los padres que fui inventando fueron nunca definitivos. Los iba cambiando para mejorarlos o darles calidad de malditos. Cualquier cosa, el juego. Hasta que llegué a olvidar todos los pasados que nunca tuve y conformarme con mi arribo a Santamaría, médico y treintañero. Un pasado creíble sólo puede ponerlo por escrito un novelista, un mentiroso que hizo profesión de la mentira. Pasados, presentes y futuros verosímiles para personajes. Pero le repito que yo sigo condenado a la desnudez. Ya no me preocupa. No fui nunca y debo resignarme. Tal vez esto me ahorre complejos, traumas y cualquier forma de la broma científica que aun no fue inventada.

El médico levantó la copa para aspirar el perfume de la bebida. No bebió.

– Trate de imaginarme, no es difícil, como doctor en esta aldea con pretensiones. Pobre, demasiado inteligente para no sufrir en un ambiente menesteroso. Sin chapa en la puerta para eludir visitas de hembras preñadas en busca de aborto. Ya verá que esto importa. Pero me descubrieron y llamaron a la puerta de la casita donde vivía. Ayer y hoy lo mismo. Miles de coitos muy deseados y embarazos no queridos. Sin novedad la frase que ellas creían ser disculpa y justificación. Habían logrado verle la cara a Dios en los revolcones y las suplicas y las palabras obscenas, en la cama o en el pasto o en el siempre inquieto refugio que ofrecen las sombras de los zaguanes. Sin olvidar al viejo y querido amigo: el sudor de pecho. Y nunca podían explicarse el porque de la tripa hinchada. Habrá sido un descuido, doctor. O, no puedo adivinar como pudo sucederme esto, doctor. Pero también acudían las chicas estudiantes. No estudiaban para alcanzar algún título sino para librarse de la rutina insufrible del dulce hogar, regentado por la estupidez monolítica y contranatural de los padres, siervos fieles de la santa trinidad, Dios, patria y familia. Pero había un consuelo. Aquellas preñadas adolescentes, o muchas de ellas, me mostraban sonrisas adorables y cínicas si no descaradamente francas. Y sus razones estaban llenas de razón. Pero yo no podía hacerlo y no porque fuera antiabortista. Se trata, simplemente, de un impedimento somático. Nunca hice un aborto pero hace mucho tiempo vi hacerlo. Carnicería. De modo que yo no me niego por principios sino por simple cobardía. Y agrego, como un recuerdo que me trae el tema, que en un país muy grande y civilizado los abortos eran libres y gratuitos. Se hacían en una maternidad. Pero había un truco muy inteligente. Le ofrecen una cama para esperar su turno y con cualquier pretexto le traen un recién nacido pidiendo y que lo cuide un rato. El catorce por ciento de las embarazadas renuncia a la intervención. Imagine, como yo, la lucha callada entre el cerebro de la mujer y el instinto maternal que hemos inventado para el sexo femenino.

«Volviendo a mí, si es que en algún momento me alejé, repito que estaba, semimédico rural, rechazando abortos, meciéndome en anécdotas, aceptando que algunas anécdotas se me acercaran para incluirme.

»Allí estaba, muy ajeno a esta casa extraña a la que a veces miraba sin comprender. Era como ahora, algo así como un palacete que hizo construir un nuevo rico, asentado sobre catorce pilones o pilastras o columnas que alguna vez puede que hayan sido blancas. Por una asociación de ideas, muy vaga, y deseando darle algo de belleza, la llamaba la locura de Petrus. He sabido que el viejo ordenó construirla así porque, entonces como ahora, se recordaba que no se en que año se produjo la Crecida. Llovió en Brasil como para el fin del mundo, los ríos se encresparon y las aguas bajaron enfurecidas, hincharon el no nuestro y lo que todavía no eran más que unas cuantas poblaciones fueron anegadas, con gente ahogada, con viviendas arrastradas hasta la desembocadura, mucho más allá de Enduro. Pero nunca se repitió esa desgracia y esta casa, sin embargo, tuvo algo de recordación, de llamado silencioso a lluvias brasileras. Sé que algunos viejos memoriosos recuerdan confusos al mirarla, escupen y se persignan. Pero ya quedan pocos, si alguno queda.

»El pobre Jeremías estaba muerto o peleando en la capital con los chacales de la abogacía, con los de la justicia que se ha cegado para no ver las atrocidades que se cometen en su nombre.

»Entonces, cuando una de las dos hizo sonar el timbre, me disfracé de médico con la bata blanca y abrí la puerta a la pareja. No abundaban los clientes. Y allí estaban: la más joven y rubia era la hija de Petrus. La había atendido años atrás, cuando era una niña algo rara. Se había clavado un anzuelo en un muslo. Me pareció rara porque apenas se quejó mientras la curaba. Después, ya mayor, la vi varias veces por las calles del pueblo. Siempre acompañada por Josefina que ahora, en mi consultorio, mantenía una mano abierta en la espalda de Angélica Inés, no para empujarla sino sólo para guiar. A pesar de que apenas era dos años mayor, siempre la estuvo guiando y lo sigue haciendo hoy. Como ustéd ya habrá supuesto, la rubia estaba embarazada y la morena pedía un aborto por razones de vergüenza social. Las despaché sin violencia y les dije que abortar era delito y que si conseguían hacerlo ayudadas por curandera, médica o lo que fuera, yo haría lo necesario para que fueran a la cárcel. Mentira, claro. Y además Angélica siempre me había sido simpática. Si, empezando por aquel encuentro con un anzuelo, tan difícil de sacarle sin mayor daño, que parecía tener inteligencia y maldad.

»Angélica se escapó con un arrebato de potranca pero unos días después Josefina empezó a visitarme y conversar. Nunca sabré si ya tenía pensado el final que tuvo la historia. Es muy astuta, con alguna gota de sangre india.

»Las visitas se fueron haciendo casi diarias a la hora de la siesta, que es una hora más larga y pesada en las aldeas. La mujer me fue diciendo muchas verdades que tejía con mentiras. Me aficioné, como desenredando hilos o cordeles o piolines que sujetaron paquetes y ahora nos desafían con nudos y enredos a que les devolvamos la rectitud que habían tenido antes de la habilidad de manos y dedos.

»Pero yo creía o fui creyendo que podía eliminar los nudos de las confesiones y terminar sabiendo eso que llamamos verdad. Y, además, era necesario imponer cronología al largo folletín que Josefina, hoy José, fue recitando. Imponiéndome paciencia y quitando dramatismos y lastima.

»No sé si ustéd ha tenido oportunidad de fijarse. La José tiene una dentadura espléndida. No parece que haya nacido en Santamaría. Y sabe como usar alegría, burla, provocación, oferta, desafío. Todo en pocos minutos.