Recuerdo muy claramente la entrevista en el cuarto que el sol iba calentando hasta el desagrado. Ellas en un sofá, enganchadas las manos, yo en una silla de respaldo alto y duro. Yo escuchaba y mis cabezadas aprobatorias coincidían secretas con los puntales de piedad e ironía que lograban mantenerme por encima del asco.

La José le dijo dulcemente a la otra:

– Nena, date una vuelta por abajo a ver si llueve y el año que viene me traes el informe.

Angélica Inés festejo la gracia con una risita.

– Si, mami. Pero lo prometido es deuda.

– A su hora, nena. Nunca te falle.

Solos, enfrentados, la José ensayó conmigo viejos trucos iniciales de seducción, desinhibida de la posible conciencia de estarse repitiendo.

Sonrisa que iba creciendo desde la timidez de un primer encuentro (es nada más que simpatía) hasta una húmeda blancura, muy ancha, desprejuiciada. (Puede interpretar como guste.) Pero sobre todo los ojos, espejo traidor de las almas, los grandes ojos que agrandaban «expectativas que nunca confesaré pero que tal vez adivinés». Y a veces una puntita de lengua quedaba olvidada entre los dientes.

No sé ni adivinaré nunca como se logra. Pero la verdad es que mientras estuvo hablando conservo la no confesada provocación ojibucal.

– Y usté ya vio nuestra desgracia. A la desgracia en que se abandona el doctor y que cae sobre nosotras. Aunque le parezca mentira, casi al borde del hambre de todos los días. Bueno, comprenda si exagero. Nadie puede negarle crédito a don Díaz Grey. Cuando vi el peligro me dije que los inocentes no deben pagar por pecadores y anduve recorriendo hasta acumular surtidos que bastaran aunque nos cercaran por meses. Los de la costa no nos abandonan aunque no sepan lo que nos esta pasando, pobres de nosotras. Y yo sé como manejar las luces.

Seguía creciendo el calor y yo miraba invitado o invitándome la viborita plateada que el sudor le hacia correr entre las tetas. Pensé en la tristeza caída de las de su madre. Pero toda aquella hembra la estaba traicionando y delataba trampa. Y hablábamos, elevábamos frases tontas que formaban una barrera que escondía el propósito. Hasta que ella, increíble, exageró tristeza y sonrisa. Se resignó para decirme lo que había proyectado desde que estropeó mi mañana con la grosería de los bocinazos.

Se interrumpió la gran confidencia porque el sol, todavía no ahuyentado, le ponía franjas en la cara y le molestaba los ojos. Dijo perdón y se levanto para clausurar la persiana.

– Comprenda mi desesperación porque veo acercarse el fin y ni quiero imaginar como será. Fíjese: cuando después de muchos años de bregar se hizo justicia y allá en la capital le dieron la razón al señor Petrus que fue más que un padre para mí y hacía que descansaba en paz. Pero déjeme dejarle bien aclarado que cuando el médico se caso con la muchacha no había todavía ningún fallo judicial favorable y nosotras, pobres como ratas, nos defendíamos vendiendo cosas que fueron quedando. Se lo quiero recalcar porque en este poblacho de porquería no faltara quien diga que el casamiento del medico fue un puro braguetazo.

«Yo supe siempre, en cambio, que fue un acto de gran nobleza y el hizo lo que debía hacer sin que nada lo obligara. Yo sabia, supe la verdad pero nunca quise forzarlo. Puede ser que algunas se me escaparan, insinuaciones. Y él, siempre cara distraída. Aunque ya supiera que la cosa no era discutible. Perdone si demoro a lo que voy. Pero yo siempre he creído que hay cosas que no tienen perdón del cielo. Bien me acuerdo, como si fuera hoy, cuando mi pobre chica quedo en estado y fuimos a ver al doctor Díaz Grey, ella lo reconoció y se fue disparando. Y él, claro, también recordó y mucho estuvo discurseando de moral y tribunales médicos. La verdad verdadera fue que aquella vez le era imposible. Quién le dice que no se le estuviera formando cariño y siempre pensé que, antes que el señor cura, fue Dios que los unió.

»Él, viviendo sin mujer, paseándose por las noches del pueblo, haciendo farsa con el golpeteo del bastón que no tenía utilidad y ella que se me escape justamente aquella mismísima noche y andaba buscando hombre. Después hice la comedia de echar culpa a un gringo de la represa, pero empecé sospechando y no demoré en saber.

»Pero la verdad es que no queríamos remover historias viejas que ya aventó el tiempo.»

Me causaba gracia ver como incluía a la pobre infeliz de la bofetada.

– Todo eso es pasado, le repito, y tenemos que enfrentar este presente que se nos impone. Porque cuando vino el fallo favorable después de todo lo que robaron abogados y jueces y los de las influencias, la chica única heredera fue reclamada para recibir el dinero, que valía más que hoy. Por esta ciudad se habló de millones. Yo no sé nada, sea lo que Dios quiera. El resultado fue que el doctor pensó más vale prevenir y todo fue a los bancos y a su nombre, creo que la casa no. Hay renta que siempre ha sido más que suficiente. Pero, la verdad. Si el doctor no firma, acá no entra una moneda. Llevo pasados muchos insomnios y se me ocurrió que había solución. Tal vez fue con ayuda de lo alto porque yo como mamá, la pobre, soy muy santera.»

Sé que algo tuve que decir para aliviar la impaciencia y el aburrimiento que iban creciendo. La hora ya era de almuerzo y siesta. Algo dije, volvía la lucidez cuando la mujer estaba diciendo:

– No soy profesora pero tampoco borrica. Se trata de que el doctor hoy es incapaz, usté pudo verlo y comparar. Ahora que esa incapacidad tiene que ser declarada por la justicia y entonces el declina la firma en la pobre esposa, como corresponde. Usté puede ser testigo imparcial junto, por ejemplo, con el doctor Rius, ¿qué le parece?

Me pareció, por lo menos, un par de cosas que no quise decir.

Pero le hablé de ordenes de jueces, de tribunales médicos, de la lentitud que imponía trepar una cuesta pedregosa y repugnante. Argumentó y suplicó, jamás en su nombre sino en nombre de la pobre chica de amargo e injusto destino. Pudo humedecer los ojos pero el llanto, comprobé, no seria nunca amistad suya.

Era como caminar remangándome los pantalones por temor de que se ensuciaran los bajos.

2 de mayo

Deseoso de apartarme de todo asunto que tuviera relación con el dinero, con incapacidades y codicias, con la tristeza irremediable de que el vasto mundo estuviera habitado por gente así, por gente como yo mismo, aunque me protegieran la indiferencia y el desdén, resolví enclaustrarme en la casona. La basura mundial sólo molestaba por una radio antigua. Pero era inevitable usar el jeep -quien es su dueño sigo ignorando- para buscar comida, visitar a don Lanza, hombre tan querido, para regresar con un montón de periódicos y algunas detestables novelitas que el llamaba mierditas policíacas. «Parece mentira que ustéd».

Sus ofertas de buena literatura chocaban siempre con mi obstinada negativa. Tiempo después me felicité por no haber querido enterarme. Escuchaba a veces las noticias de la radio y allí todo era igual a los periódicos. El horror de las noticias internacionales alteradas con la prosodia arrabalera de locutores y políticos. En los periódicos también brillaban joyas como «soles de justicia», «defensas numantinas» y los reiterados «dijo de que». Una gloria, pero yo no tenía ganas de festejar con alegres «pero qué animal».

En aquella mi paz y soledad los camiones llegaban y descargaban regularmente. Pero no pude disfrutar mucho de aquella pereza del alma.

Alguien estaba afuera aplaudiendo mis pensamientos. Aplaudía fervorosamente. Bajé a ver o insultar y allí estaba, sonriente y no muy borracho, Habib el cartero. Nada más verme intento una venia, me dijo doctor y se introdujo en la casona, que estuvo recorriendo como si imitara la vuelta del propietario. Terminó por sentarse en mi sillón repitiendo el título de doctor.

Apague las suciedades y bobadas de la radio y estuve un rato de pie cambiando sonrisas con Habib.

Nos estuvimos mirando un buen rato y sonriendo como si hubiéramos apostado quien de los dos mantenía más tiempo aquellas sonrisas de calaveras que nada significaban. No nos estábamos saludando ni burlando. Nada. Fue como un momento de idiotez en que él y yo nos miramos pensando conozco tu secreto. Pero no había secreto alguno aparte del secreto a voces del mal olor que rodeaba el cuerpo de Habib.

Por fin el cartero se levanto golpeándose las rodillas con las grandes manos.

– Dos cosas, mi doctor. Ya sé que no. Lo digo doctor por respeto. Oí ese ruido del gran comentarista deportivo. Ese hombre dice verdades de a puño. Le digo una de las cosas pero póngase cómodo y tomamos una copita si le parece.

Me moví, tomamos copitas crecidas del vino vomitivo que el acostumbraba tomar. Me llevó tiempo encontrar una botella entre las de cosas buenas, regalos de Díaz Grey y los compañeros de la costa.

Y estuvimos bebiendo y el conversando, entreverando idioteces. Lo escuché paciente sin preocuparme de entender lo que decía con el murmullo propio de las graves confesiones o los gritos del manejador de multitudes. Era un bicho muy raro, de una especie jamás extinguida y me interesaba observarlo. Por fin me alertó diciendo:

– Yo ahora estoy siendo dos. Y no quiero decir que ustéd me este viendo doble. Se respetar y respeto. Un domingo en el bar proclame declararme en huelga. Fíjese lo curioso del asunto. Único cartero y en huelga el mismo día exacto que no trabajo. Fue un clamor de los amigos pero no aflojé. Pero cuando me hizo llamar el médico para entregarme un recado, opiné que lo mejor era cobrar de cartero y convertirme además en empresa de mensajería. La parienta, de acuerdo. Así que aquí le traigo el primer mensaje. Saco un sobre de la mugre de sus ropas y me lo entregó.

Un sobre conservado milagrosamente blanco que llevaba el nombre de Carr dibujado con grandes letras azules. No sé cuanto dinero le di a Habib para que se fuera y leí en soledad y silencio:

Amigo Carr:

Unas líneas para decirle adiós y para tratar de disminuir una deuda a la que llamare, con perdón de la grosería, metafísica. Tal vez ustéd no me entienda y espero que no trate de adivinar.

Por un tiempo salió mi cabeza del agua, porque sí, sin ayuda de voluntad. Con límites, Elvirita era muy amiga suya y se empeñaba en la tarea, o nada más que en el deseo de salvarlo. Gran palabra con destino fracaso y muy femenina. Abundan ejemplos. Nunca la veremos. Hace unos meses ejercía en algún país sudamericano donde se turnan civiles y militares para robar y hacer creer que están gobernando. Estoy mirando la nada y allí no hay tradiciones ni moral ni moralinas. Perdón si daño. Basta decirle que ella se salteaba las clases y yo el hospital. Josefina cobró mucho dinero y cumplió callándose. No pensé, amigo Carr, que le iba a escribir una carta tan extensa. Arreglé con bancos y demás parásitos la situación económica de A.I. La morochona quedará muy contenta. Ojalá se la lleve una enfermedad muy larga.