– Siempre esta Eufrasia y con frecuencia tienen peleas muy cómicas -le dije haciendo esquives yo también.

– Sí -dijo el medico-. Pero ahora la pobre Eufrasia está en el hospital, yo mismo la lleve. Grave, ni mal ni bien.

– Sí. Ya lo sabía. Espero que se salve.

Hace mucho que pensé, y ahora lo apunto, que las frases que el médico pronunciaba tenían cara de poker. Tenía sobre el escritorio dos grandes cajas de bombones Cadbury y una botella de whisky del país de Gales. Anoche tuve la sospecha, alimentada por embriones de confidencias, por algunas frases que los whiskies de Gales hicieron escapar durante la charla, que canto Eufrasia como su niña visitaban la casa de los pilotes absurdos. Sobre todo que la niña estaba en contacto con Díaz Grey.

– Me preocupan esas fantasías de la niña. En eso reconozco a la madre. Esa historia es pura mentira o casi. Es cierto que unas muchachas asaltaron al violador y lo violaron. Pero no fue con un mágnum, me entristece que esa niña conozca ya que existen esas cosas, lo hicieron con una zanahoria muy grande, como las que exige el mercado. No le cortaron nada y el hombre llego como pudo al hospital. Desgarramiento, hemorragia muy seria. ¿Esta seguro de haber visto un cuchillo?

– Cuchillo o navaja, no distingo. Pero ella me lo estuvo mostrando con orgullo.

– En cuanto a lo de los condones, puedo asegurarle que se trataba de pura baladronada. No me pregunte como lo sé.

Sin palabras ni gestos el doctor ordenó silencio y seguimos bebiendo sin apuro.

20 de diciembre

Ahora, tan lejos y tan sólo como siempre, me obligué a escribir el final.

Tal vez lo haga por un oscuro, incomprendido deseo de venganza. Acaso para aliviar una culpa que no quise tener.

Aquí estoy nuevamente. Desnudo y no es literatura porque este verano es rabioso para los pobres y lo siento vibrar implacable contra el techo de chapas de la pocilga en que vivo.

Esta vez logré huir sin ayuda y dejé todo allá en Santamaría Vieja, lugar que estuve aprendiendo a querer. Cuando vi los uniformes moviéndose en las sombras verdes de mi bosque de enfrente, comprendí que tenia que escapar de un destino policial.

Ahora, sudando y tomando un vino retinto de Lorenzo, soy un pobre de solemnidad y un solo de solemnidad.

Y cada anochecer vuelve el recuerdo de los días ya gastados, de mi acto canalla.

Repito que no sé bien por que lo escribo.

Yo estaba sentado junto a la mesa; la tarde era tibia y yo, ahí en la casona, único habitante aparte de Tra , perseguidor de moscas siempre frustrado, yo escribiendo y saboreando lento un whisky irlandés, regalo del médico.

Hasta que el perro hizo un corto ladrido cariñoso. (A veces, cuando el recuerdo vuelve a doler y tengo unos tragos de más, culpo al sol por mi humillación.)

Estaba apuntando la confesión de Díaz Grey cuando algo se interpuso entre mi mesa y la blancura soleada del umbral. El perro ya había saludado la visita por sorpresa de Elvirita, Maria Elvira. Estaba quieta y sonriente en la puerta y la claridad apenas le tocaba las rodillas. No había sostén, creí ver el triangulo oscuro de la ropa interior. Un segundo apenas pero, cuando ella entró en el cuarto, yo ya estaba excitado con la locura indomable de mis lejanísimos veinte años.

Vino, me ofreció las mejillas para sustitutos risibles del beso y el olor de su cabeza. Le inventé perfumes de sudores y traté de sonreír tranquilo y paternal.

– ¿Siempre escribiendo tonteras? Si te diera por un trabajo en serio. Alguien anda diciendo que sos el primer historiador del villorrio.

Ahora la sonrisa, pequeña carcajada, sus dientes, el atisbo de lengua. Y como un reflejo, mi estupidez. Cuando uno esta deseando demasiado es fácil creer que el otro acompaña.

Mi beso fue desviado con un movimiento furioso de la cabeza y cayó sin ruido entre la oreja y el cuello. La muchacha dio un paso atrás.

– No te hagas el loco con ese olor a viejo que voltea.

Perniabierta y sonriente de espaldas al sol que hacia traslucida su falda y denunciaba el breve triangulo celeste, apenas oscurecido por la seda, que le había regalado, que en horas de soledad, deseo y celos yo había olfateado y lamido, me dijo: «Viejo querido. Voy en el jeep y vuelvo. A lo mejor, hago lo que siempre pensé hacer. Si me acompañas de alma, dejas de tomar y rompemos el gualicho.»

Supongo, desde mi ahora, que por un momento perdí la conciencia, la memoria, el mismísimo yo. Recuerdo que hubo otra corta risotada y que ella habló y yo no entendí. Oí después el ruido del jeep que se alejaba.

Recuerdo que me descubrí otra vez sentado frente a la carpeta y a la botella. Estuve bebiendo como odiando la bebida, como buscando matarla a cada trago. Hasta el atardecer y la sorpresa repugnante. No sólo repugnante fue la sorpresa. Tenía fuertes agregados de horror y demencia. Oí las palmadas y dije adelante y enseguida vi a Autoridá, a Tra embozalado, mudo, y a Elvirita, Maria Elvira, con las muñecas esposadas.

La bestia, ahora con su tan odiado uniforme de milico, dió un paso adelante y dijo:

– Aquí le traigo a la criminala de su hija y ustéd queda acusado de inducidor.

El odio me basto para casi gritar:

– Esa mujer no es mi hija.

Todo era extraño, casi irreal porque mi Elvirita ya no era la crueldad del olor a viejo. Estaba, simplemente. Sonriente, dulce, apenas caída de visita unas horas antes.

Supe que aquel milico estaba borracho o dopado o ambas cosas.

Siguió la bestia uniformada:

– Atención, exijo a su silencio. Formalmente, siendo aproximadas las quince y treinta horas esta delincuente sin entrañas fue sorprendida por la enfermera Sonia Matero, casada, mayor de edad y su edad de treinta y cuatro años, en circunstancias de intentar interrumpir la trasmisión de oxigeno mediante tijera aplicada al tubo que unía la garrafa con la carpa bajo la que mal respiraba su propia madre, señora Ufrasia, esposa de ustéd.

El hombre estaba loco y mi asombro, junto con una tentación de risa, me hicieron resucitar.

– Se equivoca y puedo llevarlo a los tribunales por difamación y calumnia. La señora Eufrasia no es mi esposa. Es mi cocinera.

– En este país no hay más perro que el chocolate. El único tribunal es Usía y Usía me dio orden y permiso. Si no es o era su señora esposa es caso evidente de concubinato y puede caber un adulterio.

Maria Elvira seguía tranquila y sonriente, las manos con las esposas apoyadas en el pubis. En aquello que yo hubiera besado hasta morir y que continuaba ajeno e imposible.

No recuerdo que estupidez increíble vomitaba el demente uniformado cuando ella la atravesó con una voz clara y sin apuro:

– Perdóname, Juan. Perdóname por todo.

– Usté se calla -ladró Autoridá-. Usía me la declare estar sujudis. Secreto del sumario. No se habla.

– Esa mujer no es mi madre, ya le expliqué delante del juez.

– Silencio -grito la bestia y le golpeo las esposas buscando causarle más dolor-. Consultare con Usía y vuelvo por usté. Para mí, se trata de crinen pasional. Y usté como inducidor. Voy a destapar mucha mugre, muchas culpas.

Maria Elvira y Tra componían la traílla que arrastro hasta el coche negro y grande que yo no había oído llegar.

Por única vez el teléfono fue para mí. Llame a Díaz Grey para pedirle que me prestara un coche porque ignoraba donde podía estar mi jeep.

Aquella noche me instalé en el café prostíbulo esperando que llegara Autoridá para preguntarle por el destine de la muchacha. Pero el Chamamé era otro. Detalles. La noche iba creciendo y empujaba hacia el techo el humo y el olor de cigarrillos de marihuana. Ni noticias del milico. Las mujeres, ya no formando fila en la vereda, habían invadido con sus perfumes y sus risas las mesas y las letrinas sin puertas. No recuerdo a que altura encaré al juez para preguntarle por Elvirita. Demasiado tarde; ya estaba borracho y sólo contestó:

– La justicia sigue su curso.

Sentí que el mundo entraba en un final y le dije suavemente que se fuera a la raíz cuadrada de la putísima madre que lo parió.

2 de febrero

Apunto ahora, ya lejos de los sucesos pero conservando la angustia que siento que se adelgaza cono para clavarse mejor.

Dejé al juez en su mugres ruidosa y pensé que en el medico. Pero no había ninguna luz en las ventanas. Recordé haber oído que Autoridá afirmaba que su casa era una «verdadera cárcel preventiva» y que tuvo encerrados en ella a ladrones de gallinas, a críticos burlones, a otros por la sinrazón de un capricho. Pero yo ignoraba donde vivía la sucia bestia. En algún lugar de la ciudad vieja. Recordé el titulo de una película vista en mi juventud, Bailando en la oscuridad. Mis calles eran, cada paso más, silenciosas y ya de tierra. En la película se escuchaban fragmentos de uno de los dos blues que considero inmortales. Este era Saint Louis. Y yo era un pobre alucinado que se perdía entre los últimos faroles de suburbios nunca antes visitados. Y mientras, caminaba deseando cansarme y olvidar por agotamiento, ciego por la noche, esperando el milagro denunciador de la casa buscada. Iba sabiendo, descubriendo con maravilla que siempre, desde un pasado tan lejano que nunca existió, te estuve queriendo y esperando antes de que tu nacieras. Que durante toda mi vida mi amor por ti palpitaba escondido, debajo de alegrías y penas.

13 de febrero

Hoy es viernes y trece. Autoridá siempre me resulto hediondo; hace dos días que su mal olor guió a vecinos y policías de verdad para descubrirlo en su «Cárcel preventiva».

La mala bestia estaba muerta, con la garganta destrozada, Tra estaba también muerto, se cree que por balazos de la pistola del milico, y Elvirita no estaba.

15 de febrero

Pienso en Díaz Grey y se me ocurre que apunto o podría apuntar una elegía a dos voces, un paso de dos de un ballet bailado por un par de títeres. Trato de calmarme, bebo y reconstruyo un pasado que comenzó a serlo pocos días atrás.

Perro y milico muertos. Nada más por ahora. Mi Tra defendió y fue baleado. Pero no puedo apuntar que trato de defender. Porque no creo que Autoridá atacara. Pertenecía a la creciente legión que rechaza asqueada el perfume de mujer y disfruta con olores distintos.

Pero hoy, en este adiós, ya no debo mentir ni ocultar una vieja simpatía por los juegos lesbianos que, irremediablemente, la vejez hace grotescos. Pero, ¿acaso no son grotescas todas las formas envejecidas del amor sexual?