»La ciudad tenía un barrio alejado del centra y todas las casas tenían las paredes blanqueadas, y todas las casas eran prostíbulos que abrían después de las seis de la tarde y la historia, o lo que sea, sucedió en un mediodía de mucho calor. Yo tenía ya dieciocho años pero no había ido al barrio buscando mujer, sino que estaba allí para cortar camino en vía a cualquier sitio. Todas las puertas cerradas y las pupilas sesteando. De pronto llego a una puerta abierta y un canturreo. Ahora fíjese bien en lo que vi y escuché.

»Yo, un gran patio de baldosas coloradas, en el centro una mujer balanceándose en un sillón, ida y vuelta, vestida o no con una bata desabrochada que mostraba la tristeza de una teta caída, interrumpiendo la canción repetida para tomar tragos de la botella al pie del sillón hamaca para volver a cantar con su voz vieja y borracha:

Que me importa que me
toquen la cotorra si eso me
ahorra tocarla yo.

Una vez y otra, amigo. Aquello me pareció fuera del mundo, fuera de mis ojos y mi oído, irreal e imposible.

»Me quedó adentro y lo recuerdo seguro de que lo veo y lo escucho. Es fotografía, es un grabado, es la canción. Bueno, perdone. Siento que ya se lo di y ahora somos dos. Haga lo que quiera. Ahora seguimos viaje, que la avioneta espera.»

Agrego el turco:

– Y también, le confieso, soy deudor de ustéd, aunque en los hechos nunca le manifesté esa deuda. Pero me lo prometí a mí mismo. Y siempre me cumplo. Se trata de un asadón con fiesta. Así le decimos. Y ese asado estará esperándolo cuando lo tengamos de vuelta.

23 de enero

Lo que tengo que llamar mi casa es una habitación con cuatro paredes sin ventanas y con una puerta que da al pasto, a los arbustos y al no. Hay, afuera, una letrina en forma de prisma. El islero o isleño vive al fondo en una casilla de madera.

Mis riquezas son pocas. Tengo mesa y silla para escribir y comer cuando el tiempo impide hacerlo al aire libre. Hay un mamarracho con aspiraciones de biblioteca: los clásicos tres ladrillos en cada punta sosteniendo un tablón y otros ladrillos como sujeta libros. Una veintena supongo y de índole coincidente y curiosa. Volveré a esto. Y finalmente hay una gran biblioteca de verdad, de esas antipáticas con cristales que permiten divisar volúmenes prohibidos al mundo por un gran candado.

Imposible olvidar que tengo una hamaca por cama, que todas las noches son muy frías, que tengo mosquitero, muchas mantas y algo que llame edredón: un cobertor relleno de papeles picados. La cama hamaca tiene algo del imaginado perro que me gustaría para juegos y caricias. Cuando me muevo en la noche, la cama se balancea con su conocido vaivén pausado. Acá termina la enumeración de mis tesoros.

14 de febrero

Me da por sospechar que el islero intuye la existencia de dinero en mi cuarto o en mi cuerpo. La verdad es que, antes de la diáspora, envolví los billetes grandes en un pedazo de sabana y el paquete sigue apoyado, noche y día, contra los pelos del pubis, contra el sudor ya maloliente porque algunas noches el calor me obliga a desnudarme, siempre protegido el tesoro por el llamado edredón relleno de papeles que crujen quejosamente cada vez que me muevo.

Quisiera recordar o saber que significa la palabra, adjetivo, sinuoso. Porque el islero es sinuoso. Si me abandonara podría escribir que es hombre parco en palabras o de poco hablar. Pero no me abandono y confieso el absurdo de calificar de sinuoso su apenas interrumpido silencio. A veces sustituye palabras con gestos. Cuando me anuncia que la carne asada esta a punto, sus movimientos, su cara de piedra, invariable, también es sinuosa. Y, además de sinuoso, lo llamo mi hombre Viernes.

Sé que aprovecha mis sueños de borracho para visitar mi habitación y buscar el escondite del dinero. No trata de ocultar sus visitas. Un mediodía me desperté mirando las huellas de sus pies mojados por la llovizna o el rocío. Me hizo gracia. Muchas veces habrá usado mi sueño embrutecido para buscar en mi cuarto. Desengañado, ahora sabe que el tesoro está en mi cuerpo.

Anoto un pequeño incidente que me ocurrió ayer porque sin quererlo le atribuí un significado. Tal vez sucedió para clausurar algo o acaso para iniciar.

El dinero estaba seguro, lo sentía apoyado en mí reacordándome con burla antiguas presiones de nalgas de mujer; pero no era imposible que el islero hubiera robado mis documentos. Sin los papeles yo dejaba de ser Carr y si no era Carr no era nadie.

Me arranqué de la siesta que ya era torpeza y busqué la carpeta de apuntes escondida en la chimenea limpia y fría. Allí estaba y, al abrirla, comprobé con alivio que tres documentos confirmaban la existencia de Carr con mi cara inconfundible en las fotos. Pero, acaso por la alegría de no haber sido exiliado a la noche oscura de la nada, aflojé los dedos y los apuntes se desparramaron por el suelo. Cuando los recogí y trate de organizarlos sobre la mesa intuí que no les falta razón a los que dictaminan la inexistencia del tiempo.

Barajé con melancolía tantos días, meses y tal vez años confundidos, sin esa gradación cronológica que ayuda sin que lo sepamos a creer, débilmente, que hay cierta armonía en esta reiterada, incansable «persuasión de los días».

Claro que también para mí es perceptible mi contradicción. Al fin y al cabo esto no tiene más importancia que yo mismo.

Vi que casi la totalidad de los asuntos refiere a Santamaría y sus aconteceres. Y como, misteriosamente y sin ganas de confesarlo, lo único que verdaderamente me importa es esa ciudad, villa o pueblucho.

Así que para que seguir con estos apuntes hechos incongruentes al entreverarse. Tal vez regrese algún día de estos a esa ciudad condenada desde su nacimiento a ser provincia o, peor, a ser provinciana, que mucho me interesa sin llegar a quererla demasiado. Tal vez no demore el turco que hasta aquí me trajo en un viaje eterno y cumpla su promesa de redención. Entretanto tendré la sucesión de los almuerzos del mediodía frente al islero sinuoso que corta pedazos de carne junto a su boca con el filoso cuchillo de monte. Y no sé si piensa que hay dinero verde en algún lugar de mi cuerpo.

Además, tengo aseguradas las borracheras que inicio suavemente al atardecer, a la hora en que los mosquitos pican enfurecidos. Dijo un amigo que sólo hay dos dioses, llamados ignorancia y olvido.

20 de febrero

Porque falta el islero que en nada es mío; más bien el resulta ser mi dueño ya que me da de comer; un pedazo de carne asado vuelta y vuelta que acompañamos con un vino muy malo tornado de la botella que adorna una etiqueta que muestra un racimo de uvas y proclama que el contenido fue hecho con uvas. Queda el misterio de la carne siempre fresca aunque la lancha del proveedor atraca para nosotros sólo un día por semana.

Y queda otro misterio. Me digo que por hoy basta. Estoy cansado y aquí las noches son muy frías.

22 de febrero

Adivino que algún día la humedad triunfará como reuma o ciática o cualquiera de las pestes que podrán asaltarme si esta escrito que llegue a la vejez. Por ahora todo va bien y puedo agacharme para sacar libros de la biblioteca tablón.

Y que felicidad divertida cuando leo esas obras de fin de siglo con pretensiones eróticas escritas siempre por Franceses que aspiraban a integrar la inexistente academia de autores malditos.

Estaba en mitad del cuarto hojeando un libro increíble hurtado a la biblioteca tablón y ladrillo cuando la maldita cosa me atrapo a traición. Frío en las vértebras y la aproximación de una muerte que sólo era cansancio. Pude echarme en la hamaca y boca arriba, recuerdo, me asaltaron las preguntas que nunca supe quien las hacia. Comencé interrogando quien soy, porque no soy otro y estuve repitiendo mentalmente un numero infinite de veces mi nombre verdadero, hasta que perdió sentido y lo siguió un gran vacío blanco en el que me instale sin violencia y era el ser y el no ser.

Nunca supe cuanto tiempo estuve esta vez prisionero de la cosa. Cuando quiso abandonarme quedé integrado en una noche fresca, con luna menguante y el rumor del río demasiado fuerte. Era una pequeña convalecencia para una pequeña enfermedad. Resolví burlarme de mí mismo y busqué el cajón con las botellas del mal vino y me puse a beber como un castigo, como cumplidor de una promesa. Al destapar la segunda botella recordé que una noche el medico había comentado, al paso y sin darle importancia, que mis manos temblaban.

Pero no fue el turco Abu quien vino a liberarme sino el mismísimo profesor Paley. Era una tarde en que todo el no era domingo. Llego en una lancha adornada con el banderín del club de remo, que atracó en el embarcadero y, mientras el lanchero quedó contemplando idas y venidas de lanchas y botes, el profesor se llevó al islero a mi habitación y charlaron muy largo.

A pesar de que muchos meses pasaron, puedo recordar sin esfuerzo la escena del encuentro. El islero sinuoso recibiendo al profesor como a un viejo amigo, muy querido y respetado. La sonrisa lacayuna desde peón a patrón.

15 de junto

De vuelta de la isla, los camiones siguieron funcionando normalmente.

Y me llegó el azadón con fiesta mediante una invitación telefónica del turco que casi era una orden. Pero me avisó que mucho lamentaba no poder acompañarme porque mientras yo disfrutaba del asado, tal vez cordero, en la punta Este de la frontera junto a las fuerzas anticontrabando, un piquete, todos buenos amigos y de confianza, el estaba obligado a pasar la noche trabajando en la punta Oeste de la frontera que estaría aquella noche desguarnecida de fuerzas policiales, puesto que los vigilantes estarían conmigo y muy lejos de negros y monedas de oro.

Así que llegó un jeep con un milico uniformado que me hizo una venia y una guiñada y nos fuimos a mitad de la tarde hacia el asado misterioso.

Me tocó una parte muy buena del asado y lo fui tragando con la ayuda de un vino muy seco y fuerte. En mi reloj era medianoche. Entonces, en nombre del terceto, el sargento señaló con el mauser la sombra a su izquierda y dijo: «Usted primero, como visita bienvenida».

Todavía no estábamos borrachos y los tres hombres permanecían serios, haciendo luciérnagas con las puntas de los cigarrillos.