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Las semanas que siguieron fueron de adaptación a la rutina. De momento, Susana no tenía mucho que hacer. La inactividad y la sensación de hallarse en un lugar cerrado, con varias personas desconocidas, la ponía muy nerviosa. Shikibu se dio cuenta de su creciente inquietud.

– Sugiero que aprendas a manejar el traje de vacío -le dijo mientras almorzaban-. Te mantendrá ocupada y te será muy útil.

– ¿Lo sugieres?

– Es una orden del oficial de soporte vital. -Shikibu sonrió.

– Acepto la sugerencia.

– Habla con Jenny Brown, yo no tengo demasiado tiempo.

Los trajes tenían un aspecto tosco, de pesada armadura medieval.

– Pero no lo son -le dijo Jenny, una rubia corpulenta, la única mujer anglosajona del grupo-; los trajes articulados pueden soportar una presión interior elevada, en tanto que un traje flexible se hincha como un globo, a menos que se reduzca la presión. Y eso obliga a respirar oxígeno puro. Un gas peligroso de manejar…

»En cambio, con el traje articulado, puedes respirar la misma mezcla de oxígeno y nitrógeno de la nave, sin necesidad de pasar por descompresión.

– Lo sé.

– ¿Cómo? Ah, ya recuerdo, tienes experiencia en buceo. Bueno, también evitan que el traje deba ajustarse con exactitud al cuerpo. Las únicas zonas a baja presión son los guantes, para facilitar la manipulación, pero es un inconveniente menor.

Susana asintió. No parecía complicado; el traje estaba diseñado para ser manejado por personas de poca experiencia, tras un entrenamiento mínimo; de modo que Susana se metió confiadamente en el traje por la escotilla dorsal (piernas, brazos, torso, cabeza). Jenny la cerró y le ajustó la mochila con el sistema de supervivencia.

– Tienes seis horas de aire, y la radio alcanza unos diez kilómetros. Si estoy cerca y llevo equipo adecuado, puedo rellenarte los tanques para prolongar la estancia. Pero es un recurso para situaciones límite. Normalmente, los turnos con el traje son de cuatro horas…

»Aquí, los mandos de la radio -señaló-. Altavoz exterior y micrófonos. Se desconectan automáticamente en el vacío. Aquí la grabadora, por si quieres tomar notas. Sólo de audio, pero puede instalarse una de vídeo. Focos…

Fue mostrándole uno por uno todos los aditamentos del traje.

– El peso es de treinta kilos en gravedad normal. Aquí está el casco. -Se lo ajustó-. Listo. Acciona el interruptor general de sistemas.

– Bien.

– Tanque de oxígeno lleno -dijo una voz inexpresiva-. Baterías cargadas. Radio…

– ¿Qué? ¿Quién está aquí? -exclamó.

– … Biotelemetría activada. Cierres estancos… -siguió la voz.

– ¿Dónde?-Era Jenny.

– … Traje operativo.

– Hay alguien dentro de mi traje.

– Tú, naturalmente.

– Quiero decir, una voz…

– ¿Una voz? Oh, entiendo. Es el nuevo modelo. El traje lleva un microordenador. Lo chequea al activar los sistemas y te informará verbalmente si hay algún problema.

– ¿No puedes hacer que se calle?

– ¿Estás loca? Debes saber en todo momento el estado de tu traje. Venga, ayúdame a ponerme el mío.

Susana la ayudó a su vez a vestirse.

– Vamos afuera.

La cámara de descompresión se hallaba sobre la proa, cerca del puente. Ahora, bajo aceleración, la salida era arriba. Las dos ascendieron por una escalerilla.

Susana se halló rodeada por el vacío. Parecía estar en medio de una llanura, con un horizonte claramente curvado. El sol asomaba sobre la curva del casco. Su sombra era larga y negra.

– Sujétate con el cable -dijo Jenny-. Estamos bajo aceleración; si te caes…

– Rodaré sobre el borde del mundo.

– Y abajo te espera el reactor de fusión. «Asada» es un término demasiado suave. Quedarías descompuesta en átomos.

– No me soltaré.

Parecía un mundo alienígena pintado por Jean Giraud.

El casco estaba formado por grandes placas en forma de exágonos alargados, como la armadura de algún fabuloso animal. De ella surgían una especie de excrecencias, espinas de unos tres metros de largo, bultos hemisféricos de medio metro, y otras… cosas. ¿Defensas, órganos sensoriales, adornos? Recordó que aquella nave había crecido como un organismo vivo. Se sentía como una diminuta gamba sobre un erizo de mar.

– Consumo de oxígeno en aumento -dijo el traje-. Elevo la dosis. Sudación en aumento.

– Calla.

No existía otro artefacto humano que la escotilla a sus espaldas, y una plancha de metal ante ella. Caminó en torno al sobresaliente bulto de la cámara. Oculta del sol, pudo ver la bóveda estrellada sobre su cabeza. No pudo ver el cometa Arat, su próximo objetivo, y no tenía ganas de preguntar.

Recordó que estaba posada sobre el único fragmento de materia en muchos millones de kilómetros a la redonda. Se sintió todavía más pequeña, una bacteria sobre un portaobjetos, con las estrellas mirándole inexpresivas como microscopios. Estaba infinitamente más sola que en el más remoto océano de la Tierra, siempre rebosante de vida.

Marchaban escupiendo un minúsculo fuego solar, recorriendo una distancia insignificante a escala cósmica, para enfrentrarse con un enemigo inimaginable; un ridículo ejército de bacterias…

– Ya tengo bastante. Volvamos.

– ¿Tan pronto? Has de aprender a…

– Lo haremos dentro.

Cuando acababa su trabajo en el tanque de los delfines, Lenov frecuentaba la sala de recreo, donde se ejercitaban los guardias de la Kobayashi. Era una forma de mantener su buena forma física. Después de todo, no faltaban profesores.

Pero no era fácil concentrarse con la espectacular Benazir observando cada uno de sus movimientos. Llevaba la ropa que le habían dado los guardias de la Kobayashi: unos pantalones ajustados y un suéter que no le llegaba a la cintura.

– Iván, ¿por qué interrumpes el kata? -exclamó la instructora, la sargento Ono Katsui, escandalizada-. ¡Lo estabas haciendo perfecto! ¿Verdad, muchachos?

Ono era una aténtica luchadora. Su esbelto cuerpo estaba bien provisto de músculos, y a pesar de ello sus movimientos eran elegantemente femeninos. Una combinación que sólo podría darse en una mujer oriental.

– Desde luego que sí-dijo George Martínez, un hispanoamericano de acento culto que empuñaba un bastón de madera-. Tienes talento, y nos igualas en destreza a los que estamos aquí.

Señaló a Joe Michaelson y Kiyoko Fujisama, que habían interrumpido su práctica. Al igual que Lenov, cada uno esgrimía un bokken, una réplica de la katana en sólida madera de roble. Por ello se protegían con cascos, petos, guantes y perneras, como los que usan los porteros de jockey. En el kendo pueden haber accidentes.

Joe se quitó el casco. Su negro rostro relucía de sudor.

– Puedes apostarlo, amigo. ¿Dónde aprendiste a manejar así el bokken}

– Tenía amigos japoneses. En la flota pesquera…

– Ah, sí.

Benazir se había acercado a ellos, aplaudiendo discretamente.

– Eres un hombre sorprendente -dijo-. ¿Tienes otros talentos ocultos?

Lenov se sonrojó… o él pensó que se estaba sonrojando.

– Únicamente soy un aficionado. -Se limpió el sudor del rostro. ¿Te gustaría aprender? Es una buena forma de hacer ejercicio.

Benazir miró durante un instante el bokken de Lenov. Luego, lo acarició distraídamente con un dedo.

– Lo siento, pero pasarse las horas desenvainando y cortando enemigos imaginarios en lonchas… no es para mí.

Kiyoko, una joven con aspecto deportivo, dijo:

– Es cierto que aprender a luchar con bokken o katana no tiene aplicación práctica hoy en día. Pero esa no es la finalidad de las artes marciales. Es realidad son un medio de desarrollar la concentración, disponibilidad y autodominio.

– Exacto -exclamó Kiyoko-. Su meta es la búsqueda del equilibrio, la armonía, la actitud justa, la estética del movimiento, la calma dentro de la acción, la acción dentro de la calma…

– Las artes marciales son parte de una filosofía -dijo Ono-. No deben ser consideradas como un arma.

– Para eso, no hay nada como un buen rifle láser -añadió Joe, socarrón.

– ¿Piensas seguir con los katas? -preguntó Ono a Lenov-. Si quieres podrías cambiar un rato.

– ¿Qué me propones?

– Tú con bokken y yo con bastón -sugirió Ono-. Te demostraré cómo las gastaban los pacíficos monjes budistas.

– Adelante -les invitó Benazir con una sonrisa cruel-, yo me quedaré a mirar, si no os importa.

Con una mirada de resignación hacia la astrónoma, Lenov se preparó mentalmente para recibir la paliza de su vida.