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– Que no tiemble vuestro corazón, ni se acobarde, dice Jesús. Fijaos en estas palabras, hermanos, porque son fuente inagotable de consuelo y de esperanza…

La Hoshikaze había acogido en el hangar a varios representantes de la Iglesia, de las compañías japonesas y de la Velwaltungsstab. Todos estaban un poco apretados; la botadura, que incluyó una ceremonia sintoísta, varios discursos laicos, y una misa cristiana, estaba resultando demasiado larga para Susana.

– Que no tiemble vuestro corazón… ni se acobarde -repitió el sacerdote-. Hermanos, todos hemos vivido una intensa experiencia: la experiencia de la propia debilidad, la experiencia del límite de nuestras fuerzas, la experiencia del que no tiene dominio sobre su propia vida, y teme perderla. Pero no olvidéis que el triunfo de Cristo resucitado es el triunfo de la Humanidad redimida del pecado y de la muerte. El Hombre ha sido rescatado para siempre de toda angustia mortal, de toda ansiedad hacia su futuro…

»Cuando Jesús murió, murió también el temor ante la muerte. Uno murió por Todos. Uno resucitó para Todos. Jesucristo, sensible a todo dolor humano, a toda fragilidad, a toda lágrima nacida de la impotencia.

»El Espíritu mismo de Jesús se hace presente allí donde el hombre sufre y le asegura, como dice San Pablo:…a todo el que sufre, la Victoria final.

Se detuvo, miró a los presentes con la tensión pintada en su rostro. Tendría casi sesenta años, era un hombre grueso y carilleno, con una frondosa barba gris y una nariz pequeña; los ojos pequeños y bastante juntos. Casanova había dicho a Susana que sería el representante de la Iglesia en aquel viaje, y ayudante de Benazir. Su nombre era Álvaro, logró recordar Susana; pensó que el sacerdote tenía cierto aspecto de Papá Noel despistado.

El padre Álvaro continuó en voz más alta, como si aquel descanso le hubiese dado nuevas fuerzas:

– Dios Todopoderoso y Eterno, que en la Resurrección de Jesucristo nos has hecho renacer a la vida Eterna, haz que los Sacramentos den en nosotros fruto abundante, y que el alimento de Salvación fortalezca nuestras vidas. Por Jesucristo Nuestro Señor…

Amén, respondieron como un solo hombre los religiosos allí congregados.

– Bendito sea el Nombre del Señor. Nuestro auxilio es el nombre del Señor. La Bendición de Dios Todopoderoso -su mano se movió vertical y horizontalmente por tres veces-, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, descienda sobre esta nave y su tripulación.

Poco después, los representantes embarcaron en los transbordadores y abandonaron la nave. La Hoshikaze se desacopló del muelle orbital y maniobró con sus motores auxiliares, hasta situarse lo bastante lejos como para encender sin peligro su reactor. Empezó a acelerar lentamente, alejándose de la órbita de Marte.

El gran espejo cóncavo de cuarenta y cinco metros de diámetro se convirtió en una gran boca de fusión. La Hoshikaze misma quedó minimizada por el gigantesco penacho de llamas azules, que se formaron a partir de ese punto. Una débil vibración fue sintiéndose por todos los rincones de la nave, y las cosas empezaron a caer hacia un lado ante los ojos de Susana, bajo la acción combinada de la rotación y la aceleración lineal. El comandante Okedo anunció por los altavoces que la aceleración iría aumentando progresivamente, hasta estabilizarse en 1 g dentro de una hora.

Susana, frente al camarote, quedó paralizada por la sorpresa. Un hombre y una mujer hacían el amor, despreocupadamente, sobre una de las literas. Ella advirtió su presencia, y le saludó con la mano.

Susana se dirigía al comedor. La larga ceremonia, unida a las extrañas sensaciones que la gravedad cambiante provoca en el estómago, le habían hecho sentir un ligero malestar. Consideró que comiendo algo, quizá, se libraría de él. Pero en la zona de dormitorios pasó junto a una puerta entreabierta, y no pudo evitar mirar en su interior.

Murmurando una disculpa, Susana giró con rapidez, y se alejó corredor abajo.

El comedor-cocina ocupaba el espacio al extremo de la fila de camarotes. Era una espaciosa sala, presidida por un horno de microondas, varios pequeños refrigeradores y los dispensadores de alimento. Las mesa tenía forma rectangular. Los bancos estaban sujetos a la cubierta. Del techo colgaba un monitor de vídeo.

La pantalla del dispensador presentaba el menú en caracteres silábicos kana; al lado, aparecían unos iconos que indicaban cada plato. Algún día la humanidad abandonará el alfabeto y volverá a los ideogramas, pensó.

Marcó algo llamado kamaboko. La máquina hizo una serie de ruidos y sirvió un pastel de pescado, teñido de color rojo. Lo calentó en el microondas. Empezó a comer frente al televisor.

Unos minutos después, la chica que había visto copulando, entró en el comedor. Susana la miró de reojo y siguió comiendo.

– ¿Qué tal ese pastel? -preguntó la chica. Era una oriental, algo regordeta. Se había vestido con una especie de bata de seda.

No parecía lo más apropiado para una nave espacial, se dijo Susana.

– Bastante bueno…

– ¿No me recuerdas?

– ¿Perdona? -preguntó Susana confusa.

– Nos conocimos brevemente en la Tierra… tú capturaste aquel delfín…

– ¡Oh!, sí. No recuerdo tu nombre.

– La verdad es que no nos presentaron. Me llamo Ozu Shi-kibu -le tendió la mano y Susana se la estrechó flojamente.

– Regresé a Marte en el viaje siguiente al tuyo.

– Y te asignaron a esta misión. -La voz de Susana no reflejaba ningún interés.

– Sí, soy una especie de azafata o en realidad más bien sobrecargo, especialista en sistemas de soporte vital, carga, traje de vacío y también algo en medicina espacial e hibernación -soltó de golpe-. Sabes, se me ha abierto el apetito con tanta ceremonia de despedida… Creo que me voy a servir uno de esos.

Señaló el mismo icono. Calentó su pastel y se situó junto a Susana. Ésta se volvió hacia ella, con cara culpable.

– Quiero pedirte disculpas por lo de antes… -murmuró.

– ¿Lo de antes?

– Ya sabes. Él y tú… bueno, deberíais haber cerrado la puerta. Yo no esperaba…

– Aguarda un momento. ¿De qué estás hablando?

– Vosotros, ese muchacho y tú…

– ¿No te lo han presentado? Es Oshima Kenji, ingeniero de la Hoshikaze. Junto con el comandante, Yuriko y yo, formamos toda la tripulación. ¿Les conoces a ellos? Al comandante y a Yuriko, quiero decir…

– Sí. Eh, estabais en… en la cama. Y yo os sorprendí, Ib siento.

– Oye, no debes seguir disculpándote, aquí tú eres la única que consideras eso como importante.

– Pero todos necesitamos algo de intimidad…

– ¿En una nave espacial? Los japoneses pensamos que la intimidad debe cada uno buscarla aquí dentro. -Se señaló la cabeza-. Llevamos tantos siglos viviendo en sitios estrechos que hemos tenido que desarrollar una actitud propia ante la intimidad.

Susana recordó el hotel-ataúd de Tokio en que se hospedó cierta vez. Acostumbrada a los amplios espacios del océano, había regresado lista para el manicomio.

– En una nave mucho menor que ésta -decía la parlanchína Shikibu- hemos llegado a convivir veinte personas durante un año. Aquí cada uno va a lo suyo, y nadie considera las necesidades sexuales del compañero como algo ofensivo. No se trata de… -por primera vez tropezó con una palabra desconocida- seishoku… cómo se dice…

– Reproducción.

– Sí, eso es.

– No soy una fanática de la moral, ni mucho menos. -Susana había acabado de comer, y arrojó los platos y cubiertos de cartón al sistema de reaprovechamiento.

Hubo un embarazoso silencio, que Shikibu se apresuró a romper.

– ¿Qué tal si te cuento algo sobre mí?

– Bien.

– Aunque te advierto que no hay mucho que contar. Nací en el Marte, en Santa Marina, y desde los diez años estoy viajando de un lado a otro, en las naves de la Kobayashi.

– ¿Entraste a trabajar a los diez años?

– ¿Estás de broma? Nací en la Kobayashi. Vivía en la Kobayashi. Igual que Yuriko, Okedo y Kenji… Mi familia pertenece a esta empresa desde hace tres generaciones. De todos nosotros, tan sólo la del comandante Okedo tiene más antigüedad y rango que la mía.

Dijo todo aquello con sincero orgullo. Susana asintió comprendiendo. Hacia la época del Exterminio, Japón había perdido todo rastro de identidad política. El país del Sol Naciente se había desintegrado en miles de familias influyentes al frente de grandes empresas como la Hanashima Ltd., la Sanyo, o la misma Kobayashi Inc., revirtiendo a un estadio anterior a la Restauración Meiji. Un feudalismo tecnológico en el que cada hombre sólo era fiel hasta la muerte al estandarte de su empresa. Lo cual no era una frase hecha, pues cada corporación disponía de sus propios ejércitos y sus propias flotas de barcos y aeronaves de guerra. Y su uso entraba dentro de las estrategias comerciales habituales.

Tan sólo un dios: todas creían en la satsutaba shúkyó («religión del fajo de billetes»).

– Nunca me ha gustado depender de nadie -dijo Susana. Shikibu le dirigió una mirada, mezcla de desconcierto y piedad.

– ¿Tienes familia? -preguntó.

– Dos hermanas. Pero hace años que no sé nada de ellas. -¿No estás casada? -No.

Y por el tono en que Susana dijo esto último, Shikibu comprendió que la conversación había terminado.