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La nueva base del Proyecto Arca en el océano Pacífico llevaba en servicio menos de un mes. El helicóptero que transportaba a Lucas Gimeno se posó con suavidad en su flamante pista de aterrizaje.

Karl le esperaba acompañado de una muchacha. Era habitual verlo asediado por las más hermosas jóvenes; pero esta vez se había superado a sí mismo. La muchacha parecía muy joven, y su belleza sólo podía ser calificada como espectacular.

– Sandra -dijo Karl-, te presento a Lucas Gimeno.

– Karl me ha hablado mucho de ti -ella le tendió la mano. Su acento era vagamente eslavo.

– Es un placer. Eres… maravillosa -contestó él, alelado.

Realmente lo era: labios gruesos, rostro ovalado con una amplia frente, cabello castaño oscuro, muy ensortijado, ojos un poco rasgados, cuerpo de ensueño, que se adivinaba bajo el ajustado mono azul del Proyecto Arca…

– Eh, tranquilo -dijo Karl, pasando un brazo sobre los hombros de la muchacha-. Estás devorándola con los ojos, y Alexandra es una Persona Muy Importante.

– No me llames Alexandra -protestó ella.

Lucas se volvió hacia su amigo, sintiendo un extravagante ataque de celos.

– ¿Qué quieres decir?

Pero fue ella quien habló:

– Me han traído hasta aquí desde la base de Clozet, para enseñaros el manejo del nuevo equipo llegado de Marte.

– ¿Qué? -Lucas miró a su amigo, esperando que le aclarara si aquello era un camelo-. ¿Tú eres el nuevo monitor de que nos habló el coronel Toranaga?

– ¿Tienes algo contra las mujeres? -preguntó aquella jovencita, con una mueca irónica.

– Nada en absoluto, me encantan -exclamó Lucas-. Es una tradición familiar: la mitad de mis antepasados fueron mujeres. Pero tú no eres marciana.

– No -admitió ella-; nací en la Tierra, y jamás he salido de ella. Y hasta el Exterminio viví en una minúscula comarca de Uzbekistán. ¿Pasa algo?

– ¿Qué edad tienes?

– Sé un poco más galante, Lucas. Eso no se le pregunta a una señorita -se ofendió Karl. Ella declaró:

– Diecinueve.

Lucas sacudió la cabeza.

– No cabe duda de que los has empleado bien, pero no creo que hayas venido aquí para adiestrarnos.

La joven se sonrojó. Había algo más que mordacidad en su voz.

– Te crees único, ¿eh?

– Karl y yo somos los mejores. Nadie puede enseñarnos nada sobre el equipo marciano. Karl, pon punto final a este pitorreo.

– Estás meando fuera del tiesto, Lucas -le amonestó su amigo-. Esto va en serio.

– ¡Pero venga ya!

– Eres un poco cabezorro, Lucas -dijo ella con una risita.

– No me gusta que me tomen el pelo.

– No te importará seguirme, entonces.

– Cariño, te seguiría hasta el fin del mundo si me lo pidieras -dijo Lucas, melosamente.

– Te lo pido, aunque no vamos allí. Tan sólo hasta el Hangar 30.

¡El Hangar 30! Lucas se inquietó.

– La entrada está restringida en esa zona -dijo. Una broma es una broma, pero aquello iba demasiado lejos…

– ¿Queréis complacerme, apuesto galán? -dijo zalamera.

– Por supuesto. Pero podríamos ir a jugar a otro sitio, por ejemplo la cantina, te invito a…

Ella se dio la vuelta y empezó a caminar. Karl fue tras ella, no sin antes gruñirle «cretino» a su compañero. Lucas se encogió de hombros y les siguió.

Una semana atrás, el transbordador había descargado media docena de grandes cajas metálicas, llevando el emblema del Proyecto Arca bien visible, herméticamente cerradas y rodeadas de un aura de secreto. Las cajas se almacenaron en el Hangar 30, protegidas por fuertes medidas de segundad; Lucas no había vuelto a saber de ellas.

Hasta que, unas horas antes, el coronel Toranaga le había informado que él y Karl habían sido seleccionados para probar el nuevo equipo. Y que el monitor llegaría en unas horas.

Lucas se preguntó a qué tanto aspaviento. Los antiguos marcianos estaban resultando una mina de ideas, y una semana sí y otra también, les llegaban noticias sobre la última maravilla de la civilización marciana. Lucas y Karl estaban acostumbrándose a una tecnología en continuo cambio.

Sin embargo, el sigilo que rodeaba al Hangar 30 le tenía muy aprensivo.

El Hangar 30 estaba cerrado por una valla metálica, con alambre de espino en la parte superior. Sandra, siempre seguida por los dos, se detuvo ante la puerta. Por el rabillo del ojo Lucas vio al guindilla salir de la garita y avanzar hacia ellos, con una mano levantada.

Y el dedo en el gatillo del Kalashnikov.

Vaya, se dijo Lucas mientras improvisaba mentalmente una disculpa. Pero quedó atónito cuando el centinela, al verla acercarse, sacó un aparato de control remoto, apretó un botón, y la puerta se deslizó a un lado.

En cambio, a ellos les miró con cara de pocos amigos. Y amigos con bastante mala leche, además.

– Ay, chicos, qué tonta soy. -Sandra les alargó un par de tarjetas, con una sonrisita viperina-. Se me olvidaba, esto es para vosotros.

Eran dos pases magnéticos. Lucas examinó el suyo y silbó. Era Código Azul, nada menos.

Sandra se estaba poniendo el suyo en la solapa. ¡Código Plata!

¡Al parecer, aquello no iba de broma!

El impertérrito cancerbero miró y remiró los dos pases. Los pasó por un lector de tarjetas que llevaba al costado. Se encendió una luz amarilla. Volvió a mirarlos. Hizo que apretaran sus pulgares contra un círculo de plástico en el lector. Se encendió una luz verde. Los levantó a la altura de los ojos. Comparó sus rostros con los de las fotos que llevaban impresas.

Y finalmente emitió un rezongo que debía ser de asentimiento. Les devolvió los pases y alzó un reluctante par de dedos hacia su sien.

Lucas se sentía como si hubiera aprobado el examen de ingreso en la Mafia. Con sobresaliente.

Entraron en una gigantesca nave, capaz de albergar un par de transbordadores. Un grupo de científicos marcianos aguardaban en el interior.

– Llegas con retraso, Sandra -dijo uno de ellos saliendo al encuentro de la chica.

– Tuvimos un problema de… persuasión -dijo ella, lanzando una mirada socarrona a Lucas.

Pero el joven sólo tenía ojos para las seis moles que se alzaban tras los científicos, como petrificados cíclopes.

– Por todos los… ¿Qué se supone que es eso?

– Las nuevas armas llegadas de Marte. Representan lo último descubierto en los bancos de las pirámides.

Eran tremendos. Cinco metros de altura, con una enorme" cabeza ovoide, cubierta por las familiares escamas de todo diseño marciano, con una cresta de las famosas púas doradas, los órganos sensoriales. No tenían cuerpo, únicamente una especie de cilindro metálico del diámetro de un tronco de árbol, bajo el breve cuello articulado que sujetaba la cabeza. Del cilindro colgaban los brazos y las piernas. Éstas se doblaban hacia atrás, como las de un ave. Aquellos eran tan largos que se apoyaban en el suelo. Terminaban en tres garras escamosas, de aspecto muy siniestro.

El conjunto era una mezcla de orangután cabezudo y papagayo.

– Sandra es una especie de genio manejando esos chismes -siguió explicándole Karl-. Por alguna causa, encaja perfectamente. Pero han descubierto que esta habilidad puede conseguirse tras un duro aprendizaje.

– Y nos ha tocado a nosotros estar a las órdenes de esa niña.

– No te quejes, Lucas, tú eras el que quería estar al dernier cri de Marte.

Mientras tanto, y con total displicencia, Sandra se desnudó por completo, y subió a una plataforma situada junto a uno de los autómatas. Ésta ascendió hasta situarse junto al cabezón que, con un sonido pegajoso, se abrió como las valvas de una almeja descomunal. Desde abajo, Lucas vio tensarse fibras de aspecto orgánico. Sandra desapareció en el interior.

– Su turno, caballeros -dijo uno de los científicos. Apuntó con el pulgar a dos plataformas similares, como Robespierre señalando la guillotina a unos nobles franceses.

Karl y Lucas se desnudaron y subieron a sus respectivas plataformas. Éstas se elevaron; las cabezas se abrieron igual que la del robot de Sandra.

Lucas miró dentro… y sintió como si su almuerzo se negara a ser digerido. En la mitad inferior, le esperaba un lecho de carne grisácea, mojada y palpitante. Parecía una ostra cruda de dos metros de largo.

– Métase dentro -dijo el científico que estaba junto a él.

– ¿Está de guasa?

– Es seguro. No tiene nada que temer. La chica ya lo ha hecho.

Lucas se estremeció al pensar en Sandra tumbada sobre aquel lecho mojado y pringoso. La buscó con la mirada, pero la cabeza de su robot ya se había cerrado. Se volvió hacia Karl y lo vio entrar despreocupadamente en aquella… cosa.

Bueno, él no iba a quedarse atrás.

Metió un pie. Aquella ¿carne? era tan fría, húmeda y viscosa como había imaginado. Se dio la vuelta y se sentó. ¡Puajjj! Sus nalgas desnudas tocaron aquella repugnante sustancia.

– Túmbese -le instó el científico-. Y extienda los brazos.

Se tumbó, muy lentamente, y extendió sus brazos a ambos lados de su cuerpo. Cuando todo él estuvo en íntimo contacto con aquel material, éste empezó a ponerse tibio. Intentó incorporarse; no pudo. ¡Su espalda estaba pegada a aquella asquerosidad!

Mientras se preguntaba cómo era posible, vio algo horripilante. La sustancia empezó a deformarse, generando un sinfín de pseudópodos que se extendieron por su torso, brazos y piernas. Mientras avanzaban por su carne, su color viraba del gris al granate.

Lucas necesitó de todo su autocontrol para no vomitar, cuando comprendió que aquella cosa estaba ¡alimentándose de su sangre!

Nuevamente intentó incorporarse; comprobó que estaba firmemente adherido a aquella porquería. Y de forma más sólida, a cada minuto que pasaba.

– Dios mío -gimió-, que alguien me saque de aquíííí…

– No se preocupe -dijo el científico-, no hay nada peligroso en esto.

– ¿Lo ha probado usted? -aquel cabrón con bata blanca no se dignó responder. La tapa empezó a cerrarse como la de un féretro.

– No estoy seguro de poder soportar esto -dijo Lucas, intentando ser razonable.

La cabeza se cerró con un chasquido, y hubo un inacabable período de oscuridad. Lucas decidió empezar a gritar, cuando se hizo la luz a su alrededor.

Una iluminación extraña, que mostraba colores algo equívocos. No era como si la cabeza del robot se hubiese vuelto transparente. En absoluto.