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Era mucho más raro. No podía ver su propio cuerpo; ni siquiera tenía una visión periférica de su nariz. Trató de mirar atrás… y casi se desmayó del susto.

No sentía la conocida tirantez de los músculos del cuello.

¡Sin embargo, veía el hangar a sus espaldas, como si su cabeza hubiera girado sin esfuerzo ciento ochenta grados! La sensación era enloquecedora. ¿Qué le estaba pasando?

Por lo que sabía sobre los instrumentos marcianos, Lucas sospechó que aquello era una ilusión, proyectada directamente en su cerebro por el mejillón pegajoso que le envolvía. No estaba viendo por medio de sus ojos, sino del extraño sistema sensorial de la cosa. Para comprobarlo, los cerró: seguía viendo sin dificultad.

En apariencia, solamente la visión estaba afectada. Al tacto, su cuerpo seguía envuelto en… uaagh.

Es tan sólo un autómata, se dijo. Otra jodida máquina marciana. Se preguntó si también podría ver el ultravioleta, o el infrarrojo.

– ¿Cómo te sientes? -la voz de Karl retumbó en su cabeza. La ilusión también se extendía al sonido.

– Como si me hubiera corrido en los calzoncillos.

– Lucas -era Sandra-, ten cuidado con lo que dices. Todos podemos oírte.

– Lo siento. No lo sabía.

– Bien, vamos a comenzar con el primer capítulo: aprender a andar.

El robot de la chica cobró vida y avanzó hacia él, con movimientos fáciles y vigorosos. Se detuvo a pocos pasos frente a Lucas.

– Adelante, Lucas, un pasito. Animo, pero con cuidado. No hemos encontrado taka-taks de ese tamaño.

Lucas observó que los científicos se habían esfumado prudentemente. Estaba claro, se suponía que él iba a manejar aquel cacharro, ¿pero cómo?

– Estoy pegado aquí dentro, como un condenado sello en la lengua de una vaca. ¿Cómo esperas que me mueva?

– Intentad andar con normalidad.

– ¿Con normalidad?

– ¿Karl?

– Lo estoy intentando.

De repente, el robot de Karl cobró vida. Pero una vida muy diferente a la de Sandra. Empezó a sacudir brazos y piernas, como si tuviera la enfermedad de Parkinson. De repente empezó a avanzar de lado, sin control.

– Ayayayayay… -oyó gritar a Karl.

– Párate -vociferó Lucas-, te vas a romper la cabeza, idiota.

El robot describió una especie de confuso paso de baile, y acabó estrellándose contra la fila de tres robots vacíos. Chocó contra el primero, desplazándolo contra el segundo, que chocó contra el tercero con un gran estruendo. Lucas esperó verlos caer como fichas de dominó; se sorprendió al ver que eso no sucedía. Los robots vacíos se movieron, zapateando contra el suelo, hasta conseguir volver a quedar equilibrados e inmóviles.

– No hay ningún peligro -dijo Sandra con tranquilidad-; los robots no pueden caer.

– Se han movido como si tuvieran vida propia -dijo Lucas, estupefacto.

– Y la tienen -explicó la chica-. Una vida vegetativa, sin voluntad. Su sistema nervioso no es más complicado que el de una lombriz. Es un cuerpo con reflejos, pero sin mente. Necesitan de nosotros para moverse; sólo tenéis que desear andar, y ellos se ocuparán del resto.

– Parece muy fácil dicho así, pero…

– Y es fácil -insistió Sandra-. Inténtalo tú, Lucas.

Fácil. Como decían en el Zen, «el águila no vuela; abre sus alas, y siente que está volando».

Es una bella frase. Pero Lucas no conocía declaraciones de águilas al respecto.

Intentó concentrarse. Es difícil hacerlo cuando estás sepultado en una jalea viscosa. Se esforzó por empujar su pierna derecha hacia delante; no consiguió moverla ni un milímetro. Pero la pata derecha del robot se elevó lentamente y se detuvo en el aire, como si hubiera quedado congelado al ir a dar un paso. El cuerpo se inclinó levemente a la izquierda, guardando un equilibrio perfecto. Lucas no había intervenido en esto último.

– Estupendo, Lucas, lo estás haciendo muy bien.

Animado por las palabras de la chica, bajó la pata y elevó la otra. Dio un par de inseguros pasos hacia delante. El robot no perdió el equilibrio en ningún momento.

El Zen estaba en lo cierto, después de todo…

– Muy bien, Lucas -dijo ella-, tienes verdadero talento.

– ¿Lo dices en serio?

– No. Pero no ha estado mal. Karl, tu turno.

El robot de Karl anduvo torpemente hacia ellos.

– Muy bien -dijo ella-; ahora salgamos del hangar. Seguidme.

La siguieron con la elegancia de un par de borrachos sobre patines. Lucas estaba seguro de que, si alguien estaba grabando eso, se reiría de sí mismo cuando lo viera. En ese momento no tenía tiempo ni humor. Estaba demasiado absorto en el proceso de mover un pie metálico tras otro.

Una sucesión de extraños caracteres, verde fosforescente, aparecieron en el aire frente a él. Algunos cambiaban rápidamente, desapareciendo por la parte inferior del campo de visión, otros permanecían inmóviles.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– ¿El qué?

– Esos símbolos.

– Escritura marciana. No te esfuerces, nadie la entiende totalmente.

– Pero… -aquello no le gustaba a Lucas- puede ser importante. Quizá me esté preguntando: Va apegarse usted un leñazo morrocotudo: ¿cancelar, aceptar o ayuda?

– Sin duda es importante, los que diseñaron estos robots se preocuparon de que resultaran bien visibles para el conductor. No te preocupes, Lucas, en Marte están trabajando duro para descifrar la escritura marciana.

Con esta exigua esperanza, salieron a una gran explanada situada tras el hangar. Lucas observó que se había acondicionado como campo de entrenamiento. Vio varias dianas fijas y guías para las móviles.

El robot de la chica se plantó en mitad de la pista.

– Quedaos ahí atrás -dijo, elevando una de las manos mecánicas con naturalidad. Lucas observó el par de cilindros metálicos que habían surgido bajo la barbilla del robot. ¿Cañones?

Efectivamente, el robot de Sandra se volvió raudo hacia una de las dianas; los dos tubos empezaron a vomitar fuego. La diana saltó por los aires, destrozada en un abrir y cerrar de ojos. Un segundo después, otra de las dianas fijas corrió igual suerte. Cada una de aquellas dianas tenía un diámetro de diez metros, y las ametralladoras del robot las habían reducido a astillas en décimas de segundos. Su potencia de fuego era realmente inconcebible.

Un blanco móvil surgió de una trampa en el suelo, a la derecha, y corrió sobre los rieles cruzando frente al robot. La cabezota giró con vivacidad, y el móvil quedó rápidamente envuelto en fuego.

Un nuevo móvil surgió a unos pasos frente al robot, y se elevó en el aire como un misil. El corpachón mecánico se flexionó hacia atrás, doblando las largas patas, y abrió fuego contra el objeto que se elevaba en aquel difícil ángulo, haciéndolo estallar antes de que recorriera unas decenas de metros.

El robot de Sandra se volvió hacia ellos. Los dos cañones humeaban bajo su cabeza ovoide; la cresta de púas doradas le daba un aspecto decididamente maléfico. A su alrededor seguían lloviendo minúsculos fragmentos del último blanco.

– Bueno -dijo la chica, alegremente-, ¿qué os ha parecido la demo?

Lucas había esperado ansioso el momento de abandonar el traje. Se preguntaba cómo lo sacarían, temiendo que la cosa podría durar horas; no fue así. Los técnicos abrieron la cabeza del robot, aplicaron una especie de electrodo a la tibia masa que lo llenaba, y de inmediato ésta se retiró de la piel de Lucas, dejándole en libertad.

Se reunió con Sandra y Karl en la cantina de la base, después de media hora bajo la ducha, restregándose la piel con una esponja áspera.

– ¿Qué tal te encuentras? -preguntó Sandra.

– Como un caramelo usado. Me pica todo el cuerpo.

– Es psicológico. No tardará en pasar.

Lucas observó las ronchas rojizas en el cuello de la chica y en el de su amigo. Imaginó que bajo el mono de reglamento tendrían el cuerpo cubierto de marcas iguales, como él.

– ¿Psicológico, eh?

– Te acostumbrarás.

– Eso me temo. -Alzó una mano llamando a la camarera-. ¿Qué estáis tomando?

– Kumiss. Leche fermentada -dijo Karl, alzando un vaso lleno de un fluido blanquecino.

– No me digas.

– Sandra lo ha puesto de moda. El auténtico kumiss se hace con leche de yegua, pero…

– ¿Qué va a ser, Lucas?

La camarera -Lucas recordó que su nombre era Ana- se inclinaba junto a él, esperando.

– Pruébalo, hombre, no seas aprensivo.

Sandra sonreía, dibujada en su cautivador semblante aquella perenne expresión de chacota.

– Vale, tomaré también uno de esos. Después del robot, ya no me asquea nada.

Ana regresó al cabo de un momento con el brebaje y se lo sirvió.

– Puedes dejar ahí la botella, preciosidad -dijo Karl sonriéndole.

Lucas miró el vaso al trasluz, tomó un largo trago y dijo:

– No está mal del todo. Veremos qué viene después.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó su amigo.

– Me refería a los armatostes marcianos… No puedo imaginar qué otra cosa encontrarán todos esos grandes meollos que están trabajando ahí arriba.

– ¿Echáis de menos Marte? -les preguntó Sandra.

– Nunca has estado allí, ya me lo dijiste -dijo Lucas-. Bueno, si hubieras estado, no preguntarías eso.

– ¿Por qué?

– Marte es el culo del Sistema Solar, cariño -se adelantó Karl-. Lucas y yo nacimos allí, y no le tenemos ningún apego. Se parece tanto a una patria como una madre a un trozo de alambre. La Tierra sí que es un sitio por el que combatir.

– Deberíais de haberla conocido en otros tiempos -dijo la chica con melancolía.

– Sí, algo hemos oído.

– Lo que una vez fue, volverá a ser, o dejaré de ser quien soy -dijo Karl, elevando su vaso. No quedaba muy coherente, pero brindaron por ello.

– Con ayuda de artilugios como esos robots -dijo Sandra dejando su vaso sobre la mesa-. Por eso debemos continuar, aunque todo parezca una locura.

– ¿Lo crees de verdad? -preguntó Lucas.

– ¿Lo dudas? -Sandra parecía confusa.

– ¿Qué provecho puede tener algo así? Ha sido diseñado para la lucha cuerpo a cuerpo, ¿contra qué enemigos? Hasta ahora todo se ha resuelto lanzándonos un maldito rayo de antimateria. ¿Cómo podemos luchar contra algo así?

Sandra le miró a los ojos, muy seria.

– Estoy segura que esos robots tienen una misión que cumplir. Si los antiguos marcianos se tomaron la molestia de dejarlos ahí para nosotros…