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– Es usted muy modesta.

– Es la verdad.

– Bien, en ese caso, ¿qué me diría de entrar en un campo en el que muy poca gente ha trabajado antes que usted?

– ¿Delfines?

– No.

– Entonces no me interesa.

– Usted ha hablado en sus libros de lo complicado que resulta interpretar el lenguaje de los delfines. Y sin embargo, ellos son prácticamente nuestros primos hermanos, respiran nuestro mismo aire y comparten nuestro mundo. ¿Qué me diría si le propusiera interpretar el lenguaje de una criatura con la que no tenemos absolutamente ningún punto en común?

A pesar suyo, Susana se sintió interesada.

Llegaron al pie de la lanzadera. Estaba preparada para el despegue, y la torre de lanzamiento ya la había colocado en posición.

– ¿Nota algo raro en ella? -preguntó el cardenal. Susana frunció el ceño.

Era el clásico vehículo espacial reutilizable: un fuselaje aerodinámico de cuerpo sustentador, con unas cortas y gruesas alas en delta y un timón. Despegaba en posición vertical, con un tanque cilindrico adosado a la panza, y aterrizaba en vuelo planeado.

Nada de especial; Susana conocía muchas variantes de este diseño básico.

Quizá fuese el material que la revestía, de un color rojizo con brillo casi metálico, como esmaltado; quizá fueran las curiosas portillas circulares de la proa. El caso era que no se parecía a ningún modelo que hubiese visto, en la holovisión o en alguna revista.

– ¿Quién las fabrica?

– Es una pregunta sencilla -meditó Kramer-, pero un tanto difícil de responder. Suba conmigo, por favor.

Kramer hizo un gesto de todo está bien a un técnico que se acercaba, y subieron a la torre de erección. Un montacargas les llevó hacia arriba. Kramer lo detuvo a mitad de altura.

– Examine el fuselaje de cerca.

Extrañada, Susana se acercó a la nave espacial. No veía nada especialmente raro; sólo la curva superficie del fuselaje, revestida de losetas refractarias en forma de rombo.

Notando la mirada del religioso en su nuca, Susana rozó una loseta con el dedo. Le llamó la atención lo firmemente adheridas que estaban al casco, como si formaran parte de él. Pero esto no era posible; debían reemplazar las que se perdían en cada reentrada.

Mirándolas con atención, observó que las losetas se superponían. Esto despertó en ella una imagen que la sobresaltó. ¡No podía ser!

Lo rechazó con incredulidad, pero no podía expulsar de su pensamiento el repentino terror helado que la invadía.

– Esta nave espacial tiene… ¡escamas!

Miró a Kramer a los ojos, parapetados tras las bifocales, y el religioso le dedicó una sonrisa de ratón.

– Cierto, cierto. La nave está cubierta de escamas, como las de un pez o un reptil. En respuesta a su pregunta, nadie la ha fabricado.

»Ha crecido sola.