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El cielo estaba encapotado con nubes oscuras como carbón hilado, tan densas como rocas. Violentos relámpagos saltaban entre ellas, iluminándolas siniestramente. A lo lejos, los rayos caían al mar, transportando positrones desde la estratosfera, levantando gigantescos surtidores allí donde entraban en contacto con las aguas moribundas.

A Susana, todo aquello le impresionaba; de repente adquiría conciencia de la tridimensionalidad del cielo y las nubes, de lo horriblemente real que era todo.

El helicóptero volaba a ciento veinte metros sobre la superficie del océano. Las olas saltaban hacia él como si quisieran atraparlo. Los dos hombres y las dos mujeres que formaban el equipo de rescate esperaban, sentados en unos bancos laterales. Lucas y Ozu Shikibu observaban por las ventanillas, aunque la tarea de localizar a la presa recaía en Karl, a cargo del sonar aire-agua.

Susana, acurrucada y abrazando sus rodillas, parecía absolutamente indiferente a todo.

– ¿Algún rastro de nuestro amigo, Karl? -preguntó el piloto por el interfono.

El aludido volvió la cabeza, apartando por un momento los ojos de la pantalla.

– Casi lo pierdo, pero aún sigue ahí. A unos setenta metros al sur de nuestra vertical… -precisó- ahora vira al sureste.

El aparato viró levemente a babor.

– Ese delfín zigzaguea como si estuviera borracho -comentó Lucas-; no lo pierdas, o nos va a dar un trabajo de mil demonios volverlo a encontrar.

– Descuida.

Lucas se rascó el omóplato, retorciendo el brazo en un ángulo anatómicamente improbable. Se sentía incómodo; como los demás del equipo de rescate, llevaba puesto un traje de buzo de fluopreno, y aún no se había acostumbrado a la gravedad de la Tierra. Ni al calor. Sudaba y le picaba todo el cuerpo, generalmente en lugares inaccesibles. Sintió un fuerte deseo de sumergirse. Confiaba en que el piloto les acercase lo suficiente al animal.

– Está asustado -dijo Susana, decidiéndose por fin a hablar. Lucas la miró con atención, como si se hubiese dado cuenta por primera vez de su presencia.

Era una mujer de pelo rojizo, muy corto, delgada, pequeña de cuerpo, pero de brazos y piernas musculados; no parecía tener ni un gramo de grasa superflua. Su rostro hubiera sido bonito, de no estar permanentemente fruncido. Apenas se había movido desde que subió a bordo. Lucas no la había visto nunca hasta entonces, ella era terrestre, pero había oído hablar de ella y de su habilidad con los delfines.

– No creo -dijo Karl-. Estamos demasiado alto para…

– Está asustado -repitió Susana, como si no hubiese oído-. Un delfín solitario no tiene sentido. Algo le ha debido separar del resto de su cardumen. Está desorientado y tratará de meterse mar adentro. Si se sumerge más, lo perderemos.

Lucas sabía que estaba en lo cierto, al menos en lo último. A fin de cuentas, ella era la experta. Shikibu, Karl y él, ni siquiera habían visto el mar hasta hacía unos meses. Los tres pertenecían a la primera generación de humanos nacidos en Marte. Lucas siempre había soñado con visitar la Tierra, pero no en estas circunstancias. Se lo había pensado demasiado. Ahora jamás sabría como fue el mundo de sus padres.

– ¿Por qué dices que un delfín solitario no…? -empezó a preguntar Shikibu.

– Es largo de explicar -le cortó Susana.

La persecución se prolongaba demasiado. Preguntó:

– ¿Qué fondo tenemos?

– Unos setenta y cinco metros -dijo Karl, siempre mirando la pantalla del sonar-. Si Susana tiene razón, puede que se confíe si no nos ve. Deberíamos subir más.

– Tengo razón -dijo Susana. Estúpidos marcianos, pensó mientras los observaba, siempre atenta a todo cuanto la rodeaba, y al mismo tiempo siempre distante.

Shikibu tenía rasgos orientales, algo regordeta, con un rostro bastante atractivo. Karl parecía un dios vikingo; más de dos metros de altura, físico de culturista, una espesa mata de pelo rubio que caía sobre sus hombros. Lucas, por el contrarío, era pequeño y moreno, con un rostro redondo de rasgos achinados, quizá de origen indio. El pelo muy negro y liso, cortado de una forma descuidada.

– Pero entonces lo perderemos -objetó Shikibu.

– A esta profundidad, ya deberíamos verlo con la cámara de infrarrojos -dijo Susana-. Es difícil confundirse, no queda mucho plancton. Ni casi nada de lo demás.

Su tono de voz era sombrío; por una vez, Lucas compartía sus sentimientos.

La Tormenta de Positrones había destrozado los ecosistemas marinos. La capa de ozono no se había regenerado lo suficiente. Los ultravioleta duros habían matado mucho plancton. Sin suministro vegetal, las cadenas alimenticias marinas se habían desplomado. Repentinamente pensó que el delfín que acosaban debía de estar medio muerto de hambre, el pobre bicho.

Para empeorar la situación, el mar se iba volviendo radiactivo. El bombardeo de positrones había originado complicadas reacciones nucleares en la alta atmósfera, como en un colosal experimento de colisión de partículas. Una leve pero incesante lluvia de isótopos iba cayendo del cielo al mar.

– ¡Ahí está! -exclamó Shikibu señalando el monitor.

Lucas se asomó a la ventanilla. El agua era verdoso azulada y seguía muy picada, pero se distinguía una figura fusiforme y oscura, que se deslizaba con apenas unos movimientos de la cola. Estaba casi a ras de las olas; de vez en cuando rompía la superficie. Lucas se preguntó si trataría de tomar aire.

– Descendamos -propuso Shikibu.

– No -dijo Susana.

– ¿No, por qué?

– Sería peor. Lo asustaremos aún más. Yo saltaré con paracaídas y lo tranquilizaré. Dadme un cuarto de hora, luego bajad.

– ¿Crees que es el mejor modo de capturarlo? -dudó Karl. Susana se volvió hacia él con vivacidad.

– ¡No hemos venido a capturarlo!

– Pero no tenemos paracaídas. -Lucas trató de aliviar la tensión.

– Yo sí -dijo Susana. Se dirigió a la trasera de la cabina, donde habían amontonado el equipo. Buscó y encontró un paquete con un arnés.

– ¿Estás segura? -preguntó Lucas.

– Sí. He hecho parapente desde los acantilados. No hay peligro.

– Pero… -Shikibu le puso la mano en el hombro-. Bueno, te ayudaremos con el equipo.

Entre Shikibu y él, con no pocas contorsiones, le pusieron el paracaídas, el impulsor eléctrico, las botellas de gas, el cinturón de plomo, las aletas y la máscara. Cuando acabaron, Susana parecía una mezcla de extraterrestre y árbol de Navidad. La ayudaron a caminar hasta la portezuela y Lucas la abrió.

– Recuerda -casi aulló Shikibu en el ventarrón-. Aguarda quince segundos, hasta que estés fuera del viento del rotor. ¡Suerte!

Susana asintió. Dio un paso fuera y saltó; descendió como un proyectil, y al poco tiempo se abrió el paracaídas.

Suspendida entre el cielo y el mar, volando sin más ayuda que sus ojos, cerebro y músculos, Susana se sentía completamente a sus anchas. El paracaídas tenía un elevado coeficiente de planeo, y ella lo guiaba tirando de las cuerdas. El delfín era claramente visible, allá abajo entre sus pies. Trazó un amplio círculo en torno a él mientras descendía.

El helicóptero era un abejorro zumbante que se alejaba y descendía. Sin duda luego se aproximarían a ras de las olas.

Ni por un momento temió que no pudieran encontrarla. El paracaídas era de un vivo color naranja; y, después de todo, ella se sentía más segura en el mar. Los delfines podrían ayudarla a llegar a tierra.

La superficie ya estaba cerca. Se ajustó la máscara y se preparó para el impacto, la barbilla contra el pecho, las piernas flexionadas. Con un gran chapoteo, chocó con el agua. Soltó el pasador y se liberó del paracaídas, que quedó flotando.

El pequeño motor que llevaba a la espalda la impulsó mientras se sumergía. Respiraba una mezcla de oxígeno y helio; el anhídrido carbónico era filtrado por un cartucho de cal, y automáticamente se le añadía oxígeno puro. El equipo era poco voluminoso y lo llevaba cómodamente en el pecho.

Cuando llegó a unos cincuenta metros, se detuvo. Susana giró lentamente sobre su eje; estaba rodeada por el muro azul. El delfín no aparecía. Se sacó la boquilla y llevó a sus labios el instrumento que ella misma había diseñado y del que nunca se separaba.

Silbó una melodía:

Soy amigo.

Volvió a ponerse el tubo. Oyó un débil clic-clic-clic. El delfín la estaba examinando. Emitía secuencias de clics en frecuencia sónicas y ultrasónicas, procesando rápidamente los ecos para obtener imágenes acústicas, incluso del interior de su cuerpo. No se movió. Se quitó el tubo y silbó otra melodía:

Amigo. Buenalimento.

Vio moverse algo en la distancia azul, casi invisible. Abrió una bolsa que llevaba sujeta al muslo y sacó unas galletas de soja y maíz con sabor a pescado, una receta de creación propia. Silbó:

Buenalimento. Ven. No te muerdo.

Una sucesión de silbidos.

¿Tú Nadadora de dos Colas en el Arrecife?

Susana sintió una gran alegría. El delfín la había reconocido.

Sí. ¿Nombre-firma tuyo?

El delfín contestó:

Buceador en la Pleamar. Estoy hambriento. La Cosa que vuela me persigue.

El delfín dijo todo esto con un único y largo silbido modulado, que contenía su nombre-firma y el resto de la información. La posición de su cuerpo, mientras nadaba, decía más cosas, referentes a sus lazos de parentesco y situación sexual; pero Susana ignoró toda esa información extra. Silbó:

Las aguas son seguras. La Cosa que vuela es amiga de Nadadora.

El delfín permaneció un momento como dudando. Susana oyó un chapoteo sobre su cabeza. Maldijo; ahora que estaba obteniendo resultados… silbó apresuradamente:

Nadadores de Dos Colas. Amigos de Nadadora. Si tú vienes, Nadadora te da alimento.

El delfín se acercó velozmente a Susana. Se detuvo a pocos metros de su brazo, frenando sin aparente esfuerzo. Su morro, bien provisto de dientes, mordió las galletas y se las zampó en un periquete. Susana le palmeó el lomo cariñosamente.

¿Sabe a pescado y no es pescado?, preguntó Buceador.

Come y no hagas preguntas. Susana le entregó otra galleta.

Sus compañeros los rodearon, pero se mantuvieron a distancia. Susana emprendió la tarea de persuadir al delfín para que fuera con ellos. Karl intentó ayudarla con un sintetizador de sonidos, pero ella hizo señas negativas. El acento de aquel cacharro desconcertaría a Buceador.