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Entonces no podía entenderlo, sólo padecerlo, y de esas fugas nuestras y posteriores reconciliaciones de mis padres yo salía cada vez más amargado, sintiendo que la vida estaba llena de sobresaltos, sin ninguna compensación. ¿Por qué se amistaba mi madre cada vez con él sabiendo muy bien que, después de unos días o semanas de estar calmado, volvería, con el menor pretexto, a sus golpes e insultos? Lo hacía porque, a pesar de todo, lo quería con esa terquedad obstinada que era un rasgo de su carácter (que yo le heredaría) y porque era el marido que le había dado Dios -y una mujer como ella sólo tenía un marido hasta la consumación de los siglos, aunque la maltratara y aunque hubiera una sentencia de divorcio de por medio- y, también, porque, pese a haber trabajado en la casa Grace en Cochabamba y en Piura, mi madre había sido educada para tener un marido, para ser una ama de casa, y porque no se sentía capaz de ganarse la vida para ella y para su hijo con un trabajo independiente. Lo hacía porque le daba vergüenza que yo y ella siguiéramos mantenidos por los abuelos, que no tenían una buena situación -el abuelito jamás había podido ahorrar con esa familia tribal que vivía a sus costillas-, o pasáramos a serlo por mis tíos, que estaban tratando de hacerse una situación en Lima. Eso lo sé ahora, pero a los once o doce años de edad no lo sabía, e incluso si lo hubiera sabido tampoco lo hubiera entendido. Lo único que sabía y entendía era que, cada vez que se amistaban, yo tenía que volver al encierro, a la soledad y al miedo, y eso me fue llenando el corazón de rencor también hacia mi madre, con la que, desde entonces, no volví a estar tan unido como antes de conocer a mi padre.

Entre 1947 y 1949 nos escapamos varias veces, lo menos media docena, siempre a casa de los tíos Jorge y Gaby o Juan y Laura, que vivían también en Miraflores, y todas las veces, a los pocos días, se produjo la temida reconciliación. A la distancia qué cómicas parecen esas fugas, escondidas, recibimientos con llantos, esas camas precarias que nos armaban en las salas o en los comedores de mis tíos. Siempre había ese acarreo de maletas y bolsas, las idas y venidas, esas explicaciones incomodísimas en La Salle, a los Hermanos y a mis compañeros, de por qué súbitamente tomaba el ómnibus a Miraflores en vez del de Magdalena y luego otra vez el de Magdalena. Me había cambiado de casa ¿sí o no? Porque nadie andaba, como nosotros, mudándose y desmudándose cada cierto tiempo.

Un día -era verano, por lo que debió ser poco después de nuestra venida a Lima-, mi papá me llevó a mí solo en el auto y recogimos a dos muchachos de una esquina. Me los presentó: «Son tus hermanos.» El mayor, un año menor que yo, se llamaba Enrique, y el segundo, dos años menor, Ernesto. Este último tenía el pelo rubio y unos ojos tan claros que cualquiera lo hubiera tomado por un gringuito. Los tres estábamos confusos y no sabíamos qué hacer. Mi papá nos llevó a la playa de Agua Dulce, tomó una carpa, se sentó a la sombra, y nos envió a jugar a la arena y a bañarnos. Poco a poco fuimos entrando en confianza. Estaban en el colegio San Andrés y hablaban inglés. ¿El San Andrés no era un colegio de protestantes? No me atreví a preguntárselo. Después, a solas, mi mamá me contó que, luego de separarse de ella, mi papá se había casado con una señora alemana y que Enrique y Ernesto eran los hijos de ese matrimonio. Pero que se había separado de su esposa gringa hacía ya años, porque ella también tenía su carácter y no le aguantaba el mal humor.

No volví a ver a mis hermanos un buen tiempo. Hasta que en una de esas escapadas periódicas -esta vez estábamos refugiados donde la tía Lala y el tío Juan-, mi papá se presentó a buscarme a la salida de La Salle. Como la vez anterior, me hizo subir al Ford azul. Estaba muy serio y yo tenía mucho miedo. «Los Llosa están tramando sacarte al extranjero», me dijo. «Aprovechándose de su parentesco con el presidente. Pero se van a encontrar conmigo y veremos quién gana.» En vez de Magdalena, fuimos a Jesús María, donde frenó ante una quinta de casitas de ladrillos rojos. Me hizo bajar, tocó y entramos. Ahí estaban mis hermanos. Y su mamá, una señora rubia, que me ofreció una taza de té. «Tú te quedas aquí hasta que yo arregle las cosas», dijo mi papá. Y se fue.

Estuve allí dos días, sin ir al colegio, convencido de que nunca más vería a mi mamá. Él me había raptado y ésta sería mi casa para siempre. Me habían dado una de las camas de mis hermanos y ellos compartían la otra. En la noche me sintieron llorar y se levantaron, prendieron la luz e intentaron consolarme. Pero yo seguía llorando, hasta que la señora de la casa se apareció también, y trató de calmarme. Dos días después mi papá vino a recogerme. Se habían reconciliado y mi mamá estaba esperándome en la casita de Magdalena. Luego ella me contó que, en efecto, había pensado pedirle al presidente un puesto en algún consulado peruano en el extranjero, y que mi papá se enteró. Que me hubiera raptado, ¿no era una prueba de que me quería? Cuando mi mamá trataba de convencerme de que él me quería o de que yo debía quererlo a él pues, a pesar de todo, era mi papá, yo le guardaba aún más rencor que por las amistadas.

Creo que no volví a ver a mis hermanos sino un par de veces más en ese año, y siempre por pocas horas. El año siguiente, ellos partieron con su madre a Los Ángeles, donde ella y Ernesto -Ernie ahora, pues es ciudadano norteamericano y próspero abogado- viven todavía. Enrique contrajo una leucemia cuando estaba en el colegio y tuvo una dolorosa agonía. Volvió por unos días a Lima, poco antes de morir. Fui a verlo y apenas pude reconocer, en esa figurita frágil, devastada por la enfermedad, al muchacho apuesto y deportivo de las fotografías que enviaba a Lima y que nos enseñaba a veces mi papá.

Mientras me tuvo secuestrado donde la gringa (como la llamábamos yo y mi mamá), mi papá se había presentado de manera intempestiva en casa del tío Juan. No entró. Dijo a la empleada que quería hablar con aquél y que lo esperaría en el auto. Mi padre no había vuelto a alternar con nadie de la familia desde aquel lejano día en que abandonó a mi madre en el aeropuerto de Arequipa, a fines de 1935. El tío Juan me contó tiempo después la cinematográfica entrevista. Mi padre lo esperaba sentado al volante del Ford azul y cuando el tío Juan entró, lo previno: «Estoy armado y dispuesto a todo.» Para que no cupiera duda, le mostró el revólver que llevaba en el bolsillo. Dijo que si los Llosa, aprovechando su relación con el presidente, trataban de sacarme al extranjero, tomaría represalias contra la familia. Luego, despotricó contra la educación que me habían dado, engriéndome e inculcándome que lo odiara y fomentándome mariconerías como decir que de grande sería torero y poeta. Pero su nombre estaba en juego y él no tendría un hijo maricón. Luego de esa perorata semihistérica, en la que el tío Juan no pudo colocar una frase, advirtió que mientras no se le dieran garantías de que mi madre no viajaría al extranjero conmigo, los Llosa no volverían a verme la cara. Y se marchó.

Ese revólver que le mostró al tío Juan fue un objeto emblemático de mi infancia y juventud, el símbolo de la relación que tuve con mi padre mientras viví con él. Lo oí disparar, una noche, en la casita de La Perla, pero no sé si alguna vez llegué a ver el revólver con mis propios ojos. Eso sí, lo veía sin tregua, en mis pesadillas y en mis miedos, y cada vez que oía a mi padre gritar y amenazar a mi mamá, me parecía que, en efecto, lo que decía, lo iba a hacer: sacar ese revólver y dispararle cinco tiros y matarla y matarme después a mí.

De esas fugas frustradas resultó sin embargo un contrapeso a lo que fue mi vida en la avenida Salaverry, y, luego, en La Perla: poder pasar los fines de semana en Miraflores, con mis tíos. Ocurrió luego de alguna de nuestras escapadas; en la reconciliación, mi madre consiguió que mi papá me permitiera, al terminar las clases del sábado, ir directamente de La Salle a donde la tía Lala y el tío Juan. Regresaba a la casa el lunes, luego de las clases de la mañana. Ese día y medio semanal, en Miraflores, lejos de su vigilancia, haciendo la vida normal de otros chiquillos de mi edad, se convirtió en lo más importante de la vida, el objetivo acariciado con la imaginación durante toda la semana, y ese sábado y domingo en Miraflores, una experiencia que me llenaba de ánimo y de imágenes hermosas para resistir los horrendos cinco días restantes.

No todos los fines de semana podía ir a Miraflores: sólo cuando obtenía en la libreta de notas, que recibíamos cada sábado, los calificativos de E (excelencia) o de O (óptimo). Si mis notas eran D (deficiente) o M (malo), debía regresar a pasar el fin de semana encerrado. Y había, además, los castigos que recibía por alguna otra razón y que, desde que mi padre descubrió que lo que más ilusión me hacía en el mundo era estar lejos de él, consistieron en: «Esta semana no vas a Miraflores.» Los años de 1948, 1949 y el verano de 1950 se dividieron así: de lunes a viernes en Magdalena o en La Perla y sábado y domingo, en el barrio miraflorino de Diego Ferré.

Un barrio era una familia paralela, un grupo de muchachos de la misma edad, con quienes se hablaba de deportes o se jugaba al fútbol (o a su versión en formato menor: el fulbito), se iba a nadar a la piscina y a correr olas a las playas de Miraflores, del Regatas o de La Herradura, a dar vueltas por el parque después de misa de once, a la matinée de los cines Leuro o Ricardo Palma y, finalmente, a pasear por el parque Salazar. Y con quienes, a medida que uno iba creciendo, se aprendía a fumar, a bailar y a enamorar a las chicas, las que, poco a poco, iban consiguiendo permiso de las familias para salir a las puertas de las casas a conversar con los muchachos y organizar, los sábados en la noche, fiestas en las que, bailando un bolero -de preferencia Me gustas de Leo Marini- los chicos les caían (se les declaraban) a las chicas de las que estaban templados (enamorados). Ellas decían «voy a pensarlo», o «sí» o «no quiero tener enamorado todavía porque mi mamá no me lo permite». Si la respuesta era «sí», uno ya tenía enamorada. En las fiestas se podía bailar con ella cheek to cheek, ir juntos a la matinée del domingo y, en la oscuridad, besarse. También, caminar tomados de la mano, después del helado en el Cream Rica de la avenida Larco, e ir a pedir un deseo viendo morir la tarde en el horizonte marino desde el parque Salazar. La tía Lala y el tío Juan vivían en una casita blanca de dos pisos, en el corazón de uno de los barrios más famosos de Miraflores, y Nancy y Gladys pertenecían a la promoción novísima del barrio, que tenía también sus viejos de quince, dieciocho o veinte años y gracias a mis primas me incorporé a él. Todos mis buenos recuerdos entre mis once y mis catorce años se los debo a mi barrio. Se había denominado antes «barrio alegre», pero cambió de nombre cuando los periódicos empezaron a llamar así al jirón Huatica de La Victoria (la calle de las prostitutas) y se transformó en el «barrio de Diego Ferré» o «de Colón», porque era en la intersección de ambas calles donde teníamos nuestro cuartel general.