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En junio de 1912, el historiador José de la Riva Agüero hizo un viaje a lomo de mula, de Cusco a Lima, siguiendo uno de los caminos del Incario, y dejó de ello un hermoso libro, Paisajes peruanos, en el que evoca, con prosa escultórica, la geografía de los Andes y las gestas históricas de que esas bravas comarcas, Cusco, Apurímac, Ayacucho y Junín, fueron testigos. Al llegar a la pampa de la Quinua, en las afueras de Ayacucho, escenario de la batalla que selló la emancipación del Perú, una sombría reflexión lo detiene. Extraña batalla libertadora aquélla, en la que el bando realista del virrey La Serna se componía exclusivamente de soldados peruanos y el ejército emancipador de dos tercios de colombianos y argentinos. Esa paradoja lo dispara a una ácida consideración sobre el fracaso republicano de su país, que, noventa años después de la batalla que lo hizo soberano, es una sombra irrisoria de lo que fue en su etapa prehispánica y, en los tres siglos coloniales, del virreynato más próspero de todas las posesiones españolas. ¿Quién es responsable? ¿La «pobre aristocracia colonial», la «pobre boba nobleza limeña, incapaz de toda idea y de todo esfuerzo»? ¿O «los caudillos militares» de «vulgares apetitos», «avidez de oro y de mando», cuyas «ofuscadas inteligencias» y «estragados corazones» fueron incapaces de servir a su país y cuando alguno acertó a hacerlo «todos los émulos se conjuraron para derribarlo»? ¿O, acaso, esos «burgueses criollos» de «sórdido y fenicio egoísmo» que «se avergonzaban luego en Europa, con el más vil rastacuerismo, de su condición de peruanos, a la que debieron cuanto eran y tenían»?

El Perú había seguido arruinándose y era ahora más atrasado y acaso con peores iniquidades sociales que cuando inspiró a Riva Agüero esta lúgubre meditación. Desde que la leí, en 1955, con motivo de una edición que hizo de ella mi maestro, Raúl Porras Barrenechea, el pesimismo que la impregna era el mismo que me embargaba con frecuencia, respecto al Perú. Y hasta aquellos días de agosto de 1987 ese fracaso histórico me parecía una suerte de sino de un país que, en algún momento de su trayectoria, «se jodió» (éste había sido el obsesionante latiguillo de mi novela Conversación en La Catedral, en la que quise representar la frustración peruana) y no había sabido nunca más recuperarse, sino seguirse hundiendo en el error.

Varias veces en mi vida, antes de los sucesos de agosto de 1987, llegué a perder totalmente la esperanza en el Perú. ¿Esperanza de qué? Cuando era más joven, de que, quemando etapas, se volviera un país próspero, moderno, culto, y yo alcanzara a verlo. Luego, de que, al menos, antes de morirme, el Perú hubiera empezado a dejar de ser pobre, bárbaro y violento. Hay muchas cosas malas en nuestra época, sin duda, pero hay una buena, sin precedentes en la historia. Hoy los países pueden elegir ser prósperos. Uno de los mitos más dañinos de nuestro tiempo es el que los países pobres lo son por una conspiración de los países ricos, que se las arreglan para mantenerlos en el subdesarrollo a fin de explotarlos. No hay mejor filosofía para eternizarse en el atraso. Porque aquella teoría es, ahora, falsa. En el pasado, cierto, la prosperidad dependía casi exclusivamente de la geografía y de la fuerza. Pero la internacionalización de la vida moderna -de los mercados, de las técnicas, de los capitales- permite a cualquier país, aun al más pequeño y menos dotado de recursos, si se abre al mundo y organiza su economía en función de la competencia, un crecimiento rápido. En las últimas dos décadas, practicando, a través de sus dictaduras o gobiernos civiles, el populismo, el desarrollo hacia adentro, el intervencionismo económico, América Latina eligió ir para atrás. Y con la dictadura militar y con Alan García, el Perú fue más lejos que otros países en las políticas que conducen al desastre. Hasta aquellos días de la campaña contra la estatización, creí que, aunque divididos por muchas cosas, había entre los peruanos una suerte de consenso en favor del populismo. Las fuerzas políticas discrepaban sobre el grado de intervención deseable, pero todas parecían aceptar, como un axioma, que sin ella nunca había progreso ni justicia. Por eso, la modernización del Perú me parecía postergada a las calendas griegas.

En el debate público que tuve con mi adversario, el 3 de junio de 1990, el ingeniero Alberto Fujimori ironizó: «Parece que usted quisiera hacer del Perú una Suiza, doctor Vargas.» Aspirar a que el Perú sea «una Suiza» ha pasado a ser, para una considerable porción de mis compatriotas, una pretensión grotesca, en tanto que para otros, los que preferirían convertirlo en una Cuba o en una Corea del Norte, en algo intolerable, además de imposible.

Uno de los mejores ensayos del historiador Jorge Basadre se titula La promesa de la vida peruana (1945). Su idea central es patética y espléndida: hay una promesa incumplida a lo largo de toda la historia republicana del Perú, una ambición, ideal, vaga necesidad que nunca llegó a plasmarse, pero que desde la emancipación estuvo siempre allí, soterrada y viva, entre los tumultos de las guerras civiles, los estragos del caudillismo militar y las discusiones de los tribunos. Una esperanza siempre renaciente y siempre frustrada de salvarnos, alguna vez, de la barbarie a la que nos ha acercado nuestra incapacidad perseverante para hacer lo debido.

Pero la noche del 21 de agosto de 1987, ante esa multitud que deliraba de entusiasmo en la plaza San Martín, y, luego, en la plaza de Armas de Arequipa, y en la avenida Grau de la Piura de mi infancia, tuve la sensación -la certeza- de que cientos de miles, millones acaso, de peruanos se habían decidido de pronto a hacer lo necesario para que nuestro país fuera algún día «una Suiza»: un país sin pobres ni analfabetos, de gentes cultas, prósperas y libres, y a conseguir que la promesa fuera por fin historia, gracias a una reforma liberal de nuestra incipiente democracia.