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III. LIMA LA HORRIBLE

Por la avenida Salaverry, frente a la casita de Magdalena, donde llegamos a vivir en esos días finales de 1946 o primeros de 1947, pasaba el tranvía Lima-San Miguel. La casa existe, descolorida y destartalada, y aún ahora, cuando paso por allí, siento ramalazos de angustia. El año y pico que viví en ella fue el más amargo de mi vida. Era una casa de dos pisos. En la planta baja había una salita, un comedor, una cocina y un pequeño patio con el cuarto de la sirvienta. Y, en los altos, el baño y los dormitorios de mis padres y mío, separados por un breve rellano.

Desde que llegamos, me sentí excluido de la relación entre mi mamá y mi papá, un señor del que, a medida que pasaban los días, me parecía distanciarme. Me exasperaba que se encerraran en su dormitorio durante el día, y con cualquier pretexto les tocaba la puerta, hasta que mi padre me reconvino, advirtiéndome que no lo hiciera más. Su manera fría de hablar y sus ojos de luz cortante es lo que más recuerdo de esos primeros días en Lima, ciudad a la que detesté desde el primer momento. Me sentía solo, extrañaba a los abuelos, a la Mamaé, al tío Lucho, a mis amigos de Piura. Y me aburría, encerrado, sin saber qué hacer. A poco de llegar, mis padres me matricularon en el colegio de La Salle, en el sexto de primaria, pero las clases sólo comenzarían en abril y estábamos en enero. ¿Me iba a pasar todo el verano enclaustrado, viendo, de tanto en tanto, el traqueteante tranvía a San Miguel?

A la vuelta, en una casita idéntica a la nuestra, vivían el tío César con la tía Orieli y sus hijos Eduardo, Pepe y Jorge. Los dos primeros eran algo mayores que yo y Jorge de mi edad. Fueron cariñosos conmigo y se esforzaron por hacerme sentir de la familia, llevándome una noche a un chifa de la calle Capón -la primera vez que probé la comida chino-peruana- y, mis primos, al fútbol. Recuerdo mucho la visita al viejo estadio de la calle José Díaz, a las graderías de popular, a ver el clásico Alianza Lima-Universitario de Deportes. Eduardo y Jorge eran hinchas del Alianza y Pepe de la U y yo me hice también, como éste, fanático del equipo crema, y pronto tuve, en mi dormitorio, fotografías de sus cracks: el espectacular arquero Garagate, el defensor y capitán Da Silva, la saeta rubia, Toto Terry, y, sobre todo, el famosísimo Lolo Fernández, gran centro delantero, caballero de la cancha y goleador. Mis primos tenían un barrio, amigos con quienes se reunían frente a su casa a conversar y a patear pelota y hacer tiros al arco, y me llamaban a jugar con ellos. Pero nunca llegué a integrarme a su barrio, en parte porque, a diferencia de mis primos, que podían salir a la calle en cualquier momento y recibir amigos en su casa, a mí eso me estaba prohibido. Y, en parte porque, aunque el tío César y la tía Orieli, así como Eduardo, Pepe y Jorge siempre hicieron gestos para que me acercara, yo me mantuve distante. Porque ellos eran la familia de ese señor, no mi familia.

Al poco tiempo de estar en Magdalena, una noche, a la hora de la comida, me eché a llorar. Cuando mi padre preguntó qué me ocurría, le dije que extrañaba a los abuelos y que quería regresar a Piura. Ésa fue la primera vez que me riñó. Sin golpearme, pero alzando la voz de una manera que me asustó, y mirándome con una mirada fija que desde esa noche aprendí a asociar con sus rabias. Hasta entonces yo le había tenido celos, porque me había robado a mi mamá, pero desde ese día empecé a tenerle miedo. Me mandó a la cama y poco después, ya acostado, lo oí, reprochando a mi madre haberme educado como un niñito caprichoso y diciendo cosas durísimas contra la familia Llosa.

Desde entonces, cada vez que estábamos solos, empecé a atormentar a mi madre por haberme traído a vivir con él, exigiéndole que nos escapáramos a Piura. Ella trataba de calmarme, que tuviera paciencia, que hiciera esfuerzos para ganarme el cariño de mi papá, pues él me notaba hostil y eso lo resentía. Yo le contestaba a gritos que a mí ese señor no me importaba, que no lo quería ni lo querría nunca, pues a quien quería era a mis tíos y a mis abuelos. Esas escenas la amargaban y la hacían llorar.

Frente a nuestra casa, en la avenida Salaverry, había una librería en un garaje. Vendía revistas y libros para niños y las propinas me las gastaba, todas, comprando Penecas y Billikens, una revista argentina de deportes, con lindas ilustraciones de colores, El Gráfico, y los libros que podía, de Salgari, Karl May y Julio Verne, sobre todo, de quien El correo del zar y La vuelta al mundo en ochenta días, me habían hecho soñar con países exóticos y destinos fuera de lo común. Nunca me alcanzaban las propinas para comprar todo lo que quería y el librero, un hombrecito corvo y barbudo, me prestaba a veces una revista o un libro de aventuras, con la condición de que se los devolviera a las veinticuatro horas e intactos. En esos primeros meses largos y siniestros de Lima, en 1947, las lecturas fueron la escapatoria de la soledad en que me hallé de pronto, después de haber vivido rodeado de parientes y amigos, acostumbrado a que me dieran gusto en todo y me celebraran como gracias las malacrianzas. En esos meses me habitué a fantasear y soñar, a buscar en la imaginación, que esas revistas y novelitas azuzaban, una vida alternativa a la que tenía, sola y carcelaria. Si ya había en mí las semillas de un fabulador, en esta etapa cuajaron, y, si no las había, allí debieron brotar.

Peor que no salir nunca y pasarme las horas en mi cuarto, era una sensación nueva, una experiencia que en esos meses se apoderó de mí y fue desde entonces compañera: el miedo. Miedo de que ese señor viniera de la oficina con la palidez, las ojeras y la venita abultada de la frente que presagiaban tormenta, y comenzara a insultar a mi mamá, tomándole cuentas por lo que había hecho estos diez años, preguntándole qué puterías había cometido mientras estuvo separada de él, y maldiciendo a todos los Llosa, uno por uno, abuelos, tíos y tías, en los que él se cagaba -sí, se cagaba-, aunque fueran parientes de ese pobre calzonazos que era el presidente de la República, en el que, por supuesto, también se cagaba. Yo sentía pánico. Me temblaban las piernas. Quería volverme chiquito, desaparecer. Y, cuando, sobreexcitado con su propia rabia, se lanzaba a veces contra mi madre, a golpearla, yo quería morirme de verdad, porque incluso la muerte me parecía preferible al miedo que sentía.

A mí me pegaba también, de vez en cuando. La primera vez fue un domingo, a la salida de misa, en la parroquia de Magdalena. Por alguna razón yo estaba castigado y no debía apartarme de casa, pero supuse que el castigo no incluía faltar a la misa, y, con el consentimiento de mi mamá, me fui a la iglesia. Al salir, en medio de la gente, vi el Ford azul, al pie de las gradas. Y a él, plantado en la calle, esperándome. Viéndole la cara, supe lo que iba a pasar. O, quizá, no, pues era muy al comienzo y aún no lo conocía. Imaginé que, como habían hecho alguna vez mis tíos, cuando ya no soportaban mis travesuras, me daría un coscorrón o un jalón de orejas y cinco minutos después todo habría pasado. Sin decir palabra, me pegó una cachetada que me derribó al suelo, me volvió a pegar y luego me metió al auto a empellones, donde empezó a decir esas terribles palabrotas que me hacían sufrir tanto como sus golpes. Y, en la casa, mientras me hacía pedirle perdón, me siguió pegando, a la vez que me advertía que me iba a enderezar, a hacer de mí un hombrecito, pues él no permitiría que su hijo fuera el maricueca que habían criado los Llosa.

Entonces, junto con el terror, me inspiró odio. La palabra es dura y así me lo parecía también, entonces, y de pronto, en las noches, cuando, encogido en mi cama, oyéndolo gritar e insultar a mi madre, deseaba que le sobrevinieran todas las desgracias del mundo -que, por ejemplo, un día, el tío Juan, el tío Lucho, el tío Pedro y el tío Jorge lo emboscaran y le dieran una paliza-, me llenaba de espanto, porque odiar a su propio padre tenía que ser un pecado mortal, por el que Dios me castigaría. En La Salle había confesiones todas las semanas y yo me confesaba con frecuencia; siempre tenía la conciencia sucia con esa culpa, odiar a mi papá y desear que se muriera para que yo y mi mamá volviéramos a tener la vida de antes. Me acercaba al confesonario con la cara ardiéndome de la vergüenza por repetir cada vez el mismo pecado.

No había sido, ni en Bolivia ni en Piura, muy piadoso, uno de esos beatitos que abundaban entre mis compañeros de La Salle y del Salesiano, pero en esta primera época en Lima estuve cerca de serlo, aunque por malas razones, pues ésa era una manera discreta de resistir a mi papá. El se burlaba de lo beatos que eran los Llosa, y de esa mariconería que me habían inculcado de persignarme al pasar delante de una iglesia y de esas costumbres de los católicos de arrodillarse ante esos hombres con polleras que eran los curas. Decía que para entenderse con Dios él no necesitaba intermediarios, y menos a unos ociosos y parásitos con faldas de mujeres. Pero, aunque se burlaba mucho de lo beatos que éramos mi mamá y yo, no nos prohibía ir a misa, acaso porque sospechaba que, aunque ella obedecía todas sus órdenes y prohibiciones, ésta no la hubiera respetado: su fe en Dios y en la Iglesia Católica era más fuerte que la pasión que sentía por él. Aunque, quién sabe: el amor de mi madre por mi padre, masoquista y torturado como siempre me pareció, tenía ese carácter excesivo y transgresor de los grandes amores-pasión que no vacilan en pagar el precio del infierno para prevalecer. En todo caso, nos permitía ir a misa y a veces -yo suponía que por sus celos desmesurados- nos acompañaba él mismo. Permanecía de pie durante todo el oficio, sin santiguarse ni arrodillarse durante la consagración. Yo, en cambio, lo hacía, y rezaba con fervor, juntando las manos y entrecerrando los ojos. Y comulgaba todas las veces que podía. Esas demostraciones eran un modo de oponerme a su autoridad y, acaso, de irritarlo.

Pero se trataba de algo muy indirecto y poco consciente, porque el miedo que le tenía era demasiado grande para arriesgarme deliberadamente a provocar esos colerones que se convirtieron en la pesadilla de mi infancia. Mis manifestaciones de rebeldía, si se pueden llamar así, eran remotas y cobardes, se fraguaban en mi imaginación, a salvo de sus miradas, cuando, en mi cama, a oscuras, inventaba para él maldades, o con actitudes y gestos imperceptibles para nadie que no fuera yo mismo. Por ejemplo, no volverlo a besar, después de la tarde en que lo conocí, en el hotel de Turistas de Piura. En la casita de Magdalena, besaba a mi mamá y a él le decía «buenas noches» y me iba corriendo a la cama, al principio asustado de mi audacia, temiendo que me llamara, me clavara su mirada inmóvil y con su voz de cuchillo me preguntara por qué no lo había besado también a él. Pero no lo hizo, sin duda porque el palo era tan orgulloso como la astilla.