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Gladys y yo cumplíamos años el mismo día, y la tía Lala y el tío Juan hicieron una fiesta con chicos y chicas del barrio ese 28 de marzo de 1948. Recuerdo mi sorpresa al entrar y ver que había parejas bailando y que mis dos primas también sabían bailar. Y que el cumpleaños se celebraba no para jugar sino para poner discos, oír música y estar mezclados los chicos con las chicas. Estaban allí todos mis tíos y mis tías y me presentaron a algunos de los que serían después grandes amigos -Tico, Coco, Luchín, Mario, Luquen, Víctor, Emilio, el Chino- y hasta me obligaron a sacar a bailar a Teresita. Yo me moría de vergüenza y me sentía un robot, sin saber qué hacer con las manos y los pies. Pero después bailé con mis primas y otras chicas y a partir de ese día empecé a soñar románticos sueños de amor con Teresita. Fue mi primera enamorada. Inge la segunda y, la tercera, Helena. A las tres me les declaré muy formalmente. Ensayábamos la declaración antes, entre los amigos, y cada quien sugería palabras o gestos para que no hubiera pierde a la hora que uno le caía a una muchacha. Algunos preferían declararse en la matinée, aprovechando la oscuridad y haciendo coincidir la declaración con algún momento romántico de la película, al que suponían un efecto contagioso. Yo intenté este método, una vez, con Maritza, una chica muy bonita, de cabellos muy negros y piel muy pálida, y el resultado fue farsesco. Porque cuando, después de dudarlo mucho, me atreví a murmurarle al oído las palabras consabidas -«Me gustas mucho, estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo?»-, ella se volvió a mirarme llorando como una Magdalena. Totalmente absorbida por la pantalla, apenas me había escuchado y preguntaba: «¿Qué, qué cosa?» Incapaz de retomar el hilo, sólo atiné a balbucear que qué triste era la película, ¿no?

Pero a Tere, Inge y Helena me les declaré de manera ortodoxa, bailando un bolero en una fiesta de los sábados, y a las tres les escribí poemas de amor que nunca les mostré. Pero soñaba con ellas toda la semana, contando los días que faltaban para ir a verlas y rogando que hubiera alguna fiesta ese sábado para bailar con mi enamorada cheek to cheek. En la matinée del domingo les cogía la mano en la oscuridad, pero no me atrevía a besarlas. Sólo las besaba jugando a la berlina, o a las prendas, cuando los amigos del barrio, que sabían que éramos enamorados, nos mandaban como castigo, si perdíamos en el juego, que nos diéramos tres, cuatro y hasta diez besos. Pero eran besos en la mejilla y eso, decía Luchín, el agrandado, no vale, porque un beso en la mejilla no era un chupete. Los chupetes se daban en la boca. Pero en ese tiempo las parejas miraflorinas de doce o trece años eran bastante arcangélicas y no muchas se atrevían a darse chupetes. Yo, desde luego, no me atrevía. Me enamoraba como los becerros de la luna -linda y misteriosa expresión que solíamos usar para definir a los muchachos templados-, pero era de una timidez enfermiza con las chicas miraflorinas.

Pasar el fin de semana en Miraflores era una aventura libérrima, la posibilidad de mil cosas entretenidas y excitantes. Ir al club Terrazas a jugar fulbito o a bañarme en la piscina, de la que habían salido grandes nadadores. Llegué a dominar bastante bien el estilo libre y una de mis frustraciones fue no haber podido entrenarme en la academia que tenía Walter Ledgard, el Brujo, como hicieron algunos muchachos miraflorinos de mi edad que resultaron luego -como Ismael Merino o el Conejo Villarán- campeones internacionales. Nunca fui muy buen futbolista, pero mi entusiasmo compensaba mi falta de destreza y uno de los días más felices de mi vida fue aquel domingo en que Toto Terry, de los grandes de nuestro barrio, me llevó al Estadio Nacional y me hizo jugar con los calichines del Universitario de Deportes contra los del Deportivo Municipal. Salir a esa enorme cancha, vistiendo el uniforme de los cremas, ¿no era lo mejor que podía pasarle a alguien en el mundo? Y que Toto Terry, la saeta rubia de la U, fuera del barrio, ¿no demostraba que el nuestro era el mejor de Miraflores? Así quedó certificado, en unas olimpiadas que organizamos varios fines de semana consecutivos, y en las que competimos con el barrio de la calle San Martín en pruebas de ciclismo, atletismo, fulbito y natación.

Los carnavales eran el mejor momento del año. Salíamos durante el día a jugar con agua, y, en las tardes, disfrazados de piratas, a los bailes de disfraces. Había tres bailes infantiles a los que no se podía faltar: el del parque de Barranco, el del Terrazas y el del Lawn Tennis. Llevábamos serpentina y chisguetes de éter y la comparsa del barrio era alegre y numerosa. Para uno de esos carnavales llegó Dámaso Pérez Prado con su orquesta. El mambo, recientísima invención caribeña, hacía furor también en Lima y hasta se había convocado un campeonato nacional de mambo en la plaza de Acho, que el arzobispo, monseñor Guevara, prohibió con amenaza de excomunión a los participantes. La llegada de Pérez Prado repletó el aeropuerto, y ahí estuve yo también con mis amigos, corriendo detrás del auto descubierto, que llevaba al hotel Bolívar, saludando a diestra y siniestra, al compositor de El ruletero y del Mambo número cinco. La tía Lala y el tío Juan se reían viéndome, apenas llegaba a la casa de Diego Ferré, los sábados a mediodía, hacer las figuras de los mambos, solo, por las escaleras y los cuartos, en preparación para la fiesta de la noche.

Teresita e Inge fueron unas enamoradas transeúntes, de pocas semanas, algo a medio camino entre el juego infantil y el enamoramiento adolescente, eso que Gide llama los escarceos anodinos del amor. Pero Helena fue una enamorada formal y estable, de largo tiempo, expresión que quería decir algunos meses o acaso un año. Era íntima amiga de Nancy y su compañera de clase en el colegio de La Reparación. Vivía en una quinta de casitas color ocre, en Grimaldo del Solar, sitio algo apartado de Diego Ferré, en el que había también un barrio. Que un forastero viniera a enamorar a las chicas del propio lugar no era bien visto, constituía una violación del espacio territorial. Pero yo estaba muy enamorado de Helena y, apenas llegado a Miraflores, corría a la quinta de Grimaldo del Solar para verla aunque fuera de lejos, en la ventana de su casa. Iba con Luchín y mi tocayo Mario, que enamoraban a Use y a Lucy, vecinas de Helena. Con suerte, podíamos conversar con ellas un momento, en la puerta de sus casas. Pero los chicos de ese barrio se acercaban a insultarnos o tirarnos piedrecitas, y una de esas tardes tuvimos que trompearnos, porque pretendieron expulsarnos del lugar. Helena era rubia, de ojos claros, con unos dientes muy bonitos y risa muy alegre. Yo la echaba mucho de menos en las soledades de La Perla, en esa casita aislada en medio de un vasto descampado a la que nos mudamos, en 1948. Mi padre, además de la International News Service, donde trabajaba, compraba terrenos, construía y vendía luego las casas, y ésa fue para él, durante varios años, creo, una importante fuente de ingresos. Lo digo de manera dubitativa porque su situación económica, como buena parte de su vida, era para mí un misterio. ¿Ganaba bien? ¿Ahorraba mucho? La sobriedad de su existencia era extrema. Jamás salía a un restaurante ni mucho menos, por supuesto, a esas boîtes -La Cabaña, el Embassy o el Grill del Bolívar- a las que iban a bailar a veces mis tíos los sábados en la noche. Sin duda irían él y mi mamá al cine alguna vez, pero yo no recuerdo tampoco que lo hicieran, o tal vez lo hacían los fines de semana que yo pasaba en Miraflores. De lunes a viernes él volvía de la oficina entre las siete y las ocho, y después de la comida se ponía a oír la radio, por una o dos horas, antes de acostarse. Creo que los programas cómicos de Teresita Arce, La Chola Purificación Chanca, en Radio Central, eran la única diversión de la casa, unos programas en los que él siempre se reía. Y mi mamá y yo nos reíamos también, al unísono con nuestro amo y señor. La casita de La Perla la había construido él mismo, con un maestro de obras. A fines de los cuarenta, La Perla era un gigantesco descampado. Sólo en la avenida de Las Palmeras y en la avenida Progreso había construcciones. El resto del sector, comprendido entre esa escuadra de calles y la Costanera, eran manzanas y manzanas trazadas a cordel, con alumbrado y veredas, pero vacías de casas. La nuestra fue una de las primeras de la zona y el año y medio o dos que estuvimos allí, vivimos en un páramo. Hacia Bellavista, a unas cuadras, había una ranchería con una de esas bodegas que en el Perú llaman aún los «chinos», y en el otro extremo, ya cerca del mar, la comisaría. Mi mamá tenía miedo de estar sola allá todo el día, por el aislamiento del lugar. Y, una noche, en efecto, se oyeron pasos en el techo y mi padre salió al encuentro del ladrón. Desperté oyéndolo gritar y fue entonces cuando oí los dos tiros al aire del mítico revólver, que disparó para ahuyentar al intruso. Para entonces ya vivía con nosotros la Mamaé, pues recuerdo la cara asustada de la viejecita, en camisón, en el frío pasillo de baldosas negras y blancas que separaba nuestros cuartos.

Si en la casita de la avenida Salaverry carecía de amigos, en La Perla mi vida fue la de un hongo. Iba y venía de La Salle en el urbanito Lima-Callao, que tomaba en la avenida Progreso, y me bajaba en la avenida Venezuela, de donde tenía varias cuadras de caminata hasta el colegio. Me pusieron medio interno, de manera que almorzaba en La Salle. Al volver a La Perla, a eso de las cinco, y como aún faltaba mucho para el regreso de mi padre, salía a los descampados y me iba pateando una pelota hasta la comisaría o el acantilado y volvía, y ésa era mi diaria diversión. Miento: la importante era pensar en Helena y escribirle cartas y poemas de amor. Escribir esos poemas era otra de esas maneras secretas de resistir a mi padre, pues sabía cuánto le irritaba que yo escribiera versos, algo que él asociaba con la excentricidad, la bohemia y lo que más podía horrorizarlo: la mariconería. Supongo que, para él, si tenían que escribirse versos, algo que no estaba demostrado en absoluto -en la casa no había un solo libro, ni de versos ni de prosa, fuera de los míos, y a él nunca lo vi leer otra cosa que el periódico-, debían escribirlos las mujeres. Que los hombres hicieran eso lo desconcertaba, le parecía una manera extravagante de perder el tiempo, un quehacer incompatible con los pantalones y los huevos.

Pues yo leía muchos versos y me los aprendía de memoria -Bécquer, Chocano, Amado N ervo, Juan de Dios Peza, Zorrilla- y los escribía, antes y después de las tareas, y algunas veces me atrevía a leérselos, los fines de semana, a la tía Lala, al tío Juan o al tío Jorge. Pero nunca a Helena, inspiradora e ideal destinataria de esas efusiones retóricas. Que mi papá pudiera reñirme si me descubría haciendo poemas, rodeaba el escribir poesía de un aura peligrosa, y eso, por supuesto, me enardecía mucho. Mis tíos estaban encantados de que yo estuviera con Helenita, y el día que mi mamá la conoció, en casa de la tía Lala, quedó también prendada: qué chiquilla tan linda y tan simpática. Muchas veces la oiría lamentarse, años después, de que habiendo podido casarse con alguien como Helenita, hubiera hecho su hijo las locuras que hizo.