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Vivíamos en tensión. Yo tenía el pálpito de que en cualquier momento iba a ocurrir algo tremendo, una gran desgracia, que en una de sus rabias él iba a matar a mi mamá o a mí o a los dos juntos. Era la casa más anormal del mundo. Nunca se recibía una visita, nunca salíamos a visitar a nadie. Ni siquiera íbamos donde los tíos César y Orieli, porque mi padre detestaba la vida social. Cuando estábamos a solas y yo comenzaba a sacarle en cara el que se hubiera amistado con él para esto, para vivir muertos de miedo, mi mamá trataba de convencerme de que mi papá no era tan malo. Tenía sus virtudes. No bebía una copa de alcohol, no fumaba, jamás echaba una cana al aire, era tan formal y tan trabajador. ¿No eran éstos, acaso, grandes méritos? Yo le decía que hubiera sido preferible que se emborrachara, que fuera un jaranista, porque así sería un hombre más normal, y ella y yo podríamos salir y yo tener amigos e invitarlos e ir a jugar a sus casas.

A los pocos meses de estar en Magdalena, la relación con mis primos Eduardo, Pepe y Jorge se cortó, luego de un pleito familiar que distanciaría a mi papá de su hermano César por muchos años. No recuerdo los detalles pero sí que el tío César vino a la casa con sus tres hijos y me invitó a ir al fútbol. Mi papá no estaba y yo, que había aprendido a ser prudente, le dije que no me atrevía sin haberle pedido permiso. Pero el tío César dijo que él se lo explicaría luego del partido. Al volver, ya de noche, mi padre nos esperaba en la calle, a la puerta de la casa del tío César. Y en la ventana estaba la tía Orieli, con una expresión alarmada, como advirtiéndonos algo. Todavía recuerdo el gran escándalo, los gritos al pobre tío César, que retrocedía, confuso, dándole explicaciones, y mi propio espanto, mientras mi padre me regresaba a la casa dándome de puntapiés.

Cuando me pegaba, yo perdía totalmente los papeles, y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas. Pero ni eso lo calmaba. Y seguía golpeando, vociferando y amenazándome con meterme al Ejército de soldado raso apenas tuviera la edad reglamentaria, para que me pusieran en vereda. Cuando aquello terminaba, y podía encerrarme en mi cuarto, no eran los golpes, sino la rabia y el asco conmigo mismo por haberle tenido tanto miedo y haberme humillado ante él de esa manera, lo que me mantenía desvelado, llorando en silencio.

Desde aquel día quedé prohibido de volver a casa de los tíos César y Orieli y de juntarme con mis primos. Mi soledad fue total, hasta terminar el verano de 1947 y cumplir los once años. Con las clases en La Salle, mejoraron las cosas. Estaba varias horas del día fuera de la casa. El ómnibus azul del colegio me recogía en la esquina, a las siete y media, me traía a las doce, me volvía a llevar a la una y media y me regresaba a Magdalena a las cinco. El viaje por la larga avenida Brasil hacia Breña, recogiendo y dejando muchachos, era una liberación del encierro y me encantaba. El hermano Leoncio, nuestro profesor en el sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias, de alborotados cabellos blancos, con un enorme rulo que estaba todo el tiempo cayéndosele sobre la frente y que él se echaba atrás con equinos movimientos de cabeza, nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León («Y dejas, pastor santo…»). Pronto vencí el embarazo inevitable de ser un advenedizo en una clase de muchachos que llevaban ya varios años juntos, e hice buenos amigos en La Salle. Algunos duraron más que los tres años que estudié allí, como José Miguel Oviedo, compañero de carpeta, que sería, luego, el primer crítico literario que escribió un libro sobre mí.

Pero pese a esos amigos, y también a algunos buenos profesores, mi memoria de los años lasallinos está empañada por la presencia de mi padre, cuya sombra aplastante se alargaba, seguía mis pasos y parecía interferir en todas mis actividades y estropearlas. La verdadera vida escolar es la de los juegos y los ritos, no se hace en las clases sino antes y después de ellas, en las esquinas donde los amigos se reúnen, en las casas particulares donde se buscan y se encuentran para planear las matinées o los partidos o las mataperradas que, paralelamente a las clases, constituyen la formación profunda de un muchacho, la hermosa aventura de la infancia. Yo había tenido eso en Bolivia y en Piura y ahora que no lo tenía vivía con la nostalgia de aquella época, lleno de envidia hacia esos compañeros de La Salle, como el Perro Martínez, o Perales, o la Vieja Zanelli, o el Flaco Ramos, que podían quedarse a jugar fútbol en la cancha del colegio después de las clases, visitarse e ir a las seriales de los cines de barrio aunque no fuera domingo. Yo debía regresar a la casa apenas terminaban las clases y encerrarme en mi cuarto a hacer tareas. Y cuando a alguno del colegio se le ocurría invitarme a tomar té o a que fuera a su casa el domingo después de la misa, para almorzar e ir a la matinée, tenía que inventar toda clase de excusas, porque ¿cómo iba a atreverme a pedir permiso a mi padre para semejantes cosas?

Regresaba a Magdalena y le rogaba a mi mamá que me diera temprano la comida para meterme a la cama antes de que él llegara y así no verlo hasta el día siguiente. Muchas veces, cuando aún estaba acabando de comer, sentía el Ford azul frenando ante la puerta, y subía a trancos la escalera, y me zambullía en la cama vestido, tapándome con la sábana hasta la cabeza. Esperaba que ellos estuvieran comiendo u oyendo en Radio Central el programa de Teresita Arce, La Chola Purificación Chanca, que a él lo hacía reír a carcajadas, para levantarme de puntillas y ponerme el piyama.

Pensar que en Lima vivían el tío Juan, la tía Laura y mis primas Nancy y Gladys, y los tíos Jorge y Gaby, y el tío Pedro, y que nosotros no pudiéramos verlos, por la antipatía de él a la familia Llosa, me amargaba tanto como estar sometido a su autoridad. Mi mamá quería hacérmelo entender, con razones que yo no escuchaba: «Tiene su carácter, hay que darle gusto para llevar la fiesta en paz.» ¿Por qué nos prohibía que viéramos a mis tíos, a mis primas? Cuando no estaba él, solo frente a mi madre, yo recobraba la seguridad y las insolencias que antes me consentían los abuelos y la Mamaé. Mis escenas exigiéndole que nos escapáramos donde él nunca pudiera encontrarnos, debían hacer mucho más difícil su vida. Algún día de desesperación llegué a amenazarla con que, si no nos íbamos, le acusaría a mi papá que en Piura había ido a visitarla a la prefectura ese español que se llamaba Azcárate, ese que trataba de comprarme llevándome al campeonato de box. Ella se ponía a llorar y yo me sentía un miserable.

Hasta que un día nos escapamos. No recuerdo cuál de las peleas -aunque llamar peleas a esas escenas en las que él gritaba, insultaba y golpeaba, y mi madre lloraba o lo escuchaba, muda, es una exageración- la decidió a dar el gran paso. Tal vez aquella que mi memoria conserva como una de las más tremebundas. Era de noche y veníamos de alguna parte, en el Ford azul. Mi mamá contaba algo y de pronto mencionó a una señora de Arequipa llamada Elsa. «¿Elsa?», preguntó él. «¿Elsa tal cual?» Yo me eché a temblar. «Sí, ella», balbuceó mi madre y trató de hablar de otra cosa. «La grandísima puta en persona», silabeó él. Estuvo callado un buen rato y de repente sentí dar a mi madre un alarido. La había pellizcado en la pierna con tal furia que se le formó luego un gran hematoma morado. Me lo mostró después, diciendo que no podía más. «Vámonos, mamá, vámonos de una vez, escapémonos.»

Esperamos que hubiera partido a la oficina y, en un taxi, llevando apenas unas cuantas cosas de mano, nos fuimos a Miraflores, a la avenida 28 de Julio, donde vivían el tío Jorge y la tía Gaby, y también el tío Pedro, aún soltero, que ese año terminaba su carrera de médico. Fue emocionante ver de nuevo a los tíos y estar en ese barrio tan bonito, de calles con árboles y casitas que tenían jardines bien cuidados. Sobre todo, era maravilloso sentir que estaba otra vez con mi familia, lejos de ese señor, y saber que nunca volvería a oírlo ni verlo ni a sentir miedo. La casa del tío Jorge y la tía Gaby, que tenían dos hijos de pocos años, Silvia y Jorgito, era muy pequeña, pero nos acomodaron de algún modo -yo dormía en un sillón- y mi felicidad fue ilimitada. ¿Qué ocurriría ahora con nosotros? Mi mamá y mis tíos celebraban largas conversaciones de las que me mantenían apartado. Fuera lo que fuera, yo no tenía palabras suficientes para agradecer a Dios, a la Virgen y a ese Señor de Limpias del que la abuelita Carmen era tan devota, por habernos librado de él.

Unos días después, al salir de clases, cuando estaba por subir al ómnibus de La Salle que llevaba a los alumnos a San Isidro y Miraflores, el alma se me vino a los pies: ahí estaba él. «No te asustes», me dijo. «No te voy a hacer nada. Ven conmigo.» Lo vi muy pálido y con grandes ojeras, como si no hubiera dormido muchos días. En el auto, hablando con amabilidad, me explicó que iríamos a recoger mi ropa y la de mi mamá y que me llevaría después a Miraflores. Yo estaba seguro de que esa manera afable escondía una trampa y que apenas llegáramos a la casa de la avenida Salaverry me pegaría. Pero no lo hizo. Había metido ya parte de nuestras ropas en maletas y tuve que ayudarlo a poner lo demás en unas bolsas y, cuando éstas se acabaron, en una frazada azul, que amarramos de las puntas. Mientras hacíamos eso, yo, con el alma en un hilo, siempre temiendo que en cualquier instante se arrepintiera de dejarme partir, advertí, sorprendido, que había recortado muchas de las fotos que mi mamá tenía en el velador, eliminándonos a ella y a mí, y que a otras les había clavado alfileres. Cuando, por fin, terminamos de hacer los paquetes, bajamos todo al Ford azul y partimos. No podía creer que resultara tan fácil, que él actuara de manera tan comprensiva. En Miraflores, frente a la casa del tío Jorge y la tía Gaby, no me dejó llamar a la empleada para descargar las cosas. Las sacó y las dejó tiradas en la calle, sobre la pequeña alameda, y la frazada se desató y ropas y objetos se esparcieron por el pasto. Mis tíos comentaron después que con semejante espectáculo todo el vecindario se habría enterado de los trapitos sucios de la familia.

Pocos días después, al llegar a almorzar, noté en las caras de mis tíos algo raro. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba mi mamá? Me dieron la noticia con delicadeza, como hacían ellos las cosas, conscientes de que sería para mí una tremenda decepción. Se habían amistado, mi mamá había vuelto con él. Y esa tarde, a la salida del colegio, en vez de venir a Miraflores, debería ir yo también a la avenida Salaverry. Se me vino el mundo abajo. ¿Cómo podía hacer eso? ¿También me traicionaba mi mamá?