Por raro que parezca, nadie lo visitaba en el hospital de la calle Bulnes. Los padres de Alcira eran muy ancianos y vivían en algún pueblito de la Patagonia. Martel estaba solo en el mundo. Tenía una fama legendaria de mujeriego pero nunca se había casado, igual que Carlos Gardel.

En la sala próxima a la unidad de terapia intensiva, Alcira me contó fragmentos de la historia que el cantor había ido a recuperar en Parque Chas, donde había llegado con la hemorragia interna ya desatada.

– Aunque lo noté débil -me dijo-, estuvo muy animado cuando discutió con Sabadell el repertorio de esa tarde. Yo le pedí que cantara sólo dos tangos pero insistió en que fueran tres. La noche anterior me había explicado con pelos y señales lo que aquel barrio significaba para él, dio vueltas alrededor de la palabra barrio, río, barro, bar, orar, ira, arriba , y adiviné que esos juegos ocultaban alguna tragedia y que por nada del mundo faltaría a la cita consigo mismo en Parque Chas. Sin embargo, no me di cuenta de lo mal que estaba hasta que se desplomó, después del último tango. La voz le había fluido con ímpetu y, a la vez, con negligencia y melancolía, no sé cómo decirlo, quizá porque el viento de la voz arrastraba las decepciones, las felicidades, las quejas contra Dios y la mala suerte de sus enfermedades, todo lo que jamás se había atrevido a decir delante de la gente. En el tango, la belleza de la voz importa tanto como la manera en que se canta, el espacio entre las sílabas, la intención que envuelve cada frase. Ya habrás notado que un cantor de tango es, ante todo, un actor. No un actor cualquiera, sino alguien en quien el oyente reconoce sus propios sentimientos. La hierba que crece sobre ese campo de música y palabras es la silvestre, agreste, invencible hierba de Buenos Aires, el perfume de yuyos y de alfalfa. Si el cantor fuera Javier Bardem o Al Pacino con la voz de Pavarotti, no soportarías ni una estrofa. Ya viste cómo Gardel triunfa con su voz bien educada pero arrabalera allí donde fracasa Plácido Domingo, que podría haber sido su maestro pero que al cantar Rechiflao en mi tristeza sigue siendo el Alfredo de La Traviata. A diferencia de esos dos, Martel no se concede la menor facilidad. No suaviza las sílabas para que la melodía se deslice. Te sume en el drama de lo que está cantando, como si fuera los actores, la escenografía, el director y la música de una película desdichada.

– Era, es verano, como sabés, -dijo Alcira. Podías oír la crepitación del calor. Martel estaba vestido esa tarde con la ropa formal de las presentaciones en los clubes. Llevaba un pantalón a rayas, un saco negro cruzado, una camisa blanca abotonada hasta arriba y el echarpe de su madre, que se parecía al de Gardel. Se había puesto zapatos de tacos altos, que le entorpecían el paso más de lo usual, y maquillaje en las ojeras y los pómulos. Por la mañana, me había pedido que le tiñera el pelo de oscuro y que le planchara los calzoncillos. Usé una tintura firme y un fijador que mantenía el peinado seco y brillante. Tenía miedo de que, al sudar, le cayeran sobre la frente hilos de negrura, como a Dirk Bogarde en la escena final de Muerte en Venecia.

– Parque Chas es un sitio apacible, -dijo Alcira. Lo que sucede en cualquier punto del barrio se sabe al mismo tiempo en todos. Los chismes son el hilo de Ariadna que atraviesa las paredes infinitas del laberinto.

El auto que nos llevaba se detuvo en la esquina de Bucarelli y Ballivian, junto a una casa de tres plantas pintada de un raro color ocre, muy claro, que parecía arder bajo la última luz de la tarde. Como tantos otros solares de la zona, ocupaba un espacio triangular, con unas ocho ventanas en la segunda planta y dos a la altura de la calle, más tres ventanas en la terraza. La puerta de entrada estaba hundida en el vértice de la ochava, como la úvula de una garganta profunda. Enfrente se amodorraba uno de esos negocios que sólo existen en Buenos Aires, las galletiterías. En los años prósperos, exhibían bizcochos de variedades insólitas, desde estrellas de jengibre y cubos rellenos con miel de asfódelo hasta redondeles de jazmín, pero la decadencia argentina los había envilecido, convirtiéndolos en despachos de gaseosas, caramelos y peines. A partir de la esquina de Ballivian, la calle Bucarelli se alzaba en pendiente, una de las pocas que interrumpen la lisura de la ciudad. Dos grafitti recién pintados declaraban "Masacre palestina” y, bajo una imagen benévola de jesús, "Qué bueno es estar con vos".

– Apenas Sabadell desenfundó la guitarra, las calles que parecían desiertas empezaron a poblarse de gente inesperada, -me dijo Alcira: jugadores de bochas, vendedores de lotería, matronas con los ruleros mal puestos, ciclistas, contadores con mangas de lustrina y las jóvenes coreanas que estaban en la galletitería. Los que llevaban sillas plegadizas las colocaron en semicírculo ante la casa ocre. Pocos habían visto a Martel alguna vez y quizá ninguno lo había oído. Las escasas imágenes que se conocen del cantor, publicadas en el diario Crónica y en el semanario El Periodista, en nada se parecen a la figura hinchada y envejecida que llegó a Parque Chas aquella tarde. Desde una de las ventanas cayó un aplauso y la mayoría hizo coro. Una mujer pidió que cantara Cambalache y otra insistió en Yira, gira, pero Martel alzó los brazos y les dijo: "Disculpen. En mi repertorio omito los tangos de Discépolo. He venido a cantar otras letras, para evocar a un amigo".

– No sé si leíste alguna historia sobre la muerte de Aramburu, -me dijo Alcira. Sería imposible. Pedro Eugenio Aramburu. ¿Por qué sabrías algo de eso, Bruno, en tu país, donde nada ajeno se sabe? Aramburu fue uno de los generales que derrocó a Perón en 1955. Durante los dos años que siguieron ocupó la presidencia de facto, consintió el fusilamiento sin juicio de veintisiete personas y ordenó que el cadáver de Eva Perón fuera sepultado al otro lado del océano. En 1970, se aprestaba a recuperar el poder. Un puñado de jóvenes católicos, enarbolando la cruz de Cristo y la bandera de Perón, lo secuestró y lo condenó a muerte en una finca de Timote. La casa ocre de la calle Bucarelli fue uno de los refugios donde se tramó el atentado. El Mocho Andrade, que había sido compañero de juegos de Martel, era uno de los conjurados, pero nadie lo supo. Se fugó sin dejar rastros, sin dejar memoria, como si jamás hubiera existido. Cuatro años más tarde apareció en la casa de Martel, contó su versión de los hechos, y esa vez sí desapareció para siempre.

Era difícil seguir el relato de Alcira, interrumpido por las súbitas recaídas del cantor en la unidad de terapia intensiva. Lo mantenían a flote con un respirador artificial y continuas transfusiones de sangre. Lo que he anotado es un rompecabezas de cuya claridad no estoy seguro.

Andrade, el Mocho, era sólido, enorme, oscuro como el cantor, pero con el pelo indócil y una voz atiplada, de hiena. Su madre ayudaba a la señora Olivia en los trabajos de costura y, cuando las mujeres se reunían por las tardes, al Mocho no le quedaba otro remedio que acompañar al inválido Estéfano. Se habituaron a jugar a las cartas y a compartir las novelas que retiraban de la biblioteca municipal de Villa Urquiza. Estéfano era un lector voraz. Mientras uno tardaba dos semanas en leer Los hijos del capitán Grant, el otro empleaba una en La isla misteriosa y Veinte mil leguas de viaje submarino, que sumaban el doble de páginas. Fue el Mocho quien investigó en los kioscos de parque Rivadavia y de la calle Corrientes dónde estaban enmoheciéndose los ejemplares perdidos de la revista Zorzales del 900 y fue también él quien convenció a su madre, a la señora Olivia y a una vecina que dieran otra vuelta en el tren fantasma mientras Estéfano grababa El bulín de la calle Ayacucho en la cabina electroacústica de un parque de diversiones.

Así como uno soñaba con ser un cantor de tango seductor y gallardo, el otro quería ser un fotógrafo épico. Al inválido lo desalentaban las piernas raquíticas, la ausencia de cuello, la vergonzosa joroba. A Mocho lo perdía la voz, que aun a los veinte años se le desbarrancaba en gallos y graznidos. En noviembre de 1963, junto a otros dos conspiradores, arrastró por la calle Libertad, en pleno centro de Buenos Aires, un busto de Domingo Faustino Sarmiento, mientras gritaba por un altoparlante: "¡Acá va el bárbaro asesino del Chacho Peñaloza!" La escena pretendía ser insultante: la voz del Mocho la volvió ridícula. Aunque llevaba su cámara de fotos al cuello para captar la indignación de los transeúntes, el fotografiado fue él, en la primera página del vespertino Noticias Gráficas. Por esa época, Estéfano comenzó a cantar en los clubes.

Su amigo aparecía en mitad del recital, avanzaba hacia el escenario y le tomaba un par de fotos con flash. Luego, desaparecía. En los primeros días del otoño de 1970, se cruzaron en la noche del Sunderland y en una mesa del fondo bebieron por el pasado. Martel era ya Martel y todos lo llamaban así, pero para el Mocho seguía siendo Téfano.

– Un día de éstos, -le dijo, me voy a Madrid y vuelvo en el avión negro con Perón y Evita.

– A Perón no lo van a dejar entrar los militares, -lo corrigió Martel. Y nadie sabe dónde está el cadáver de Evita, si acaso no la tiraron al mar.

– Ya vas a ver, -insistió el Mocho.

Meses más tarde, Aramburu fue secuestrado por algunos jóvenes que fueron a buscarlo a su propia casa. Lo juzgaron durante dos días y al amanecer del tercero lo ejecutaron con un balazo en el corazón. Durante semanas, los conspiradores fueron buscados en vano, hasta que una mañana de julio la filial cordobesa de ese pequeño ejército, que se hacía llamar Montoneros, quiso apropiarse de La Calera, un pueblito de las sierras. El secuestro de Aramburu había sido una obra maestra de estrategia militar; la toma de La Calera, en cambio, reveló una torpeza insuperable. Dos de los guerrilleros murieron, otros cayeron heridos, y entre los documentos que la policía descubrió esa tarde estaban las claves del secuestro de Aramburu. Todos los nombres de los conspiradores fueron descifrados menos uno, FAP. Los investigadores del ejército atribuyeron esas letras a la sigla de otra organización, Fuerzas Armadas Peronistas, que dos años antes había invadido los montes de Taco Ralo, al sur de Tucumán. Eran, sin embargo, las iniciales de Felipe Andrade Pérez, alias el Ojo Mágico , alias el Mocho .

Durante seis meses, Andrade ocupó un cuarto en la casa ocre de la calle Bucarelli. En reuniones que duraban hasta el amanecer, discutía allí los detalles del secuestro de Aramburu con los otros conjurados. Su misión consistía en ayudar al dueño de casa, ciego de un ojo e inhábil con el otro, a dibujar los planos del departamento donde vivía el ex presidente y a fotografiar el garaje contiguo de la calle Montevideo, el bar El Cisne -que estaba en la esquina- y el puesto de revistas de la avenida Santa Fe, donde siempre había gente. Memorizaban las fotos, tomaban notas y luego quemaban los negativos. Dos semanas antes de la fecha elegida para el secuestro, el Mocho diseñó el itinerario de la fuga. Fue él quien encontró los descampados donde el prisionero debía ser trasladado de un vehículo a otro; fue también él quien decidió que el último vehículo, una camioneta Gladiator, llevara una carga hueca de fardos de alfalfa, dentro de la cual viajaría el secuestrado y los hombres que debían vigilarlo. Lo que más le importaba de aquella aventura era registrar con su cámara cada uno de los pasos: la salida de Aramburu del edificio de la calle Montevideo custodiado por dos falsos oficiales del ejército; el terror de su cara en la Gladiator; los interrogatorios en la finca de Timote, donde lo llevaron para juzgarlo; el anuncio de la condena a muerte, el momento de la ejecución. A última hora, sin embargo, le ordenaron que se quedara en la casa de la calle Bucarelli, para que comandara la eventual retirada. Los conspiradores grabaron cada una de las palabras que Aramburu balbuceó o dijo durante aquellos días, pero no tomaron fotografías.