CINCO

Diciembre 2001

Cuando cerraron la pensión de la calle Garay me alojé en un hotel modesto de la avenida Callao, cerca del Congreso. Aunque mi habitación daba a un patio interno, el bochinche del tránsito era enloquecedor a cualquier hora. Intenté reanudar el trabajo en los cafés cercanos, pero en todos ellos la gente entraba y salía atropelladamente, quejándose a los gritos del gobierno. Preferí regresar al Británico , donde al menos conocía las rutinas. Allí supe, por el mozo, que el Tucumano exhibía su aleph de espejitos en el sótano de un sindicato, al que accedía repartiendo los beneficios con el sereno. A la función de la primera noche habían acudido diez o doce turistas, pero la segunda y la tercera se suspendieron por falta de público. Supuse que, desoyendo mis consejos, el Tucumano omitía la lectura del fragmento de Borges que yo le había indicado: Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres). Desamparada de ese texto, la ilusión que creaba el aleph debía de ser precaria, y sin duda los turistas se marchaban desencantados. Engañar a diez oyentes era, sin embargo, un éxito colosal en aquellas semanas desasosegadas. Nadie tenía dinero en Buenos Aires (yo tampoco), y los visitantes huían de la ciudad como si se avecinara la peste.

Al anochecer, cuando rugía el tránsito y mi inteligencia era derrotada por la prosa de los teóricos poscoloniales, me entretenía hojeando el cuaderno de contabilidad de Bonorino, que abundaba en laboriosas definiciones ilustradas de palabras como facón, piolín, Uqbar, yerba mate, fernet, percal, a la vez que incluía un extenso apartado sobre los inventos argentinos, como la estilográfica a bolita o birome , el dulce de leche, la identificación dactiloscópica y la picana eléctrica, dos de los cuales se deben no al ingenio nativo sino al de un dálmata y un húngaro.

Las referencias eran inagotables y, si abría el volumen al azar, nunca tropezaba con la misma página, como sucede en El libro de arena, que Bonorino citaba con frecuencia.

Una tarde, distraído, encontré un largo apartado sobre Parque Chas, y mientras lo leía, pensé que ya era tiempo de conocer el último barrio donde había cantado Martel. Según informaba el bibliotecario, el paraje debe su nombre a unos campos infértiles heredados por el doctor Vicente Chas, en cuyo centro se alzaba la chimenea de un horno de ladrillos. Poco antes de morir en 1928, el doctor Chas libró un pleito enconado con el gobierno de Buenos Aires, que pretendía clausurar el horno por el daño que causaba a los pulmones de los vecinos, a la vez que impedía prolongar hacia el oeste el trazado de la Avenida de los Incas, bloqueado por la brutal chimenea. La verdad era que el municipio eligió ese lugar para ejecutar un ambicioso proyecto radiocéntrico de los jóvenes ingenieros Frehner y Guerrico, cuyo diseño copiaba el dédalo sobre los pecados del mundo y la esperanza del paraíso que está bajo la cúpula de la iglesia San Vitale, en Ravenna.

Bonorino conjeturaba, sin embargo, que el trazado circular del barrio obedecía a un plan secreto de comunistas y anarquistas para proporcionarse refugio en tiempos de incertidumbre. Su tesis estaba inspirada en la pasión por las conspiraciones que caracteriza a los habitantes de Buenos Aires. ¿Cómo explicar, si no, que allí la diagonal mayor se hubiera llamado La Internacional antes de ser la avenida General Victorica, o que la calle Berlín figurara en algunos planos como Bakunin , y que una pequeña arteria de cuatrocientos metros se llamara Treveris , en alusión a Trier o Tréves, la ciudad natal de Karl Marx?

"Un colega de la biblioteca de Montserrat avecindado en Parque Chas", anotó Bonorino en su cuaderno, me guió una mañana por ese enredo de zigzags y desvíos hasta llegar a la esquina de Ávalos y Berlín. Para poner a prueba las dificultades del laberinto, insistió en que me alejara cien metros en cualquier dirección y regresara luego por el mismo derrotero. Si tardaba más de media hora, prometía ir en mi busca. Me perdí, aunque no sabría decir si fue a la ida o a la vuelta. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer, y por más vueltas que daba, no conseguía orientarme. En un rapto de inspiración, mi colega salió a rastrearme. Oscurecía cuando me vio por fin en la esquina de Londres y Dublin, a pocos pasos del sitio donde nos habíamos separado. Me notó, dijo, desencajado y sediento. Cuando volví de la expedición, me acometió una fiebre persistente.

Cientos de personas se han perdido en las calles engañosas de Parque Chas, donde parece estar situado el intersticio que divide la realidad de las ficciones de Buenos Aires. En cada gran ciudad hay, como se sabe, una de esas líneas de alta densidad, semejante a los agujeros negros del espacio, que modifica la naturaleza de los que la cruzan. Por una lectura de viejas guías telefónicas deduje que el peligroso punto está en el rectángulo limitado por las calles Hamburgo, Bauness, Gándara y Bucarelli, donde algunas casas fueron habitadas, hace siete décadas, por las vecinas Helene Jacoba Krig, Emma Zunz, Alina Reyes de Aráoz, María Mabel Sáenz y Jacinta Vélez, convertidas luego en personajes de ficción. Pero la gente del barrio lo sitúa en la Avenida de los Incas, donde están las ruinas del horno de ladrillos."

Lo que decía Bonorino no me permitía entender por qué Martel había cantado en Parque Chas. El delirio sobre la línea divisoria entre realidad y ficción nada tenía que ver con sus intentos anteriores por capturar el pasado -nunca creí que el cantor se interesara por el pasado de la imaginación-, y algunos relatos populares sobre las andanzas del Pibe Cabeza y otros malvivientes por el laberinto carecían de vínculos -en caso de ser ciertos- con la historia mayor de la ciudad.

Pasé dos tardes en la biblioteca del Congreso informándome sobre la vida de Parque Chas. Verifiqué que allí no se habían abierto centros anarquistas ni comunistas. Busqué con prolijidad si algunos apóstoles de la violencia libertaria -como los llamaba Osvaldo Bayer- hallaron refugio en el dédalo antes de ser llevados a la cárcel de Ushuaia o al pelotón de fusilamiento, pero sus vidas habían sucedido en lugares más céntricos de Buenos Aires.

Ya que el barrio me resultaba tan esquivo, fui a conocerlo. Una mañana temprano abordé el colectivo que iba desde Constitución hasta la avenida Triunvirato, enfilé hacia el oeste y me interné en la tierra incógnita. Al llegar a la calle Cádiz, el paisaje se convirtió en una sucesión de círculos -si acaso los círculos pueden ser sucesivos-, y de pronto no supe dónde estaba. Caminé más de dos horas sin moverme casi. En cada recodo vi el nombre de una ciudad, Ginebra, La Haya, Dublin, Londres, Marsella, Constantinopla, Copenhague. Las casas estaban una al lado de la otra, sin espacios de separación, pero los arquitectos se habían ingeniado para que las líneas rectas parecieran curvas, o al revés. Aunque algunas tenían dinteles rosas y otras porches azules -también había fachadas lisas, pintadas de blanco-, era difícil distinguirlas: más de una casa llevaba el mismo número, digamos el 184, y en varias creí observar las mismas cortinas y el mismo perro asomando el hocico por la ventana.

Caminé bajo un sol impío sin cruzarme con un alma. No sé cómo desemboqué en una plaza cercada por una reja negra. Hasta entonces sólo había visto edificaciones de una planta o dos, pero alrededor de aquel cuadrado se alzaban torres altas, también iguales, de cuyas ventanas colgaban banderas de clubes de fútbol. Retrocedí unos pasos y las torres se apagaron como un fósforo. Otra vez me vi perdido entre las espirales de las casas bajas. Desandé el camino hacia atrás, tratando de que cada paso repitiera los que había dado en dirección inversa, y así volví a encontrar la plaza, aunque no en el punto donde la había dejado sino en otro, diagonal al anterior. Por un momento pensé que era víctima de una alucinación, pero el toldo verde bajo el cual acababa de estar hacía menos de un minuto brillaba bajo el sol a cien metros de distancia, y en su lugar aparecía ahora un negocio que se postulaba como El Palacio de los Sándwiches, aunque en verdad era un kiosco que exhibía caramelos y refrescos. Lo atendía un adolescente con una enorme gorra de visera que le cubría los ojos. Me alivió ver al fin un ser humano capaz de explicar en qué punto del dédalo nos encontrábamos. Atiné a pedirle una botella de agua mineral, porque me consumía la sed, pero antes de que terminara la oración el muchacho respondió "No hay", y desapareció detrás de una cortina. Durante un rato golpeé las manos para llamar su atención, hasta que me di cuenta que mientras yo estuviera allí no regresaría.

Antes de salir, había fotocopiado de la guía Lumi un mapa de Parque Chas muy detallado, que mostraba las entradas y salidas. En el mapa había un espacio grisado que tal vez fuera una plaza, pero su forma era la de un rectángulo irregular y no cuadrada como la que tenía frente a mí. A diferencia de las callejuelas por las que había caminado antes, en la que ahora estaba no había placas con nombres ni números en la fachada de las casas, por lo que resolví avanzar en línea recta desde el kiosco hacia el oeste. Tuve la sensación de que, cuanto más andaba, más se alargaba la acera, como si estuviera moviéndome sobre una cinta sin fin.

Era mediodía según mi reloj, y las casas por las que pasé estaban cerradas y, al parecer, vacías. Tuve la impresión de que también el tiempo estaba desplazándose de manera caprichosa, como las calles, pero ya me daba lo mismo si eran las seis de la tarde o las diez de la mañana. El peso del sol se volvió insoportable. Me moría de sed. Si descubría signos de vida en alguna casa, llamaría y llamaría sin parar hasta que alguien apareciera con un vaso de agua.

Empecé a ver sombras que se movían en una de las calles laterales, a kilómetros de mí, y me sentí tan débil que temí caer desmayado allí mismo, sin que nadie me ayudara. Al poco rato noté que las sombras no eran alucinaciones sino perros que buscaban, como yo, dónde beber y ponerse al reparo, además de una mujer que, a paso rápido, trataba de sortearlos. La mujer venía hacia mí pero no parecía darse cuenta de mi existencia, y yo tampoco discernía en ella sino el sonido de unas pulseras metálicas, que meses después me habrían permitido identificarla aun a ciegas, porque se movían a un ritmo siempre igual, primero un centelleo rápido del metal y luego dos diapasones lentos. Intenté llamarla para que me dijera dónde estábamos -deduje que ella lo sabía porque caminaba con decisión-, pero antes de que pudiera abrir la boca, se esfumó por el quicio de una puerta. Esa señal de vida me alentó y avancé. Pasé junto a otras dos casas sin nadie y a una fachada de ladrillos lustrados, con una ventana de hierro en forma de trébol. Contra lo que esperaba, había también una puerta de dos hojas, una de las cuales estaba abierta. Entré. Fui a dar a un cuarto espacioso y oscuro, con estanterías en las que brillaban unos pocos trofeos deportivos, unas sillas de plástico y dos o tres letreros enmarcados, de orientación moral, con frases como La calidad se obtiene haciendo las cosas bien una sola vez y Son los detalles los que hacen la perfección, pero la perfección no es un detalle.