Me sentí mareado, perdedor, infame. Tomé el cuaderno de contabilidad, que pesaba casi tanto como yo, y no quise aceptar el volumen sobre los laberintos que le había prestado.

– Quédeselo todo el tiempo que quiera, -le dije. Lo va a necesitar más que yo en Fuerte Apache.

Ni siquiera me dio las gracias. Me observó de arriba abajo con un descaro que contradecía su habitual untuosidad. Lo que hizo a continuación fue aún más extravagante. Se puso a recitar, con voz rítimica y bien modulada, un rap villero, mientras batía palmas:

Ya vas a ver que en el Fuerte
se nos revienta la vida.
Si vivo, vivo donde todo apesta.
Si muero, será por una bala perdida.

– No está nada mal, -le dije. No le conocía esas habilidades.

– No seré Martel pero me defiendo, -respondió. Jamás habría pensado que conocía a Martel.

– ¿Cómo? ¿A usted le gusta Martel?

– ¿Y a quién no?, -me dijo. El jueves pasado fui a visitar a un compañero de la biblioteca en Parque Chas. Alguien nos avisó que estaba en una esquina, cantando. Llegó de improviso y se mandó tres tangos. Alcanzamos a oír dos. Fue supremo.

– Parque Chas, -repetí. No sé dónde queda.

– Acá nomás, entrando a Villa Urquiza. Curioso vecindario, Cadon. Las calles son redondas y hasta los taxis se pierden. Es una lástima que no aparezca en el libro de Prestel, porque de los muchos laberintos que hay en el mundo, ése es el más grande de todos.