– ¿Te acordás que Sabadell dejó en la recova sur el ramo de camelias al mediodía?, -me preguntó Alcira. Fue el 20 de noviembre,

– Claro que me acuerdo, -respondí. Yo estaba en ese lugar, esperando a Martel, y no lo vi.

– Ya te dije que no bajamos del auto, -repitió ella. Nos quedamos viendo a Sabadell mientras dejaba las flores y la gente iba y venía por la plazoleta del Resero, indiferente. El cantor estaba con la cabeza baja, sin decir una palabra. Su voluntad de silencio era tan profunda y dominante que de aquel mediodía sólo recuerdo las sombras fugaces de los vehículos, y la estampa de Sabadell, que parecía desnudo sin su guitarra.

– De allí enfilamos rumbo al caserón de la Avenida de los Corrales, -continuó Alcira. La propiedad seguía en litigio y ya valía menos que los escombros. Hacía tiempo que habían desguazado el piso de parquet, y los vidrios del techo estaban esparcidos por donde pisaras. Martel, en silla de ruedas, pidió que lo lleváramos a la cocina. Abrió sin vacilar una de las alacenas, como si la casa le fuera familiar. De allí sacó un pedazo de lata oxidada con hilos de coser pegados, y un ejemplar húmedo de Rayuela, que se le deshizo apenas trató de hojearlo. Con esos despojos entre las manos, cantó. Pensé que empezaría con Volver, como nos había dicho en el auto, pero prefirió arrancar con Margarita Gauthier, un tango escrito por Julio Jorge Nelson, la Viuda de Gardel. Hoy te evoco emocionado, mi divina Margarita, - dijo, alzando apenas el tronco. Siguió así, como si levitara. La letra es un almíbar pringoso, pero Martel la convertía en un soneto funerario de Quevedo. Cuando su voz atacó los tres versos más azucarados del tango, advertí que tenía la cara bañada en lágrimas:

Hoy, de hinojos en la tumba donde descansa tu cuerpo,
he brindado el homenaje que tu alma suspiró,
he llevado el ramillete de camelias ya marchitas…

Le puse la mano sobre el hombro para que interrumpiera, porque podía lastimarse la garganta, pero él terminó la canción airoso, descansó unos segundos y le pidió a Sabadell que tañera algunos acordes de Volver. Sabadell lo acompañaba con sabiduría, sin permitir que la guitarra compitiera con la voz: su rasguido era más bien una prolongación de la luz que le sobraba a la voz.

Pensé que cuando acabara Volver nos iríamos, pero Martel se llevó las manos al pecho, de una manera casi teatral, inesperada en él, y repitió el primer verso de Margarita Gauthier al menos cuatro veces, siempre con el mismo registro de voz. A medida que la repetición avanzaba, las palabras iban llenándose de sentido, como si recogieran a su paso las voces que las habían pronunciado en otro tiempo.

– Recordé que había tenido yo, -dijo Alcira, una experiencia parecida al ver algunas películas que dejan clavada una misma imagen por más de un minuto: la imagen no cambia, pero la persona que la mira se va volviendo otra. El acto de ver va transformándose imperceptiblemente en el acto de poseer.

Hoy te evoco emocionado,
mi divina Margarita,

cantaba Martel, y las palabras no estaban ya fuera de nuestro cuerpo sino incorporadas al torrente de la sangre.

– ¿Podés entender eso, Bruno Cadogan?, -me preguntó Alcira. Le respondí que había estudiado hacía mucho tiempo una idea parecida del filósofo escocés David Hume. Cité: La repetición nada cambia en el objeto que repite, sino en el espíritu que la contempla.

– Fue así, -me dijo Alcira. Esa frase define con claridad lo que sentí. Cuando aquel mediodía oí a Martel cantar por primera vez mi divina Margarita, no me pareció que modificara los tempi de la melodía, pero a la segunda o a la tercera ocasión advertí que espaciaba sutilmente cada palabra. Es posible que también espaciara las sílabas, aunque mi oído no es tan fino para descubrirlo. Hoy te evoco emocionado, cantaba, y la Margarita del tango regresaba al caserón como si el tiempo no hubiera pasado, con el cuerpo de veinticuatro años atrás. Hoy te evoco emocionado, decía, y yo sentía que ese conjuro bastaba para que se desvanecieran los vidrios del piso y se apagaran las telarañas y el polvo.

Diciembre 2001

El desencuentro con Martel en la plazoleta del Resero me trastornó. Perdí el rumbo de lo que escribía y también el rumbo de mí mismo. Pasé varias noches en el Británico observando el desolado paisaje del parque Lezama. Cuando regresaba a la pensión y conseguía dormir, cualquier ruido inesperado me despertaba. No sabía qué hacer con el insomnio y, desconcertado, salía a caminar por Buenos Aires. A veces me desviaba desde la derruída Estación Constitución, sobre la que tanto había escrito Borges, hacia los barrios de San Cristóbal y Balvanera.

Las calles parecían todas iguales y, aunque los diarios llamaban la atención sobre los continuos asaltos, yo no sentía el peligro. Cerca de Constitución circulaban bandas de chicos que no tendrían más de diez años. Salían de sus refugios en busca de comida, protegiéndose los unos a los otros, y pedían limosna. Se los veía dormir en los huecos de los edificios, cubriéndose la cara con diarios y bolsas de residuos. Muchas personas estaban viviendo a la intemperie y, donde una noche veía dos, a la noche siguiente encontraba tres o cuatro. Desde Constitución caminaba por San José o Virrey Cevallos hasta la Avenida de Mayo, y luego atravesaba la Plaza de los Dos Congresos, cuyos bancos estaban ocupados por familias de miserables. Más de una vez pasé las horas de desvelo en la esquina de Rincón y México, espiando la casa de Martel, pero siempre fue en vano. Sólo un mediodía lo vi salir de allí con Alcira Villar -aunque no supe que era ella sino semanas después- y, cuando traté de alcanzarlo en un taxi, una manifestación de jubilados me cerró el paso.

Aunque la ciudad era plana y cuadriculada, no conseguía orientarme, por la monotonía de los edificios. Nada es tan difícil como advertir las sutiles mudanzas de lo que es idéntico, como sucede en los desiertos y en el mar. Las confusiones me paralizaban a veces en una esquina cualquiera y, cuando salía del pasmo, era para dar vueltas en redondo en busca de un café. Por fortuna, había cafés abiertos a toda hora, y en ellos me sentaba a esperar que, con las primeras claridades de la mañana, las casas recuperaran un perfil que me permitiera reconocerlas. Sólo entonces regresaba a la pensión en taxi.

El insomnio me debilitó. Tuve alucinaciones en las que algunas fotos de la Buenos Aires de comienzos del siglo XX se superponían con imágenes de la realidad. Me asomaba al balconcito de mi pieza y, en lugar de los edificios vulgares de la acera de enfrente, veía la terraza de Gath amp; Chaves, una tienda que había desaparecido de la calle Florida cuarenta años atrás, en la que señores tocados con sombreros de paja y damas de pecheras almidonadas bebían tazas de chocolate ante un horizonte erizado de agujas y miradores vacíos, algunos de ellos coronados por estatuas helénicas. O veía pasar los absurdos muñecos que se empleaban en la década del 20 para las propagandas de analgésicos y aperitivos. Las escenas irreales se sucedían durante horas, y en ese tiempo yo no sabía dónde estaba mi cuerpo, porque el pasado se instalaba en él con la fuerza del presente.

Casi todas las noches me encontraba con el Tucumano en el Británico . Discutíamos una y otra vez sobre el mejor medio para desalojar a Bonorino del sótano, sin ponernos de acuerdo. Quizá no se trataba de los medios sino de los fines. Para mí, el aleph -si existía- era un objeto precioso que no podía ser compartido. Mi amigo, en cambio, pretendía degradarlo, convirtiéndolo en una curiosidad de feria. Habíamos averiguado que, a la muerte del noble búlgaro, el residencial fue vendido a unos rentistas de Acassuso, propietarios de otras veinte casas de inquilinato. Convinimos en que yo les escribiría una carta denunciando al bibliotecario, que no pagaba alquiler desde 1970. Ibamos a perjudicar así al admininistrador de las fincas y quizás a la pobre Enriqueta. Nada de eso inquietaba al Tucumano.

Hacia finales de noviembre, la Universidad de Nueva York me envió una remesa de dinero inesperada. El Tucumano sugirió que olvidarámos la estrechez bohemia de la vida en la pensión y fuéramos a dormir una noche a la suite del último piso del hotel Plaza Francia, desde donde se divisaban la Avenida del Libertador y algunos de sus palacios, así como las boyas de la costa norte, que titilaban sobre las aguas inmóviles del río. Aunque no se trataba de un hotel de primera clase, esa habitación costaba trescientos dólares, más de lo que permitían mis recursos. No quería negarme, de todos modos, y pagué por adelantado una reserva para el viernes siguiente. Pensábamos cenar antes en uno de los restaurantes de la Recoleta que servían cocina de autor, pero aquel día sucedió un percance inesperado: el gobierno anunció que sólo se podría retirar de los bancos un porcentaje ínfimo del dinero depositado. Temí quedarme con los bolsillos vacíos. Desde el mismo instante del súbito aviso -demasiado tarde ya para cancelar el hotel-, nadie quiso aceptar tarjetas de crédito y el valor del dinero se volvió impreciso.

Llegamos al Plaza Francia cerca de la medianoche. El aire tenía color de fuego, como si presagiara tormenta, y los faroles del alumbrado público parecían envueltos por capullos acuosos. De vez en cuando pasaba un auto por la avenida, a marcha lenta, aturdido. Me pareció que una pareja se besaba al pie de la estatua ecuestre del general Alvear, debajo de nuestro balcón, pero en verdad todas eran sombras y no estoy seguro de nada, ni siquiera de la paz con que me quité las ropas y me tiré en la cama.

El Tucumano se quedó fuera un rato, escudriñando el perfil del Río de la Plata. Regresó a la suite de mal humor, con picaduras de mosquitos.

– La humedad, -dijo.

– La humedad, -repetí. Como en Kuala Lumpur. Menos de un año atrás, yo confundía las dos ciudades. Tal vez pasó, le conté, porque leí una historia sobre mosquitos que sucedió aquí, en febrero de 1977. Un enervante tufo a pescado invadió entonces Buenos Aires. En las costas, ensanchadas por la sequía, aparecieron millones de dorados, pejerreyes y bagres en proceso de descomposición, envenenados por los desechos de fábricas que los militares amparaban. La dictadura había impuesto una censura de hierro y los diarios no se atrevieron a publicar ni una palabra del suceso, pese a que los habitantes, a través de sus sentidos, lo confirmaban a toda hora. Como el agua de las canillas tenía un extraño color verdoso y parecía infectada, los que no eran pobres de solemnidad agotaron en los almacenes las provisiones de sodas y jugos de frutas envasados. En los hospitales, donde se esperaba una epidemia de un día para otro, se aplicaban a diario miles de vacunas contra la fiebre tifoidea.