Margarita Langman tenía además la ventaja de su fe: era judía y temerosa de Dios. Violeta empezó a depender de ella como un parásito. Nadie, jamás, se había adelantado a sus deseos. Margarita los presentía antes de que los tuviera. Casi todas las noches, cuando la anciana observaba las constelaciones, la mujer permanecía a su lado, de pie, ajustando las lentes del telescopio y explicándole las imperceptibles rotaciones de Centauro bajo la Cruz del Sur. Parecía inmune al tedio. Si no estaba con Violeta, ordenaba la vajilla o cosía. Por la televisión y por la radio transmitían sin cesar advertencias del gobierno que acentuaban la desconfianza de ambas por los desconocidos: "¿Sabe dónde está su hijo a esta hora?", "¿Conoce a la persona que llama a su puerta?", "¿Está seguro de que a su mesa no se sienta un enemigo de la patria?"

Violeta era astuta y se creía capaz de identificar la doblez de los seres humanos a primera vista. Aunque sentía por Margarita una confianza instintiva, le parecía raro que respondiera con evasivas cuando le preguntaba sobre la familia, y que ningún hermano, de los dos que decía tener, la visitara o la llamara por teléfono. Temía que no fuese lo que aparentaba. Ahora que había conocido el placer de una compañía verdadera, no imaginaba la vida sin ella.

Una mañana, cuando la enfermera salió al mercado para las compras quincenales, Violeta decidió espiar su cuarto. Investigar con disimulo el bolso de las otras pupilas de la Migdal o de las empleadas en la santería de Catamarca le había permitido salvarse a tiempo de robos y calumnias. Pero esta vez, a los pocos minutos de franquear la entrada y cuando apenas había tenido tiempo de ver la cama pulcra, con almohadones bordados, algunos libros en el velador y la valija sobre el ropero, oyó ruidos en la puerta de calle y tuvo que alejarse. Se arrepentía ahora de haber entregado a Margarita un juego de llaves, pero ¿qué más podía hacer? El médico le había dicho que otra caída podía dejarla postrada y, en ese caso, iba a estar a merced de su guardiana. Era mejor ponerla a prueba antes de que sucediera.

– Me olvidé el chal, -dijo la enfermera. Y además había demasiada gente en el mercado. Va a ser mejor que vaya por la tarde. No me gusta que usted se quede sola tanto tiempo.

En la semana que siguió, Violeta se irritaba hasta cuando la oía fregar platos. Le pagaba cien mil pesos por mes, y cada centavo le recordaba sus martirios de adolescente. Odiaba la energía con que Margarita podía moverse hasta muy avanzada la noche, cuando a ella sólo le había quedado un cuerpo expoliado y herido. Odiaba verla leer, porque jamás le habían permitido tener un libro entre las manos hasta que se liberó, a los veinte años, cuando no sentía ya curiosidad por ninguno. Le disgustaba el modo en que la miraba, la forma de la cabeza, las manos llenas de grietas, la monotonía de la voz. Más la mortificaba, sin embargo, no estar jamás sola en la casa para revisarle los secretos.

Desde hacía mucho, contó Alcira, la anciana quería comprar una Magen David de oro con brillantes. La necesidad de poner a prueba a Margarita terminó por decidirla. Todas las muchachas judías soñaban con una, y cuando viera su joya, sentiría envidia. ¿Acaso no conocía Violeta el corazón humano mejor que nadie? Impaciente, convocó a un orfebre de la calle Libertad y negoció con él, milímetro a milímetro, el diseño y el precio de una pesada estrella de oro de 24 kilates, con diamantes de tonalidades azules en cada una de las seis puntas, que pendería de una cadena de eslabones gruesos.

Una mañana de diciembre, el joyero anunció que la Magen David estaba lista y ofreció llevarla, pero la anciana se negó. Prefería, -dijo-, que la buscara Margarita. Era su ocasión para apartarla de la casa durante dos a tres horas. Discutieron sobre el terna con aspereza. La enfermera insistía en que no era prudente desamparar a Violeta durante tanto tiempo, mientras ésta inventaba excusas para que se fuera.

Ya estaba cerca el verano y hacía un calor atroz. A través de los postigos del balcón, Violeta espió a la enfermera mientras se alejaba por la Avenida de los Corrales hacia la parada del colectivo 155. La vio taparse la cabeza con un pañuelo que le ocultaba la mitad de la cara y guarecerse a la sombra de un árbol. Sobre los adoquines temblaba el aire calcinado. Pasó un vehículo. Se aseguró de que subía, esperó diez minutos y sólo entonces, triunfal, entró en la habitación prohibida.

Ni siquiera hojeó los libros del velador. Ninguno parecía importante. De las perchas colgaban unos pocos vestidos, ordenados por colores, dos pantalones y dos blusas. Si Margarita ocultaba algo, debía de estar en la valija, que había dejado sobre el ropero, fuera de su alcance. ¿Cómo bajarla? Desechó un recurso tras otro. Por fin, recordó la escalerita rodante que los arquitectos le habían vendido contra su voluntad.

El prostíbulo no le había enseñado a leer, pero sí otras destrezas: la desconfianza, la rapiña, el uso de ganzúas. Se sorprendió de la facilidad con que, subida al cuarto peldaño, apoyada sobre el ropero, pudo abrir la cerradura de la valija y levantar la tapa. Con desencanto, vio sólo algunas camisas ordinarias y un álbum de fotografias.

En las primeras páginas del álbum había triviales imágenes de familia, me contó Alcira. Alguien que debía de ser el padre de Margarita, cubiertos los hombros por el tallit de las plegarias, abrazaba a una niña que tendría ¿diez, once años?, mirada de huérfana, indefensa ante la hostilidad del mundo. En otras fotos, la propia Margarita, vestida con el guardapolvo escolar, esquivaba la cámara; era sorprendida soplando una vela de cumpleaños; jugaba en el mar. En la última, que descubría al fondo un molino de viento, sonreía junto a un hombre que podía ser su hermano aunque tenía la tez oscura y los rasgos aindiados, como los campesinos del norte argentino. Llevaba en brazos a un niño de pocos meses.

Horas más tarde, cuando Violeta fue interrogada en la iglesia Stella Maris, diría que, al observar esa última foto, presintió la doble vida de la enfermera. Me recorrió un escalofrío, contó en su declaración. Pensé que el hombre de la foto era tal vez su marido y el bebé su hijo. Caí en la cuenta de que estaba entrando en su pasado y que ya no podría salir. De canto, a un costado de las fotos, encontré el cuaderno con el que la había visto tantas veces. No era un diario, como alguna vez pensé, sino páginas de frases sin sentido, recortes sucios de papeles que decían:

queso, guiso, guarango, quiero, amo a mi mamá, me llamo Catalina, mi maestra se llama Catalina, y al pie de cada frase una anotación con letra más firme: Fermín, preguntar por qué no le dieron el vaso de leche – Uta, ¿papá o mamá militan en la M? ¿los dos? – Repetir mañana la tabla del 5.

Páginas de lo mismo. Nada llamaba mi atención, le diría Violeta al oficial que la interrogó. Ya iba a cerrar la valija cuando palpé la tapa y sentí que estaba llena de papeles, de objetos, qué sé yo, tuve curiosidad y también escrúpulos, porque los papeles estaban sueltos y la mujer iba a saber que yo los había desordenado. Mis pálpitos son infalibles, sin embargo, y algo en el corazón me decía que ella era culpable. Me armé de coraje, descubrí el doble fondo de la tapa y retiré de allí algunas hojas blancas. En todas estaban impresos en relieve los membretes y escudos militares, con los nombres del almirante tal o del teniente de navío cual. Más al fondo encontré cédulas y libretas cívicas de personas desconocidas. Algunas, sin embargo, tenían la foto de la mujer aunque teñida a veces, y con otras identidades, Catalina Godel, Catalina Godel, recuerdo claramente ese nombre, Sara Bruski, Alicia Malamud, y también algunos apellidos gentiles, Gómez, Arellano, quién sabe cuántos más. Cómo podía imaginar yo que Margarita había sido maestra en el Bajo Flores y que se había escapado de la cárcel militar. Una no sabe ya quién es quién en estos tiempos confundidos.

Bajó de la escalera y se detuvo a pensar. Las cartas de recomendación de la enfermera estaban, sin duda, falsificadas, y ella había sido una tonta al no confirmarlas por teléfono. Quizás era falso lo que decían pero todo lo demás, sin duda, era real: los escudos con anclas y los nombres en relieve de los oficiales. No podía perder tiempo. Ya habían pasado casi dos horas. Volvió a empujar la escalera hacia la biblioteca y puso los adornos en su lugar. Luego, con la tranquilidad aprendida en los años de esclavitud, llamó al teléfono que estaba al pie de los membretes. La atendió un suboficial de guardia. "Es un tema de vida o muerte", -dijo, según Alcira me contó después en el café La Paz. El operador le preguntó desde qué número hablaba y le ordenó esperar en la línea. Antes de dos minutos el capitán de fragata estaba en la línea. "Qué suerte, usted", le dijo Violeta. " ¿La enfermera que contraté no será la misma que cuidó a su esposa?" "Dígame con qué nombre se ha identificado esa mujer. Nombre o nombres", exigió el oficial. Tenía la voz áspera, impaciente, como la del rufián que la había comprado en el café Parisién. "Margarita Langman", -dijo Violeta. De pronto, ella también se sentía acosada. El interminable pasado se le echaba encima. "Descríbala" , la apremió el capitán. La anciana no sabía cómo hacerlo. Habló de la foto con el niño y el hombre aindiado. Luego, le dictó su dirección en la Avenida de los Corrales, le declaró con pudor sus setenta y nueve años. "Esa mujer es un elemento muy peligroso", -dijo el oficial. "Ahora mismo vamos para allá. Si llega antes que nosotros, reténgala, distráigala. Más vale que no se le escape, ¿eh? Más vale que no se le escape".

Yo, Bruno Cadogan, supe entonces que las camelias dejadas por Sabadell en la plazoleta del Resero no eran para evocar los mataderos bárbaros de Echeverría y de Faena sino otros más despiadados y recientes. Alcira Villar me dijo en el café La Paz que, si se habían quedado sólo unos pocos minutos en aquella esquina de la muerte, era porque Martel quería honrar a Catalina Godel no en el punto final de sus desgracias sino en la casa donde había estado oculta casi seis meses, después de haberse fugado de la Escuela de Mecánica de la Armada. No entiendo, entonces, le dije a Alcira, por qué Martel pidió las recovas para un recital que nunca dio. Si lo hubieses conocido, me respondió ella, sabrías que ya en ese momento jamás cantaba en público. No le gustaba que lo vieran demacrado, decaído. Quería que nadie lo molestara cuando Sabadell ponía el ramito de llores y él recitaba en voz baja un tango para Catalina Godel. Tal vez su primera intención fue bajar del auto y caminar hasta el dispensario, no sé qué decirte. Los designios de Martel eran inalcanzables como los de un gato.