A veces, hacia las diez de la noche, me dejaba caer por La Brigada , en San Telmo. Al frente había un mercado que cerraba tarde y era añejo como el siglo que habíamos dejado atrás. En los zaguanes de entrada estaban apostadas hileras de bolivianas con sus atavíos coloridos vendiendo bolsas de especias misteriosas que tendían sobre un paño. Dentro, en el dédalo de galerías, se codeaban los kioscos de juguetes y los escaparates de botones y puntillas, como en un zoco árabe. El núcleo de la manzana estaba repleto de medias reses que colgaban de sus ganchos junto a parvas de riñones, tripas y morcillas. En ningún otro lugar del mundo las cosas han conservado tanto el sabor que tenían en el pasado como en esta Buenos Aires que, sin embargo, ya no era casi nada de lo que había sido.

Siempre es difícil encontrar un lugar vacío en La Brigada . Para demostrar que la carne es tierna, los mozos la cortan con el canto de las cucharas, y vale la pena cerrar los ojos cuando el primer bocado roza la lengua, porque así la felicidad hiende la memoria y se queda en ella. Cuando no quería cenar solo, me acercaba a las mesas de los directores de cine y actores y poetas que se reunían allí, y les pedía que me permitieran acompañarlos. Ya había aprendido cuándo era oportuno hacerlo y cuándo no.

En noviembre empezó el calor. Hasta los chiquilines que andaban de un lado a otro con carretillas cargadas de cartones viejos, para venderlos luego a diez centavos el kilo, se sacaban las penas del alma y silbaban unas músicas tan buenas que uno podía reclinar la cabeza en ellas: los pobres chicos metían la mano en el bolsillo y lo único que encontraban era el buen tiempo, que les bastaba para olvidar por un momento la bestial cama donde no dormirían esa noche.

Cuando llegué a La Brigada vi a un par de galancitos de televisión en una mesa junto a la ventana. Valeria estaba con ellos y, por los dibujos que trazaba sobre una hoja de papel, me pareció que les explicaba los pasos del tango. No había vuelto a encontrarla desde la noche de mi llegada, pero su cara era inolvidable porque me recordaba a mi abuela materna. Me saludó con entusiasmo. Noté que se aburría y esperaba que algo o alguien la rescatara.

– Estos dos chabones tienen que bailar mañana en una película y ni siquiera saben distinguir una ranchera de una milonga, -me dijo. Ambos asintieron, como si no la hubieran oído.

– Lleválos a La Estrella o La Viruta o como ese lugar se llame esta noche, -contesté. Me volví hacia los galanes y les dije: Valeria es la mejor. Vi cómo le enseñaba a un japonés de piernas arqueadas. A las tres de la mañana bailaba como Fred Astaire.

– Ella es mucho mayor que nosotros, advirtió uno, tontamente. Las mujeres mayores no me calientan, y así no puedo aprender.

– Mayores o jóvenes, todos somos de mismo tamaño en la cama, dije, copiando a Somerset Maugham o tal vez a Hemingway.

La conversación languideció y durante algunos minutos Valeria trató de mantenerla viva hablando de La ciénaga, una película argentina que le recordaba las histerias y negligencias de su propia familia, y que por eso mismo seguía perturbándola. Los galancitos, en cambio, se habían retirado antes de que terminara: Graciela Borges actúa como una diosa, pero no pudimos aguantar que en cada escena hubiera tantos perros, dijeron. Ladraban todo el tiempo, y hasta el cine olía a cagada de perro.

Preferían El hijo de la novia, con la que habían llorado a mares. Yo no estaba al día con las últimas películas y no pude intervenir. Me gustaban las obras maceradas por el tiernpo. Tanto en Manhattan como en Buenos Aires frecuentaba las salas de arte y los cineclubes, donde conocí maravillas de las que nadie tenía memoria. En una salita del teatro San Martín vi en un solo día La fuga, una joya argentina de 1937 que durante seis décadas se creyó perdida, y Crónica de un niño solo, que no era inferior a Los cuatrocientos golpes. Una semana más tarde, en un ciclo del Malba, descubrí un cortometraje de 1961 llamado Faena, en el que las vacas eran desmayadas a martillazos y luego despellejadas vivas en el matadero. Entendí entonces el verdadero sentido de la palabra barbarie y durante una semana entera no pude pensar en otra cosa. En Nueva York, una experiencia como ésa me habría convertido en vegetariano. En Buenos Aires era imposible, porque fuera de la carne casi no hay otra cosa que comer.

Poco después de las once, Valeria y sus alumnos pidieron la cuenta y se pusieron de pie. Debían filmar al día siguiente desde el alba, y aún necesitaban practicar dos o tres horas. Cuando se despidieron, yo no esperaba ya nada más de la noche, pero uno de los actorcitos me sorprendió:

– Tenemos que ir al fin del mundo sin dormir, che. La Recova de Liniers, imagináte. Nos habían citado al mediodía, pero después se avivaron que estaba reservada. Nos ganó de mano un cantor contrahecho. El boludo ése, ¿cómo se llama?, dijo, chasqueando los dedos.

– Martel, -respondió el otro galán.

– ¿Julio Martel?, -pregunté.

– Ése. ¿Quién lo conoce?.

– Es un gran cantor, -lo corrigió Valeria. El mejor después de Gardel.

– Eso lo decís vos sola, -insistió el actorcito que no se calentaba con ella. Nadie entiende lo que canta.

La ansiedad no me dejó trabajar ni dormir. Por primera vez el azar me permitía anticipar el sitio donde Martel iba a dar uno de sus recitales privados. Después de ver Faena, podía conjeturar por qué había elegido las recovas, tres edificios de dos plantas, con una sucesión de arcadas conventuales en el frente, que habían empezado a construirse el mismo día en que se inauguró el Palacio de Aguas. El portal del norte servía en el pasado de acceso a las playas de matanza y al viejo mercado de hacienda, donde al amanecer se remataban las vacas destinadas al consumo. En 1978, la dictadura había cerrado y demolido el matadero. En las cuarenta hectáreas de su predio se construyó un laboratorio farmacéutico y un parque de recreo, pero las reses seguían llegando al mercado contiguo en camiones con acoplado, desembarcaban en los corrales y eran vendidas por lotes, a tanto el kilo.

La calle de las recovas había cambiado de nombre muchas veces y cada quien la llamaba como quería. A comienzos del siglo XX, cuando el sitio era conocido como Chicago, y los degolladores sólo usaban cuchillos importados de esa ciudad carnicera, los que se aventuraban por allí le decían Calle Décima. En las parroquias estaba inscripta como San Fernando, en recuerdo de un príncipe medieval que sólo comía carne vacuna. Los rematadores que se reunían tras la ochava azul y rosa del bar Oviedo, justo enfrente de las recovas, siguieron diciéndole Tellier hasta hace poco, en homenaje a un francés, Charles Tellier, que transportó por primera vez carne congelada a través del Atlántico. Desde 1984, sin embargo, se llama Lisandro de la Torre, por el senador que desenmascaró los monopolios de los frigoríficos.

No hay mapas confiables de Buenos Aires, porque las calles cambian de nombre de una semana a la otra. Lo que un mapa afirma, otro lo niega. Las direcciones orientan y al mismo tiempo desconciertan. Por miedo a perderse, alguna gente no se aleja sino a diez o doce manzanas de su casa en toda la vida. Enriqueta, la encargada de mi pensión, por ejemplo, jamás llegó al lado oeste de la avenida 9 de Julio. "Para qué", me ha dicho. "Quién sabe lo que podría pasarme."

Cuando terminé de comer en La Brigada fui hacia el café Británico sin detenerme en mi cuarto, como era la costumbre. Estaba urgido por ordenar mis notas sobre la película Faena y ver si en los rituales del matadero encontraba alguna explicación para la presencia de Martel en las recovas, al mediodía siguiente. Según el corto, siete mil vacas y terneros subían todas las mañanas por una rampa hacia la muerte. Antes, habían vadeado una laguna en la que se bañaban a medias y avanzado entre chorros de mangueras que completaban la limpieza. En lo alto de la rampa, una compuerta se cerraba a sus espaldas y los separaba en grupos de tres o cuatro. Entonces caía sobre la cerviz de cada uno de ellos un martillazo brutal, descerrajado por un hombre con el torso desnudo. Rara vez fallaba el golpe. Los animales se desplomaban y casi al instante eran lanzados desde una altura de dos metros sobre un piso de cemento. Que ninguno de ellos sintiera la inminencia de la muerte era esencial para la delicadeza de la carne. Cuando una vaca adivina el peligro, el terror la endurece y sus músculos se impregnan de un sabor agrio.

A medida que las reses caían de la rampa, seis o siete maneadores iban ciñendo las patas con un cable de acero y encajándolas en un gancho mientras un contrapeso las levantaba en vilo, cabeza abajo. Los movimientos debían ser veloces y precisos: los animales estaban vivos todavía y, si despertaban del desmayo, ofrecían una resistencia de locura. Una vez colgados, avanzaban en una cinta sinfín, a razón de doscientos por hora. Los degolladores los esperaban ante la noria, con los cuchillos enhiestos: una puntada certera en la yugular, y eso era todo. La sangre saltaba a chorros hacia un canal donde iría coagulándose para ser aprovechada. Lo que seguía era atroz y me parecía impensable que Martel quisiera cantar a ese pasado. Las reses eran despellejadas, abiertas en canal, despojadas de sus vísceras y entregadas, ya sin cabeza ni patas, a los cuarteros, que las dividían por la mitad o en trozos.

Así sucedía también en 1841, cuando Esteban Echeverría escribió El matadero, el primer cuento argentino, en el que la crueldad con el ganado es la réplica de la bárbara crueldad que en el país se ejerce con los hombres. Aunque el matadero no está ahora detrás de las recovas y se ha diseminado en decenas de frigoríficos, fuera del perímetro urbano los ritos del sacrificio no han cambiado. Sólo se ha añadido otro paso de danza, la picana, que consiste en dos polos de cobre a través de los cuales se lanza una descarga eléctrica. Cuando se aplica sobre el lomo de los animales, la picana va arreándolos hacia las rampas de sacrificio. En 1932, un comisario de policía llamado Leopoldo Lugones, hijo del máximo poeta nacional -su homónimo-, advirtió que el instrumento era eficaz para torturar a los seres humanos, y ordenó ensayar las descargas en el cuerpo de los presos políticos, eligiendo las zonas blandas donde el dolor puede ser más intolerable: los genitales, las encías, el ano, los pezones, los oídos, las fosas nasales, con la intención de aniquilar todo pensamiento o deseo y de convertir a las víctimas en no personas.