El agua de Buenos Aires era extraída por unos grandes sifones que estaban frente al barrio de Belgrano, a dos kilómetros de la costa, y llevada a través de túneles subfluviales hasta los depósitos de Palermo, donde se filtraban las heces y se añadían sales y cloro. Tras la purificación, una red de cañerías la impulsaba hacia el palacio de la avenida Córdoba. El comisario Falcón mandó vaciar las cañerías y sondearlas en busca de indicios, por lo que las zonas más desvalidas de la ciudad quedaron sin agua en aquel tórrido febrero del año 1900.

Pasaron meses sin noticias de Felicitas. A mediados de 1901 aparecieron frente al portal de los Alcántara panfletos con mensajes insidiosos sobre el destino de la víctima. Ninguno aportaba la menor pista. La Felicidad era virgen. Ya no, decía uno. Y otro, más perverso: Montársela a Felicitas cuesta un peso en el quilombo de Junín al 2300. Esa dirección no existía.

El cuerpo de la adolescente fue descubierto una mañana de abril de 1901, cuando el sereno del palacio de Aguas se presentó a limpiar la vivienda asignada para su familia en el ala suroeste del palacio. La niña estaba cubierta por una ligera túnica de hierbas del río y tenía la boca llena de guijarros redondos que, al caer al suelo, se convirtieron en polvo. Contra lo que habían especulado las autoridades, seguía tan inmaculada como el día en que vino al mundo. Sus ojos bellísimos estaban congelados en una expresión de asombro, y la única señal de maltrato era un oscuro surco alrededor del cuello dejado por la cuerda de guitarra que había servido para estrangularla. Junto al cadáver estaban los restos de la fogata que debió encender el asesino y un pañuelo de hilo finísimo y color ya indefinido, en el que aún se podían leer las iniciales RLF. La noticia alteró profundamente al comisario Falcón, porque aquellas iniciales eran las suyas y se daba por seguro que el pañuelo pertenecía al culpable. Hasta el fin de sus días sostuvo que el secuestro y la muerte de Felicitas Alcántara eran una venganza contra él, e imaginó la hipótesis imposible de que la niña había sido llevada en bote hasta el depósito de Palermo, ahorcada allí mismo y arrastrada por las cañerías hasta el palacio de la calle Córdoba. Falcón jamás arriesgó una palabra sobre los móviles del crimen, tanto más indescifrables desde que el sexo y el dinero quedaron descartados.

Poco después del hallazgo del cuerpo de Felicitas, los Alcántara vendieron sus posesiones y se expatriaron a Francia. Los vigilantes del Palacio de Aguas se negaron a ocupar la vivienda del rectángulo suroeste y prefirieron la casa de chapas que el gobierno les ofreció a orillas del Riachuelo, en uno de los rincones más insalubres de la ciudad. A fines de 1915, el presidente de la República en persona ordenó que las habitaciones malditas fueran clausuradas, lacradas y borradas de los inventarios municipales, por lo que en todos los planos del palacio posteriores a esa fecha aparece un vacío desparejo, que sigue atribuyéndose a un defecto de construcción.

En la Argentina existe la costumbre, ya secular, de suprimir de la historia todos los hechos que contradicen las ideas oficiales sobre la grandeza del país. No hay héroes impuros ni guerras perdidas. Los libros canónicos del siglo XIX se enorgullecen de que los negros hayan desaparecido de Buenos Aires, sin tomar en cuenta que aun en los registros de 1840 una cuarta parte de la población se declaraba negra o mulata. Con intención similar, Borges escribió en 1972 que la gente se acordaba de Evita sólo porque los diarios cometían la estupidez de seguir nombrándola. Es comprensible, entonces, que si bien la esquina suroeste del Palacio de Aguas se podía ver desde la calle, la gente dijera que ese lugar no existía.

El relato de Alcira me hizo pensar que Evita y la niña Alcántara convocaron las mismas resistencias, una por su belleza, la otra por su poder. En la niña, la belleza era intolerable porque le daba poder; en Evita, el poder era intolerable porque le daba conocimiento. La existencia de ambas fue tan excesiva que, como los hechos inconvenientes de la historia, se quedaron sin un lugar verdadero. Sólo en las novelas pudieron encontrar el lugar que les correspondía, como les ha sucedido siempre en la Argentina a las personas que tienen la arrogancia de existir demasiado.