Cada vez que Martel dejaba la silla de ruedas y decidía caminar apoyándose sobre muletas, corría peligro de que se le desgarrara un músculo y padeciera otro de sus dolorosos derrames internos. Esa tarde, sin embargo, como era imperioso subir las sinuosas escaleras de hierro para alcanzar los tanques más altos, se armó de paciencia y fue izando de peldaño en peldaño el peso de su cuerpo, mientras Alcira, detrás de él, llevando las muletas, rezaba para que no se le cayera encima. Descansaba cada tanto y, luego de algunas inspiraciones profundas, acometía los escalones siguientes, con las venas del cuello hinchadas y el pecho de paloma a punto de estallarle bajo la camisa. Aun cuando Alcira trató de disuadirlo una y otra vez, pensando en que el tormento se repetiría al bajar, el cantor seguía su camino como poseído. Cuando llegó a la cima, casi perdido el aliento, se derrumbó sobre uno de los salientes del hierro y permaneció unos minutos con los ojos cerrados hasta que la sangre le volvió al cuerpo. Pero al abrirlos el asombro lo dejó de nuevo sin respiración. Lo que vio superaba las escenografías oníricas de Metrópolis. Gargantas de cerámica, dinteles, persianas diminutas, válvulas, todo el recinto daba la impresión de ser el nido de un animal monstruoso. El agua había desaparecido hacía mucho tiempo de los doce tanques distribuidos en tres niveles, pero el recuerdo del agua todavía estaba allí, con sus silenciosas metamorfosis al entrar en los caños de bombeo y los peligrosos oleajes que la desfiguraban al menor embate de los vientos. Sobre todo los tanques de reserva, situados dentro de las cuatro mansardas, podían caer cuando arreciaban las sudestadas, quebrando el sutil equilibrio de los pilares, las chapas horizontales y las válvulas.

El agua rosada del río iba transfigurándose en su paso de un canal a otro, desprendiéndose en las esclusas de las orinas, los sémenes, los chismes de la ciudad y el frenesí de los pájaros, purificándose de su pasado de agua salvaje, de sus venenos de vida, y regresando a la transparencia de su origen hasta enclaustrarse en aquellos tanques atravesados por serpentinas y vigas, pero despierta, aun en el recuerdo, siempre despierta, porque era la única, el agua, que sabía orientarse en los entresijos de aquel laberinto.

El patio central, que Boye pensó destinar a baños públicos pero que la adiposidad de la construcción había reducido a un cuadrado de trescientos metros de superficie, estaba cubierto por mosaicos calcáreos cuyos extravagantes diseños imitaban obsesivamente la geometría de los caleidoscopios. A esa hora de la tarde en que la luz de las claraboyas caía de lleno, se elevaban del piso vapores de color aún más vivo que los del arco iris, formando arcos y reverberos que se desbarataban cuando hasta el sonido más tenue estremecía la caverna. Martel se acercó a una de las barandas que separaban los tanques del abismo y entonó Aaaaaaa. Los colores se agitaron enloquecidos, y el eco de los metales dormidos repitió infinitas veces la vocal: aaaaaaaa.

Después, su cuerpo se irguió hasta alcanzar una estatura que parecía la de otro ser, gallardo y elástico. Alcira creyó que algún milagro le había devuelto la salud. El pelo, que Martel siempre peinaba a la gomina, aplastándolo y alisándolo para que se pareciera al de su ídolo Carlos Gardel, se le alzaba entonces rebelde y ensortijado. Tenía la cara transfigurada por una expresiónatónita que reflejaba a la vez beatitud y salvajismo, como si el palacio lo hubiera hechizado.

Le oí cantar entonces una canción de otro mundo -me contó Alcira-, con una voz que parecía contener miles de otras voces dolientes. Debía de ser un tango anterior al diluvio de Noé, porque lo expresaba con un lenguaje aún menos comprensible que el de sus obras de repertorio; eran más bien chispas fonéticas, sonidos al voleo en los que se podían discernir sentimientos como la pena, el abandono, el lamento por la felicidad perdida, la añoranza del hogar, a los que sólo la voz de Martel les daba algún sentido. ¿Qué quieren decir brenai, ayaúú, panísola, porque era más o menos eso lo que cantaba? Sentí que sobre aquella música caía no un solo pasado sino todos los que la ciudad había conocido desde los tiempos más remotos, cuando era sólo un pajonal inútil.

La canción duró dos a tres minutos. Martel estaba exhausto cuando la terminó, y a duras penas alcanzó a sentarse en la saliente de hierro. Algo sutil se había modificado en el recinto. Los inmensos tanques seguían reflejando, ya muy apagadas, las últimas ondas de la voz, y la luz de las claraboyas, al rozar los húmedos mosaicos del patio, levantaba figuras de humo que nunca se repetían. No eran esas variaciones las que llamaron la atención de Alcira, sin embargo, sino un inesperado despertar de los objetos. ¿Estaría girando la manivela de alguna válvula? ¿Sería posible que la rutina del agua, interrumpida desde 1915, estuviera desperezándose en las esclusas? Esas cosas jamás suceden, se dijo. Sin embargo, la puerta del tanque de la esquina suroeste, sellada por la herrumbre de los goznes, estaba ahora entreabierta y una claridad lechosa marcaba la hendidura. El cantor se levantó, empujado por otro flujo de energía, y avanzó hacia el lugar. Fingí que me apoyaba en él para que él se apoyara en mí, me contó Alcira meses más tarde. Fui yo quien abrió la puerta por completo, dijo. Un poderoso vaho de muerte y de humedad me dejó sin aliento. Algo había en el tanque, pero no vimos nada. Por fuera, lo tapaba una mansarda de escenografía, con dos claraboyas que dejaban entrar el sol de las tres de la tarde. Del piso, lustroso como si nadie lo hubiera tocado jamás, se alzaba la misma niebla que habíamos visto en otras partes del palacio. Pero el silencio era allí más denso: tan absoluto que casi se podía tocar. Ni Martel ni yo nos atrevimos a hablar, aunque ambos pensábamos entonces lo que al salir del palacio nos dijimos de viva voz: que la puerta del tanque había sido abierta por el fantasma de la adolescente atormentada un siglo antes en ese agujero.

La desaparición de Felicitas Alcántara sucedió el último mediodía de 1899. Acababa de cumplir catorce años y su belleza era famosa desde antes de la adolescencia. Alta, de modales perezosos, tenía unos ojos tornasolados y atónitos, que envenenaban al instante con un amor inevitable. La habían pedido muchas veces en matrimonio, pero sus padres consideraban que era digna sólo de un príncipe. A fines del siglo XIX no llegaban príncipes a Buenos Aires. Faltaban aún veinticinco años para que aparecieran Umberto de Saboya, Eduardo de Windsor y el maharajá de Kapurtala. Los Alcántara vivían, por lo tanto, en una voluntaria reclusión. Su residencia borbónica, situada en San Isidro, a orillas del Río de la Plata, estaba ornada, como el Palacio de Aguas, por cuatro torres revestidas de pizarra y carey. Eran tan ostentosas que en los días claros se las podía distinguir desde las costas del Uruguay.

El 31 de diciembre, poco después de la una de la tarde, Felicitas y sus cuatro hermanas menores se refrescaban en las aguas amarillas del río. Las institutrices de la familia las vigilaban en francés. Eran demasiadas y no conocían las costumbres del país. Para entretenerse, escribían cartas a sus familias o se contaban infortunios de amor mientras las niñas desaparecían de la vista, en los juncales de la playa. Desde los fogones de la casa llegaba el olor de los lechones y pavos que estaban asándose para la comida de medianoche. En el cielo sin nubes volaban los pájaros en ráfagas desordenadas, acometiéndose a picotazos. Una de las institutrices comentó como al pasar que, en el pueblo gascón de donde provenía, no había presagio peor que la ira de los pájaros.

A la una y media, las niñas debían recogerse para dormir la siesta. Cuando las llamaron, Felicitas no apareció. Se avistaban algunos veleros en el horizonte y bandadas de mariposas sobre las aguas tiesas y calcinadas. Durante largo rato las institutrices buscaron en vano. No temían que se hubiera ahogado, porque era una nadadora resistente que conocía a la perfección las tretas del río. Pasaron botes con frutas y hortalizas que volvían de los mercados y, desde la orilla, las desesperadas mujeres les preguntaron a gritos si habían visto a la joven distraída internándose aguas adentro. Nadie les hizo caso. Todos estaban celebrando el Año Nuevo desde temprano y remaban borrachos. Así pasaron tres cuartos de hora.

Esa pérdida de tiempo fue fatal, porque Felicitas no apareció aquel día ni los siguientes, y los padres siempre creyeron que, si les hubieran avisado en seguida, habrían encontrado algún rastro. No bien amaneció el 1° de enero del año 1900, varias patrullas de policía peinaron la región desde las islas del Tigre a las barrancas de Belgrano, enturbiando la paz del verano. La búsqueda fue comandada por el feroz coronel y comisario Ramón L. Falcón, que se volvería célebre en 1909 al dispersar en la plaza Lorca una manifestación de protesta contra los fraudes electorales. En la refriega murieron ocho personas y otras diecisiete quedaron heridas de gravedad. Seis meses más tarde, el joven anarquista ruso Simón Radowitzky, que había salido ileso por milagro, se vengó del comisario aniquilándolo con una bomba lanzada al paso de su carruaje. Radowitzky purgó su crimen durante veintiún años en la prisión de Ushuahia. A Falcón lo inmortaliza hoy un monumento de mármol a dos cuadras del atentado.

El comisario era notable por su tenacidad y olfato. Ninguno de los casos que se le encomendaron había quedado sin resolver, hasta la desaparición de Felicitas Alcántara. Cuando no disponía de culpables los inventaba. Pero en esta ocasión carecía de sospechosos, de cadáver y hasta de un delito explicable. Sólo existía un móvil clarísimo que nadie se atrevía a mencionar: la turbadora belleza de la víctima. Algunos lancheros creían haber visto, la tarde de fin de año, a un hombre mayor, fornido, de orejas grandes y bigotes de manubrio, que escrutaba la playa con catalejos desde un bote de remos. Uno de ellos dijo que el curioso tenía dos enormes verrugas junto a la nariz, pero nadie concedió importancia a esas identificaciones, porque coincidían con los rasgos del propio coronel Falcón.

Buenos Aires era entonces una ciudad tan espléndida que Julet Huret, el corresponsal de Le Figaro, escribió al desembarcar que le recordaba a Londres por sus estrechas calles rebosantes de bancos, a Viena por sus carruajes de dos caballos, a París por sus aceras espaciosas y sus cafés con terrazas. Las avenidas del centro estaban iluminadas con lámparas incandescentes que solían explotar al paso de los transeúntes. Se excavaban túneles para los trenes urbanos. Dos líneas de tranvías eléctricos circulaban desde la calle del Ministro Inglés hasta los Portones de Palermo y desde Plaza de Mayo a Retiro. Esos estrépitos afectaban los cimientos de algunas casas y hacían pensar a los vecinos en la inminencia del fin del mundo. La capital abría a los visitantes ilustres la puerta de sus palacios. El más alabado era el de Aguas, pese a que, según el poeta Rubén Darío, copiaba la imaginación enferma de Luis II de Baviera. Hasta 1903, el palacio carecía de vigilantes. Como el único tesoro del lugar eran las galerías de agua y no había peligro de que alguien las robara, el gobierno consideraba inútiles los gastos de seguridad. Fue preciso que desaparecieran algunos adornos de terracota importados de Inglaterra para que se contratara un servicio de guardianes.