– Será Martel, -insinué.

Lo dije, aunque sabía que no era posible, porque Martel no respondía a otras leyes que las del mapa secreto que estaba dibujando. Quizá la Vuelta de Rocha estuviera en ese mapa, pensé. Quizá sólo eligiera los lugares donde ya había una historia, o donde estaba por suceder alguna. Mientras yo no lo oyera cantar, no podría averiguarlo.

– Sólo quisiera recordar lo que nunca he visto, -dijo Martel aquella misma tarde, según me lo contaría después Alcira Villar, la mujer que se había enamorado de él cuando lo oyó cantar en la librería El Rufián y que no lo abandonaría hasta la muerte.

– Para Martel, recordar equivalía a invocar, -me dijo Alcira-, a recuperar lo que el pasado ponía fuera de su alcance, tal como hacía con las letras de los tangos perdidos.

Sin ser una belleza, Alcira era increíblemente atractiva. Más de una vez, cuando nos reunimos a conversar en el café La Paz , advertí que los hombres se volvían a mirarla, tratando de fijar en la memoria la extrañeza de su cara, en la que sin embargo nada había de especial excepto un raro hechizo que obligaba a detenerse. Era alta, morena, con una espesa cabellera oscura, y ojos negros e inquisidores, corno los de Sonia Braga en El beso de la mujer araña. Desde que la conocí envidié su voz, grave y segura de sí, y sus largos dedos finos, que se movían pausados, como si pidieran permiso. Nunca me atreví a preguntarle cómo pudo enamorarse de Martel, que era casi un inválido sin el menor encanto. Es asombrosa la cantidad de mujeres que prefieren una conversación inteligente a una musculatura sólida.

Además de seductora, Alcira era también sacrificada. Aunque trabajaba ocho a diez horas por día como investigadora free lance para editoriales de libros técnicos y revistas de actualidad, se daba tiempo para ser la enfermera devota de Martel, que se comportaba -ella misma me lo diría más tarde- de una manera errática, infantil, rogándole a veces que no se moviera de su lado, y otras veces, durante días enteros, sin prestarle atención, como si ella fuera una fatalidad.

Alcira había colaborado en la búsqueda de datos para los libros y folletos que se escribieron sobre el Palacio de Aguas de la avenida Córdoba, cuya construcción se completó en 1894. Pudo familiarizarse entonces con los detalles de la estructura barroca, imaginada por arquitectos belgas, noruegos e ingleses. El diseño exterior era de Olaf Boye -me explicó-, un amigo de Ibsen que se reunía todas las tardes con él a jugar al ajedrez en el Gran Café de Cristianía . Permanecían horas sin hablarse, y en los intervalos entre una y otra jugada, Boye completaba los arabescos de su ambicioso proyecto mientras Ibsen escribía El constructor Solness.

En aquella época, las obras de ingeniería situadas en las zonas residenciales de las ciudades no se exhibían sin que las cubrieran conjuntos escultóricos que ocultaban la fealdad de las máquinas. Cuanto más complejo y utilitario era el interior, tanto más elaborado debía ser el exterior. A Boye le habían encomendado que revistiera los canales, tanques y sifones que debían abastecer de agua a Buenos Aires con mosaicos calcáreos, cariátides de hierro fundido, placas de mármol, coronas de terracota, puertas y ventanas labradas con tantos pliegues y esmaltes que cada uno de los detalles se volvía invisible en la selva de colores y formas que abrumaban la fachada. La función del edificio era cubrir de volutas lo que había dentro hasta que desapareciera, pero también la visión del afuera era tan inverosímil que los habitantes de la ciudad habían terminado por olvidar que aquel palacio, intacto durante más de un siglo, seguía existiendo.

Alcira condujo a Martel en silla de ruedas hasta la esquina de Córdoba y Ayacucho, desde donde podía ver cómo una de las mansardas, la del extremo suroeste, estaba levemente inclinada, sólo unos pocos centímetros, quizá por una distracción del arquitecto o porque el desvío de la calle producía esa ilusión de los sentidos. El cielo, que se había mantenido diáfano durante la mañana, viraba a las dos de la tarde hacia un gris plomizo. De las veredas se alzaba una niebla ligera, presagiando la garúa que iba a caer de un momento a otro, y era imposible saber -me dijo Alcira- si hacía frío o calor, porque la humedad creaba una temperatura engañosa, que a veces resultaba sofocante y otras veces, pocos minutos más tarde, hería los huesos. Eso obligaba a los habitantes de Buenos Aires a vestirse no según lo que indicaran los termómetros sino de acuerdo a lo que las estaciones de radio y de televisión mencionaban a cada rato como "sensación térmica", que dependía de la presión del barómetro y las intenciones del viento.

Aun a riesgo de que la lluvia lo sorprendiera, Martel insistió en observar el palacio desde la vereda y allí se quedó absorto durante diez o quince minutos, volviéndose hacia Alcira de vez en cuando para preguntar: ¿Estás segura de que esta maravilla es sólo una cáscara para ocultar el agua? A lo que ella respondía: Ya no hay más agua. Sólo han quedado los tanques y los túneles del agua de otros tiempos.

Boye había modificado cientos de veces el proyecto, me contó Alcira, porque a medida que la capital crecía, el gobierno ordenaba construir tanques y piletas de mayor capacidad, lo que exigía estructuras metálicas más sólidas y cimientos más profundos. Cuanta más agua se distribuía, tanta mayor presión era necesaria, y para eso debía elevarse la altura de los tanques en una ciudad de perfecta lisura, cuyo único declive eran las barrancas del Río de la Plata. Más de una vez se le propuso a Boye que descuidara la armonía del estilo y se resignara a un palacio ecléctico, como tantos otros de Buenos Aires, pero el arquitecto exigió que se respetaran las rigurosas simetrías del Renacimiento francés previstas en los planos originales.

Los delegados del estudio Bateman, Parsons amp; Bateman, encargado de las obras, aún seguían tejiendo y desarmando los esqueletos de hierro de las cañerías, en desenfrenada carrera con la voraz expansión de la ciudad, cuando Boye decidió regresar a Cristianía. Desde la mesa que compartía con Ibsen en el Gran Café enviaba el dibujo de las piezas que compondrían la fachada a través de correos que tardaban una semana en llegar a Londres, donde eran aprobados, antes de seguir viaje a Buenos Aires. Como cada pieza estaba dibujada a escala 1:1, es decir, a tamaño natural, y encajarla en un lugar equivocado podía ser desastroso para la simetría del conjunto, era preciso que el diseñador-cuyos bocetos sumaban más de dos mil- tuviera la exactitud de un ajedrecista que juega varias partidas simultáneas a ciegas. A Boye no sólo le preocupaba la belleza de los ornamentos, que representaban imágenes vegetales, escudos de las provincias argentinas y figuras de la zoología fantástica, sino también los materiales con los que cada uno debía ser fabricado y la calidad de los esmaltes. A veces era difícil seguir sus indicaciones, que estaban escritas en una letra menuda -y en inglés- al pie de los dibujos, porque el arquitecto se extendía en detalles sobre las vetas del mármol del Azul, la temperatura de cocción de las cerámicas y los cinceles con que debían cortarse las piezas de granito. Boye murió de un ataque al corazón en mitad de una partida de ajedrez, el 10 de octubre de 1892, cuando aún no había completado los dibujos de la mansarda suroeste. El estudio Bateman, Parsons amp; Bateman encargó a uno de sus técnicos que se hiciera cargo de los últimos detalles, pero un defecto en el granito que servía de base a la torre suroeste, sumado a la rotura de las últimas ochenta y seis piezas de terracota mientras las trasladaban desde Inglaterra, trastornó la buena marcha de las obras y produjo la casi imperceptible desviación de la simetría que Martel advirtió la tarde de su visita.

En el piso alto del palacio, sobre la calle Riobamba, la empresa de Aguas tiene un pequeño museo que exhibe algunos de los dibujos de Boye, así como los eyectores originales de cloro, las válvulas, tramos de cañerías, artefactos sanitarios de fines del siglo XIX y maquetas de los proyectos edilicios que, sin éxito, trataron de convertir el palacio de Bateman y Boye en algo útil a Buenos Aires pero a la vez infiel a su perdida grandeza. Como Martel tenía interés en observar hasta las menores huellas de aquel pasado antes de internarse en las monstruosas galerías y tanques que ocupaban casi todo el interior del edificio, Alcira empujó la silla de ruedas por la rampa que desembocaba en el salón de entrada, donde los usuarios seguían pagando sus cuentas de agua ante una hilera de ventanillas, al final de las cuales estaba el acceso al museo.

Martel quedó deslumbrado por las lozas casi translúcidas de los inodoros y de los bidets que se exponían en dos salas contiguas, y por los esmaltes de las molduras y planchas de terracota que se exponían sobre pedestales de fieltro, tan luminosos corno el día en que habían salido de los hornos. Algunos dibujos de Boye estaban enmarcados, y otros se conservaban en rollos. En dos de éstos había notas tomadas por Ibsen para el drama que estaba escribiendo. Alcira había copiado una frase, De tok av forbindingene uken etter, que tal vez quisiera decir "Le quitaron las vendas a la semana", e inscripciones de ajedrez indicando el momento en que las partidas se interrumpían. A cada explicación de su acompañante, Martel respondía con la misma frase: "¡Mirá vos qué grande! ¡La propia mano que escribió Casa de muñecas!"

No era posible subir a las galerías interiores en silla de ruedas, ni menos circular por los estrechos pasadizos que daban al gran patio interior, cercado por ciento ochenta columnas de fundición. Ninguno de esos obstáculos arredró al cantor, que parecía poseído por una idea fija. "Tengo que llegar, Alcirita", decía. Quizá lo animaba la idea de que los centenares de obreros que trabajaron dieciséis horas diarias en la construcción del palacio, sin descansos dominicales ni treguas para comer, silbaban o tarareaban en los andamios los primeros tangos de la ciudad, los verdaderos, y luego los llevaban a los prostíbulos y a los conventillos donde pernoctaban, porque no conocían otra idea de la felicidad que aquella música entrecortada. O acaso, como pensaba Alcira, lo movía la curiosidad por observar el pequeño tanque de la esquina suroeste, coronado por la claraboya de la mansarda, que tanto podía servir para almacenar agua en tiempos de sequía extrema como para depositar los caños inservibles. Luego de estudiar los planos del palacio, el coronel Moori Koenig había elegido aquel cubículo para ocultar la momia de Evita Perón en 1955, luego de quitársela al embalsamador Pedro Ara, pero un impetuoso incendio en las casas vecinas se lo impidió cuando le faltaba poco para lograr su propósito. Allí también se había consumado, más de cien años antes, un crimen tan atroz que aún se hablaba de él en Buenos Aires, donde abundan los crímenes sin castigo.