TRES

Noviembre 2001

La pensión era silenciosa de día y ruidosa de noche, cuando los inquilinos de la pieza contigua se enzarzaban en sus peleas interminables y la chiquillería lloraba. Me resigné, por lo tanto, a escribir mi disertación en otra parte. Todos los días, desde la una a las seis de la madrugada, ocupaba una mesa del café Británico , frente al parque Lezama. Estaba a pocos pasos de mi alborotada vivienda y no cerraba jamás. A través de las ventanas fileteadas me entretenía a veces contemplando las sombras de los jardines en ruinas y los bancos ahora ocupados por familias sin techo. En uno de esos bancos, la primavera de 1944, Borges había besado por primera vez a Estela Canto después de haberle mandado, el día antes, una encendida carta de amor:

I am in Buenos Aires, I shall see you tonight, I shall see you tomorrow, I know we shall be happy together (happy and drifting and sometimes speechless and most gloriously silly),

avergonzado sin embargo de su ardor incontrolable, "Estoy en Buenos Aires, te veré esta noche, te veré mañana, sé que seremos felices juntos (felices, dejándonos llevar, a veces sin habla y muy gloriosamente idiotas) ". Borges tenía entonces cuarenta y cinco años, pero sus sentimientos se expresaban con terror y torpeza. Aquella noche había besado a Estela en uno de los bancos y luego había vuelto a besarla y abrazarla en el anfiteatro que daba a la calle Brasil, frente a las cúpulas de la Iglesia Ortodoxa Rusa.

Hugo Wast, novelista de catolicismo furibundo, que acababa de ser nombrado ministro de justicia, decidió censurar todo lo que el Vaticano consideraba inmoral -la idea de sexo, en primer lugar-, porque allí creía ver el origen de la decadencia argentina. Se encarnizó con los tangos, cuyos versos obscenos ordenó cambiar por otros más píos, y lanzó a los policías de Buenos Aires a cazar las parejas que se acariciaban en la calle.

Borges y Estela fueron una presa fácil. En el anfiteatro solitario, a la luz de la luna, sus siluetas abrazadas eran un llamativo reflector. Un vigilante de la comisaría 14 surgió de repente ante ellos, "como caído del cielo", contaría después Estela, y les pidió los documentos de identidad. Ambos los habían olvidado. Los arrestaron y los sentaron en un patio, junto a otros vagabundos, hasta las tres de la madrugada.

Conocí la historia por Sesostris Bonorino, quien estaba al tanto de algunos detalles nimios. Sólo después imaginé de dónde los había sacado. Sabía que aquella noche Estela llevaba en su cartera un paquete de cigarrillos Condal y que había fumado dos de los nueve que le quedaban; podía describir el contenido de los bolsillos del saco de Borges, que ocultaban un lápiz, dos caramelos, varios billetes color herrumbre de un peso, y un papel en el que había copiado un verso de Wats:

I’m looking fbr the face I had
Before the world was made

("Busco la cara que tuve / antes de que el mundo existiera" ).

Una noche, cuando salía hacia el café Británico , oí que me chistaban desde el sótano. Bonorino estaba de rodillas en el cuarto o quinto peldaño de la escalera, pegando fichas en la baranda. Era achaparrado y calvo como una cebolla, carecía de cuello y tenía los hombros tan alzados que era difícil discernir si llevaba una mochila o lo deformaba una giba. Poco tiempo antes, al verlo a la luz del día, me había impresionado también su amarillez casi traslúcida. Parecía afable, y a mí me trataba con deferencia, quizá porque estaba de paso y porque compartía su pasión por los libros. Quería que le prestara por unas horas Through the Labyrinth, el pesado volumen editado por Prestel que llevaba en mi equipaje.

– No necesito leerlo, porque ya sé todo que dice, -se jactó. Sólo quiero estudiar las figuras.

Me dejó desconcertado y por algunos segundos no pude contestar. Nadie en la pensión había visto el libro de Prestel, que seguía intocado en mi valija. También me parecía improbable que lo hubiera leído, porque lo habían publicado menos de un año atrás en Londres y Nueva York. Además, pronunciaba Through con la fonética del castellano. Me pregunté si Enriqueta, cuando limpiaba el cuarto, escrutaría también mis intimidades.

– Me alegra tener un vecino que sepa hablar inglés, le dije, en inglés. Por su expresión indiferente, advertí que no había entendido una palabra.

– Estoy preparando una enciclopedia patria, -respondió. Si no le importa, quisiera que un día me explique algunos métodos anglosajones de trabajo. Me han hablado mucho del Oxford y del Webster, pero no estoy capacitado para leerlos. Sé más cosas de las que un hombre normal sabe a mi edad, pero lo que he aprendido es lo que nadie enseña.

– ¿Para qué le sirve el libro de Prestel, entonces?. Los laberintos que aparecen ahí están hechos para confundir, no para aclarar.

– Yo no estaría tan seguro. Para mí, son un camino que no permite retroceder, o una manera de moverse sin abandonar el mismo punto. Al ver la imagen de un laberinto creemos, por error, que su forma está dada por las líneas que lo dibujan. Es al revés: la forma está en los espacios blancos entre esas líneas. ¿Me prestará el vademécum?

– Por supuesto, -le dije. Se lo voy a traer mañana.

Habría regresado a mi pieza para buscarlo, pero tenía una cita con el Tucumano en el Británico a la una de la mañana y ya estaba llegando tarde. Desde que habíamos conocido a los escandinavos, mi amigo estaba obsesionado con armar en el sótano una exhibición del aleph para los turistas y necesitaba anular o asociar a Bonorino. La empresa me parecía delirante, pero fui yo mismo quien al final descubrió la solución. El bibliotecario era un maniático del orden, y advertiría cualquier trasiego de las fichas. A partir del quinto peldaño, los cuadraditos de cartulina, de tamaños y colores desiguales, formaban una telaraña cuyo dibujo sólo él conocía. Si alguien las rozaba con el pie al bajar, Bonorino pondría el grito en el cielo y saldría corriendo en busca de la policía. El Tucumano había tratado de acercarse varias veces al sótano, sin éxito. Yo, en cambio, había conseguido interesar al viejo mostrándole una antología que llevaba conmigo, Índice de la nueva poesía americana, en la que aparecían tres poemas de Borges que sólo se pueden leer ahí: "La guitarra ", "A la calle Serrano ", "Atardecer ", y la primera versión de "Dulcia linquimus arva". Imaginé que un erudito como Bonorino no podría resistir la curiosidad de ver cómo Borges iba desprendiéndose de impurezas retóricas al pasar de un borrador a otro.

Esperé al Tucumano en el salón reservado del café. Me gustaba adivinar desde allí la silueta de las palmeras y de las tipas en el parque Lezama, e imaginar los grandes jarrones de mampostería en la avenida del centro, sobre pedestales de yeso en los que la diosa de la fertilidad estaba tallada en bajorrelieves idénticos. A la madrugada, el sitio era hostil y nadie se atrevía a cruzarlo. A mí me bastaba saber que estaba al otro lado de la calle. En aquel parque había nacido Buenos Aires y desde sus barrancas se había extendido por los campos chatos, desafiando la ferocidad de las sudestadas y el barro voraz del río. Por las noches, la humedad se hacía sentir allí más que en otras partes, y la gente se asfixiaba en el verano y se helaba los huesos en el invierno. El Británico , sin embargo, se las arreglaba para que no se notara.

A mediados de octubre hubo buen tiempo, y perdí muchas horas de trabajo oyendo al mozo evocar las épocas de patriotismo frenético, durante la guerra de las Malvinas, cuando el café tuvo que llamarse Tánico, y enumerar las veces que Borges había pasado por allí para beber un jerez, y Ernesto Sabato se había sentado a la mesa que yo mismo ocupaba en ese momento para escribir las primeras páginas de su novela Sobre héroes y tumbas. Sabía que los relatos del mozo eran mitologías para extranjeros, y que Sabato no tenía por qué ir a escribir tan lejos cuando disponía de un estudio cómodo en Santos Lugares , fuera de los límites de la ciudad, con una biblioteca caudalosa a la que podía acudir cuando necesitaba inspiración. Por las dudas, nunca volví a esa mesa.

El Tucumano llegó con media hora de retraso. Yo iba a todas partes con mi ejemplar del Índice -por el que cualquier anticuario habría pagado quinientos dólares en aquel momento- y un par de libros de teoría poscolonial, con los que me proponía analizar el concepto de nación a través de los tangos mencionados por Borges. Durante las primeras horas de la madrugada, sin embargo, mi atención volaba hacia cualquier cosa, ya fueran los porrones de Quilmes Cristal o las ginebras dobles que pedían los clientes, o el ataque al flanco del rey de las piezas negras en el tablero de ajedrez donde se batían dos viejos solitarios. Salí de mi abstracción cuando el Tucumano me puso ante los ojos una esfera de utilería, del tamaño de una pelota de pingpong, como las que adornan los árboles de Navidad. La superficie estaba compuesta por espejitos, algunos coloreados, y destellaba al reflejar la luz de las lámparas.

– Más o menos así es el ale, ¿no?, -dijo, pavoneándose.

Quizá fuera un buen señuelo para los incautos. Ciertos detalles se ajustaban a la narración de Borges: era una esfera tornasolada, diminuta, pero su fulgor no resultaba intolerable.

– Más o menos, -respondí. Los turistas tragamos cualquier cantina.

Yo trataba de jugar con el léxico subterráneo de Buenos Aires, pero lo que al Tucumano se le daba con naturalidad a mí me confundía. A veces, en las reflexiones que escribía para mi tesis, se me escapaban algunas de esas palabras fugaces. Las suprimía apenas me daba cuenta, porque al volver a Manhattan ya las habría olvidado. La lengua de Buenos Aires se desplazaba tan rápido que primero aparecían las palabras y después llegaba la realidad, y las palabras seguían cuando la realidad ya se había marchado.

Según el Tucumano, un electricista podía iluminar por dentro la esfera o, mejor aún, dirigir hacia ella un rayo de luz halógena que le diera cierta apariencia espectral. Yo le sugerí que, para acentuar el efecto dramático, pasara el casete en el que Borges, con su voz vacilante, enumera lo que se ve en el aleph. La idea lo entusiasmó: